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Nada.
En la segunda dirección no había nada.
La via Ettore Bellini, junto a la piazza Dante Alighieri.
Nápoles es, con un pelín menos de color, la Cádiz italiana. Una hermosa ciudad a los pies del Vesubio, donde puedes encontrar construcciones de piedra con siglos y siglos de antigüedad junto a modernos edificios de acero y cristal. Elegantes barrios abiertos a la bahía que contrastan con calles estrechas de casas abigarradas, adornadas en sus fachadas con miles de prendas de ropa tendida.
Una ciudad a la que llegué acompañada por el sol de mi tierra y en la que descubrí un ambiente luminoso y cercano, cargado del olor a incienso de las iglesias, de mamme chillonas en las ventanas, de corrillos de hombres mayores charlando en voz baja y de chavales golpeando la pelota en calles y plazas.
Durante los dos días que pasé en Nápoles, mi alma se inundó tan intensamente de la música napolitana que me olvidé por completo de Benny Goodman y del swing que me habían acompañado en aquellas horas y horas de avión. Tan sencillo como bajar del taxi y abrir mis sentidos a toda aquella espontaneidad; un atractivo caos, cargado de sonrisas y gente cercana.
La verdad es que Enrico había tenido un gran detalle conmigo. No sabía muy bien si porque se sentía culpable por haberme hecho viajar hasta su tierra o porque pensaba que aquellos días podrían llegar a ser unas auténticas vacaciones para mí.
El hotel Piazza Bellini es un antiguo palacete del siglo XV, totalmente reformado, en pleno centro histórico de Nápoles. Una auténtica preciosidad. Y mi habitación, un magnífico y moderno dúplex, me dejó sin palabras; un ambiente abierto y luminoso que me llenó al instante de sensación de libertad.
Casi me fastidió no poder quedarme allí el resto del día, con lo cansada que estaba. Habría sido maravilloso subir aquella escalera hasta la plataforma voladiza y desparramarme en la cama durante horas. O quizá me habría sentado mejor un rico baño de sales primero, para salir después en albornoz y hartarme de helado en el sofá mientras veía una película profunda y lacrimosa en la tele de plasma. ¡Ay! Habría sido genial poder comportarme como la protagonista de una de esas novelas chick-lit. Y así, con un poco de suerte, entre helado y helado, podría acabar apareciendo Hugo en cueros, con una potente erección y dispuesto a darme placer durante horas. O durante días, ¿por qué no?
Pero como no podía ser y viendo que, con tanta fantasía, no sólo me estaba quedando dormida en el sofá sino que además estaba poniéndome cardíaca, decidí regresar a la realidad en la que la Camorra esperaba al otro lado de la puerta. Aquella realidad en la que mi objetivo de localizar a Domenico Trucco no podía esperar.
Me levanté con desgana para darme una ducha rápida y me puse unos vaqueros, una camiseta y un abrigo negro de corte militar. Pese al sol, la temperatura era muy baja aquel día.
Sustituí los libros sobre la mafia italiana que llevaba en la mochila por un par de guías turísticas, el mapa de la ciudad y mi Canon ultracompacta. El monedero y el móvil los guardé en los bolsillos interiores de la chaqueta para evitar sorpresas no deseadas.
Antes de salir, me planté frente al espejo y comprobé que mi moño estaba lo suficientemente sujeto y que los mechones de mi diminuto flequillo estaban cada uno en su sitio.
—¿Lo llevas todo, Ada? —me pregunté en voz alta—. Casi todo. Lo único que me falta es mi navaja. Lástima no haber podido traerla.
Sí, una auténtica lástima. Ya no iba a ningún sitio sin mi navaja. Según Enrico, es el dedo que me falta, y, todo hay que decirlo, había aprendido a manejarla bastante bien en aquel año.
Me tomé un par de cafés allí mismo, en el hotel, mientras trataba de orientarme en la ciudad y decidía hacia dónde debía caminar.
Mi primer destino era via Toledo y parecía estar muy cerca en el mapa. Pregunté a la camarera que me había atendido y sonrió. Quiso saber si ya echaba de menos mi tierra porque aquel lugar estaba en pleno Barrio Español. Después de indicarme, con ese acento que parece hacer la letra «a» más grande, hacia dónde debía ir, cogí la mochila y me dispuse a caminar.
—Cuidado en aquel barrio, señorita. Mejor no se quede hasta tarde.
Le di las gracias por la advertencia y eché a andar deseando descubrir el Barrio Español y el motivo de su alarma.
Según me contó Enrico meses después, aquel barrio era la mejor muestra del intenso vínculo que hubo entre Nápoles y España. Se trata del barrio más antiguo de la ciudad y la calle a la que yo me dirigía, la via Toledo, era su artería principal.
Cuando me adentré en aquella zona, tuve la extraña sensación de estar paseando por el barrio del Zaidín en Granada. El ambiente era tan parecido que no me habría sorprendido en absoluto encontrar allí un Merca 80.
Dos diferencias fundamentales: las hileras kilométricas de motos y ciclomotores a ambos lados de la calle y carteles del tipo PROFUMERIA: SUPER PROMOZIONI que daban la nota clara de no estar en mi tierra.
Seguí avanzando hasta encontrar el número exacto de la calle. La verdad es que no sabía lo que buscaba y no es que tuviera ninguna expectativa previa, pero he de reconocer que sí me sorprendió lo que vi.
—¿Una panadería? —me pregunté en voz alta.
Miré de nuevo el móvil para comprobar que no me había equivocado y, según el correo de Enrico, estaba en el lugar indicado.
Dudé por un instante antes de entrar y, ya en el interior, no supe muy bien qué decir. «¡Maldito el momento en que Enrico me pidió que no me pusiera en contacto con él desde aquí!», grité en mi cabeza. Ya sabía que era por si me pillaban… Por mi seguridad. Pero ¿una panadería?
Aguardé a que la gente se fuese marchando. Si iba a quedar en ridículo allí, mejor que sólo lo presenciara la señora que despachaba al otro lado del mostrador.
Después de una hora entera oliendo el pan recién hecho y cediendo mi turno a todo aquel que pasaba, al fin me quedé sola. Me acerqué al mostrador tímidamente y sonreí.
—Cosa desidera? —me preguntó aquella mujer de carita anciana y mirada joven.
—¿Podría darme ese bollo? —le dije señalando el primer pan que vi en el mostrador y sin saber muy bien si preguntar o no.
—Ah, spagnola?! Una piccola ciabatta per questa bella signorina! —Cogió mi pan, lo envolvió y me lo entregó.
Saqué el monedero de la chaqueta y le di un billete. Estaba pasando una vergüenza tremenda, simplemente al imaginarme que preguntaba por Domenico y sólo obtenía una carcajada como respuesta. Pero, al fin, unos instantes antes de marcharme, le solté la pregunta.
—¿Ha visto usted a Domenico Trucco por aquí? Me manda Francesco Longoni.
La señora perdió toda expresión en la cara. Casi diría que hasta las arrugas se le borraron al oír aquel nombre. Salió de detrás del mostrador y me invitó a abandonar el establecimiento con el avance de su cuerpo.
—Qui non conosciamo nessun Francesco —me dijo justo antes de cerrarme la puerta en las narices.
Estaba claro que en aquel momento ya no sentía vergüenza. Me había quedado literalmente a cuadros.
Resultaba evidente que aquella dirección era la correcta porque la reacción de la señora no había sido nada normal. Lo que sí me extrañó muchísimo fue que sólo dijera que no conocía a ningún Francesco. Eso no casaba en absoluto con lo que me decía Enrico en el e-mail. «Recuerda que tienes que hablar de mí como Francesco Longoni. Sólo Domenico conoce mi nombre en España», me especificó.
—En fin… Vamos a probar en la siguiente dirección —dije en voz alta recurriendo de nuevo al móvil.
Nada.
En la segunda dirección no había nada.
La via Ettore Bellini, junto a la piazza Dante Alighieri.
Había llegado hasta allí en taxi para no entretenerme demasiado. Pregunté a varios comerciantes de la zona, y los que me entendieron dijeron lo mismo: aquella pizzería llevaba meses cerrada.
Podrás imaginarte cómo me sentí. Sólo dos posibles direcciones para contactar con el puñetero Domenico. De una, no quedaba ni siquiera el local, y de la otra, casi me echaron a patadas.
No tenía ni idea de qué hacer.
Sabía de sobra que no debía buscar a Domenico en su oficina ni cerca de su casa. Eso podría ponerme en peligro y, por una vez, estaba dispuesta a no ser tan tonta como de costumbre. También influía bastante el hecho de no tener esas direcciones.
Enrico me había explicado que la única forma de dar con él era visitando aquellos lugares y que, si allí no podían localizarlo, sólo podría significar que estaba muerto. Pero es que ni siquiera había conseguido que alguien tratara de dar con él. No me habían escuchado.
Antes de caer presa de la desesperación, lo intenté de nuevo en la panadería. Regresé en taxi hasta via Toledo y me planté frente al local dispuesta a conseguir que aquella señora me escuchara.
En cuanto me vio a través del cristal, salió de detrás del mostrador y cerró la puerta desde dentro.
—Se ne vada, signorina, se ne vada!! —me dijo en voz alta desde el interior.
Me volví con el cuerpo cargado de impotencia.
No tenía nada. Y ese nada comenzó a picarme.
Otra de las advertencias de Enrico, tanto en persona como por e-mail, era que no diera a nadie mis datos. Cosa que, cómo no, me había repetido Hugo unas quince veces antes de coger el avión.
Pero, si no podía hablar con esa mujer para explicarle la situación y si tampoco podía dejarle una simple nota dirigida a Domenico para que pudiera localizarme en caso de que aún viviera, ¿cómo narices iba a quedarme tranquila?
Y así fue como cometí LA GRAN ESTUPIDEZ de mi aventura en Nápoles.
Saqué mi libreta nueva de la mochila, escribí una escueta nota dirigida a Domenico Trucco y la metí bajo la puerta de la panadería con mi nombre y el hotel en el que podrían encontrarme.
Claro que, y esto lo pensé justo después, con aquella nota podría encontrarme Domenico o un hipotético cliente con tendencias a la agresión sexual que, al entrar en la panadería, se topase con el papel. Y, ¿por qué no?, un hipotético asesino en serie obsesionado con españolas morenas de flequillo extracorto y lo bastante descerebradas para ir metiendo la pata constantemente en aras de la improvisación.
[Nota mental: Si es que eres más tonta, Ada…]
No quise aparecer por el hotel hasta la hora de dormir. Estuve dando vueltas por los alrededores tratando de convencerme a mí misma de que lo que acababa de hacer no era tan peligroso.
Al final, tanto mi parte coherente como la incoherente llegaron a la misma conclusión: «Si no has hecho nada peligroso ni descerebrado, ¿por qué no llamas a Hugo o a Enrico para contárselo?», me pregunté a mí misma. Pues sí, había metido la pata hasta el fondo. Ya sólo me quedaba rezar para que el diminuto papelito hubiera acabado pisoteado y pegado a la suela del zapato de alguna tierna e inocente viejecita.
Había barajado la posibilidad de no regresar al hotel, pero mis cosas estaban allí y, además, una vez dentro y con el pestillo echado, no tenía por qué entrar nadie. Con ese razonamiento y alguno que otro más decidí regresar a eso de las once de la noche.
Subí con uno de los hombres de recepción después de poner una burda excusa:
—Perdona, pero es que esta tarde no dejaba de gotear el grifo del lavabo y no sé si lograré dormir con el ruidito. ¿Podrías acompañarme a la habitación y apretarlo?
Creo que el recepcionista trató de ligar conmigo mientras subíamos, pero, pobrecito, no le hice ni caso. Yo sólo podía pensar en ir un par de pasos por detrás de él y en estar bien cubierta por su cuerpo al entrar en la habitación. Después de muchas películas de gángsteres, había llegado a la conclusión de que, en un tiroteo, si no puedes cubrirte con nada más, es mejor usar un cuerpo. Y el de aquel hombre, con todo su metro noventa y su porte tipo armario ropero, seguro que podría parar algún que otro balazo.
Abrió la puerta, encendió la luz y aguardé a ver su reacción antes de entrar con él en la habitación.
—Parece que el grifo ya no gotea, señorita —me dijo en un español casi perfecto y con una radiante sonrisa de italiano ligoncete.
—¿Cómo es posible? Le prometo que goteaba cuando me fui de aquí. Puede que se hayan dado cuenta los del servicio de habitaciones y que lo hayan arreglado cuando me marché —dije para disimular mientras me aseguraba, mirando en cada rincón, de que no había nadie escondido que quisiera matarme ni nada por el estilo.
Despedí al recepcionista con una gran sonrisa en los labios y pidiéndole disculpas por las molestias.
No respiré tranquila hasta que cerré la puerta con el pestillo y encajé una de las sillas de la habitación bajo el pomo. Al menos, si alguien intentaba entrar, el ruido de la silla me despertaría.