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Otra tumba más.

Una nueva lápida repetida.

El granito verde, los ramos de margaritas y la inscripción.

Sí. Otra tumba más.

No dejaba de preguntarme cómo narices había podido pensar que lo de colarme de madrugada en el cementerio en ruinas de Jaén era una buena idea.

Soy una persona bastante impulsiva. Si a esa cualidad le sumamos mi increíble capacidad para obsesionarme por cualquier cosa, supongo que aquello acababa adquiriendo algo de sentido. La realidad era que ya estaba allí dentro, con un rasponazo en una rodilla y una leve cojera por haber saltado el murete con muy poca habilidad.

¿Y todo esto por qué? Por ser una buena amiga y acompañar a Flor a un entierro, y por la maldita ocurrencia de inventar «El Juego de los Cementerios». Parece complicado, pero no lo es tanto.

Cuando abrí la puerta aquella mañana me encontré al otro lado a Flor, con carita de haber llorado y un ramo de flores multicolor entre las manos. Deduje que aquél iba a ser un día mucho más duro para ella de lo que había pronosticado.

Hicimos el trayecto en coche en silencio.

Los ojos de Flor miraban al frente. Desconozco dónde estaba su mente, pero si tuviese que apostar, yo diría que en sus recuerdos. Puede que en ese ramo de flores que Salvador le regalaba cada año para conmemorar el día en el que se conocieron. «Flores de mil colores, un color por cada una de las emociones que sentimos la primera vez que nos vimos», me había explicado ella hacía tiempo.

Mi cabeza era un auténtico torbellino de emociones encontradas. Sin embargo, pese a las ganas que tenía de contar a Flor lo de la noche anterior con Hugo, me limité a conducir y respeté su necesidad de silencio.

Nos dirigíamos a la campiña cordobesa, a un pueblo llamado Monturque.

Hasta hacía un par de días, allí residía el último pariente vivo del marido muerto de Flor: su hermano Santiago.

También un ictus.

También durmiendo.

Muy duro perder así a tu ser más querido.

Muy dulce si eres tú quien muere.

Apenas sin darte cuenta… te apagas y ya está.

Aguardamos juntas en la puerta de la parroquia hasta que sacaron el féretro. Me sorprendió que lo metieran en el coche fúnebre para recorrer los cincuenta metros que separaban la iglesia del cementerio.

Caminamos juntas, acompañando a aquel corrillo de gente atestado de sensación de pérdida. Me olvidé por un momento de Flor y me puse a analizar el elenco de emociones que había dejado aquella muerte a su paso: rostros cargados de pesar y desazón, rostros melancólicos y autocompasivos… También había allí rostros llenos de ira, de remordimiento y derrota. Pinceladas de morbo y cotilleo. Hasta costumbre llegué a distinguir en alguno de aquellos rostros.

Tras el paseo, en el momento final, el del yeso y el ladrillo, me alejé para permitir a Flor despedirse en soledad.

Quería volver a deambular por aquel camposanto perteneciente a la Ruta de los Cementerios Europeos. Para mí era uno de los más emblemáticos que había visitado por una bonita razón: lo que en el pasado permitía la vida, ahora, en el presente, albergaba la muerte.

El cementerio de Monturque descansa sobre unas antiguas cisternas romanas. Gracias a ellas, el agua de lluvia hacía posible que la población de la época subsistiese. Fueron los siglos y las sucesivas capas de civilizaciones los que acabaron convirtiendo las cisternas en un hermoso y bien conservado recuerdo del pasado, y aquel cementerio, en un lugar realmente mágico. Un espacio silencioso y especial.

Y fue, precisamente, disfrutando del paseo cuando me topé con lo último que habría esperado encontrar.

Otra tumba más.

Una nueva lápida repetida.

El granito verde, los ramos de margaritas y la inscripción.

Sí. Otra tumba más…

La visita a aquel pueblo produjo un intenso cambio en las dos.

Flor parecía más entera después del entierro.

Cuando regresé a por ella, se había olvidado por completo de toda la gente que la rodeaba. La encontré hablando con Santiago a través de aquella pared que los separaba. A continuación, depositó el bonito ramo en el nicho de su cuñado, apoyó su mano en aquella superficie húmeda, respiró hondo y pronunció la palabra «Adiós».

Una tierna sonrisa fue creciendo en su rostro conforme nos alejábamos. No podría jurarlo, pero me pareció que mi querida Flor se había liberado, por fin, en aquel lugar.

En mi caso, también hubo sonrisa, pero de pura excitación. Acababa de recuperar de golpe algo que me había abandonado hacía tiempo: la nueva lápida desempolvó mi añorado espíritu de reportera de investigación.

Me dio por convertir aquella casualidad en un misterio y me sumí en un intenso torbellino de pensamientos: «A Alfonso, el director de la revista Moter@s, le va a encantar la idea. Se lo presentaré como un gran proyecto. No sólo consistirá en averiguar cuántas lápidas como ésa hay en territorio español. Desentrañaré su significado. Y, ¡quién sabe!, esto podría suponer el comienzo de una nueva serie de artículos. ¡Mototurismo de investigación! Suena genial, ¿verdad, Ada?».

Así fui todo el camino, sin parar de dialogar para mis adentros. La emoción me llenaba el pecho, tanto que la mala sensación que me había dejado haber discutido con Hugo la noche anterior acabó por diluirse.

La Ada de entonces era experta en esas cosas. Cuando aparecía un problema personal, de los catalogables como «importantes», nada mejor para hacerlo chiquitito que taparlo con una gran obsesión. Ya lo hice con el caso del Asesino de la Hoguera y lo estaba haciendo de nuevo. Cerré los ojos, y me negué a escuchar a Hugo cuando trató de protegerme de mi propio miedo.

Siempre había evitado reconocer mis flaquezas. ¿Por qué iba a ser diferente entonces? Los miedos, para mí, eran pasajeros y las debilidades las tapaba con parches. Lo único malo fue que, en aquella ocasión, acabé utilizando un parche demasiado grande para tapar la realidad que brotó de la boca de Hugo.

No quise reconocerlo hasta que fue demasiado tarde: mis miedos no eran pequeños ni pasajeros.

Tanto Flor como yo estuvimos afanosas los días siguientes.

Ella salía y entraba sin cesar. Cuando nos cruzábamos por la escalera, la veía llegar con flores, pasteles o bolsas repletas de ropa nueva. Llevaba maquillaje alegre y olía a colonia de bebé.

Yo también salía y entraba con frecuencia. Las lápidas comenzaron a marcar mi día a día; tuve que meterlas con calzador entre mis clases y mis trabajos de seguimiento para Enrico.

—¿Y esa sonrisa? —me preguntó mi amigo/compañero nada más verme aparecer en el restaurante—. A ver, ¿qué te traes entre manos?

—Nada —le respondí—. ¿Es que una no puede sonreír sin más?

—Pues claro que sí, pero hay sonrisas y sonrisas —concluyó él.

Fue entonces cuando le conté lo de las lápidas. Estaba deseando poder compartir mi emoción con alguien. Con Hugo casi no había podido hablar y, en los pocos minutos de charla, los dos habíamos estado haciendo esfuerzos para quitar importancia a la discusión y enterrar el tema por siempre jamás.

—Sí que suena interesante. Y como ahora casi no tienes trabajo, pues claro, puedes dedicar tu tiempo libre a investigar. —Vaya pildorazo que me soltó.

—Jolín, Enrico, ¿desde cuándo te has convertido en Pepito Grillo?

—Últimamente no te dedicas tiempo a ti misma, Ada. ¿Va todo bien? —Su forma de hablar me estaba dejando a cuadros.

Frases como aquélla no eran muy comunes entre Enrico y yo. Cuando teníamos que decirnos una verdad, la soltábamos sin anestesia. Los pildorazos y las medias tintas no formaban parte de nuestra relación. Por eso supuse que había algo de fondo que no podía contarme.

—Hugo ha hablado contigo —afirmé.

Silencio por su parte.

Y más silencio.

Y más silencio.

Le faltó enterrar la cabeza bajo la arena como un avestruz. Supongo que no lo hizo por falta de arena.

—Vamos a ver, Enrico —comencé—. No sé cómo deciros que estoy bien. Tengo pesadillas, pero nada más. Verás como pronto se me pasan.

—Ada, Hugo sólo está preocupado por ti. Yo te conozco y sé que vas a salir de ésta. Pero es él quien se despierta a tu lado después de cada pesadilla. Sólo intenta entenderlo, ¿de acuerdo? Además… —Se lo pensó antes de seguir hablando—. Además, ya sabes que no termino de caerle demasiado bien, y si ha acudido a mí es porque debe de estar muy desesperado.

Aquello era cierto. No lograba entender muy bien por qué, pero Hugo no había llegado a entablar muy buena relación con Enrico. Puede que pensara que nuestro trabajo era demasiado peligroso para mí o, simplemente, que estuviera un poco celoso por el tiempo que pasábamos el uno al lado del otro. Desconocía el motivo, pero la realidad era que no congeniaban. Y Enrico tenía razón: si Hugo había acudido a él, era porque estaba muy desesperado.

—De acuerdo. —Claudiqué y decidí para mis adentros hacer un esfuerzo.

—Y ahora cuéntame lo de las tumbas, que sólo a ti te pasan estas cosas.

No tengo ni idea de cuántas llamadas telefónicas pude hacer aquellos días para intentar averiguar algo sobre las malditas tumbas. Bueno, llamadas y búsquedas en la red y visitas a curas y cementerios… Acabé agotada y bastante frustrada.

Yo pensaba que aquello iba a ser mucho más fácil. Suponía, tonta de mí, que debía de existir un registro, a nivel nacional, de todos los cementerios de España al que poder acudir para consultar no sólo defunciones sino también números de enterramientos y propietarios de tumbas y nichos.

Pues no. No existía, ni remotamente, nada parecido.

—Pero ¡mira que eres tonta, niña!

Fue lo primero que me dijo Enrico cuando acudí, desesperada, a pedirle consejo. El carácter agrio de mi compañero y su actitud de mofa hacia mí contrastaron fuertemente con la voz de Frank Sinatra, interpretando «Granada», que llegaba a mis oídos desde la zona de comedor de La Napolitana.

—Pero tonta, tonta —repitió, mirándome muy serio—. Anteayer estabas emocionadísima con ese gran reportaje y hoy, después de unos inconvenientes de nada, te vienes abajo y no sabes si seguir o no. Pues ¡vaya reportera de investigación!

Ése sí que era Enrico, el de las verdades que escuecen.

—¿Y qué hago? No hay ningún registro que consultar y no puedo visitar cementerio por cementerio. ¿Sabes cuántos puede haber en España?

—No tengo ni idea, Ada. Lo que sí sé es que cuando te interesa tu inventiva es asombrosa. Me sorprende que no hayas dado ya con una forma fácil de buscar las tumbas —me soltó—. ¿Recuerdas qué te dije cuando no sabías cómo buscar a Hugo?

Bombillita iluminando mis ideas.

—¡Pues claro! —exclamé—. ¡Estamos en la era de las redes sociales!

Salí corriendo de La Napolitana en dirección a casa. Me senté frente al ordenador dispuesta a emplearme a fondo, con las energías totalmente renovadas.

Justo antes de emprender mi nueva línea de acción, Hugo me llamó por teléfono.

—¡Hola, Hugo! —le respondí con una gran sonrisa en los labios, recordando las palabras de Enrico y deseando, de una vez por todas, acabar con nuestras tiranteces—. Antes de que digas nada, te entiendo. Comprendo que estés preocupado. Yo, por mi parte, voy a tratar de no ponerme nerviosa cuando intentes ayudarme. ¿Confiarías tú un poquito en mí? Estoy segura de que, si le quitamos importancia, todo esto va a pasar.

Mi entusiasmo lo dejó pasmado. Creo que tenía el cuerpo preparado para otra conversación tensa y le rompí los esquemas. Se los rompí para bien. Los dos nos relajamos ipso facto, y disfrutamos de una conversación distendida y llena a rebosar de palabras bonitas. Pude contarle por fin lo de mi idea de hacer un juego con las lápidas, y la consideró estupenda.

—¿Qué te parece entonces como título «El Juego de los Cementerios»? —le pregunté.

—Me parece muy buen nombre. Y no olvides, aparte de utilizar la página de la revista y a la gente que te sigue, promocionarlo en Facebook en el rango de edad apropiado. Tengo a los alumnos en medio de una práctica; si quieres, mientras tú le das forma a todo, te hago un pequeño análisis para buscar el perfil más adecuado al que debes dirigirlo.

No puedo describir cómo me sentí. Habíamos pasado dos días fatales y, de repente, estábamos trabajando en equipo a pesar de los kilómetros que nos separaban. Cuando colgué el teléfono, sentí la necesidad de tenerlo cerca y abrazarlo.

Al final de aquel miércoles, «El Juego de los Cementerios» estaba funcionando en la red.

Con la ayuda de Hugo, creé una página en Facebook y un blog con el título del juego. Lo enlacé todo a la red de la revista Moter@s y lo promocioné activamente en portales dedicados al mundo del motor. Se trataba de movilizar a moteros y a viajeros en general para buscar a nivel nacional las tumbas repetidas. La idea era emplear el blog para ir publicando las crónicas y las imágenes de los viajes necroturísticos de los participantes, y utilizar la página de Facebook para llegar cada vez a más gente e ir clasificando las imágenes.

Hugo hizo un trabajo espectacular. En poco más de una semana y con una inversión muy pequeña, la página tenía más de dos mil seguidores.

Los primeros resultados llegaron mucho antes. Aquel mismo fin de semana aparecieron dos lápidas más: una en el cementerio de Cambados, en Galicia, y la otra en Punta Umbría, Huelva.

No me lo podía creer. Casi no daba abasto con las crónicas y me impresionaba ver que muchos viajeros habían adoptado el juego como una cruzada personal.

Alfonso, mi jefe en la revista, andaba incluso más emocionado que yo. A las dos semanas, el nuevo número de Moter@s estaba en todos los quioscos con un especial de cinco páginas titulado «El Juego de los Cementerios», con las imágenes de dos de las lápidas que ya se habían localizado y el mejor reportaje de viajero aficionado, seleccionado de entre todos los que habíamos publicado hasta entonces en el blog. Alfonso estaba tan contento con los resultados y los incrementos en las ventas de la revista que decidió ofrecer un buen incentivo: una semana con gastos pagados de alojamiento y gasolina para el reportaje necroturístico de motero aficionado más votado por el resto de los lectores. Sin requisitos. Se olvidó por completo de las lápidas. Vamos, que mi jefe acabó tomando las riendas de mi idea, que dejó de ser mi idea, y «El Juego de los Cementerios» se fue desvirtuando.

—¡Enhorabuena, Ada! —me dijo una mañana—. Esto era justo lo que necesitábamos para diferenciarnos de la competencia. Tu juego está dando mucho de qué hablar y las ventas se han disparado. Me has dejado sin palabras, de corazón.

Así fue como mi nombre acabó apareciendo en dos puestos diferentes en la revista. El primero, el de siempre, como redactora. El segundo, recién estrenado, como reportera de investigación. Más dinero a final de mes, pero más dificultades para mí. A ver cómo preparaba yo dos reportajes de calidad al mes, uno de ellos de investigación.

Hubo otro problema: acabé odiando «El Juego de los Cementerios».

Sorprendentemente, en tan sólo tres semanas había llegado a saturarme. El volumen de participantes era muy alto y lo de las lápidas había pasado a segundo o tercer plano.

Alfonso no pudo negarse cuando su reportera de investigación recién estrenada le pidió ayuda para gestionar el blog y la página, y puso al frente a Virginia, una chica muy eficiente con un contrato en prácticas de seis meses.

Tan eficiente era la chica que me relajé con el tema y la dejé hacer.

Un mes y medio después de que todo empezara, Virginia me mandó un e-mail que me dejó muda:

Buenos días, Ada:

Me pongo en contacto contigo porque tengo unos datos que pueden interesarte. Si no me equivoco, el objetivo inicial de «El Juego de los Cementerios» era la búsqueda de unas tumbas repetidas.

Supongo que lo tienes controlado, pero como llega tanta información mezclada, he elaborado un dossier con las lápidas repetidas que los lectores de la revista han localizado. En cada foto tienes anotado el lugar en el que cada una se encontró, la fecha y lo de las margaritas. Verás que todas tienen el mismo tipo de cerradura.

Espero que esto te facilite el trabajo.

Un cordial saludo,

VIRGINIA

Y tan muda que me quedé. Cuando abrí el dossier y me di cuenta de que las fotos estaban numeradas, lo primero que hice fue irme al final y ver cuál era la última cifra.

—¡Hugo, ven! —grité—. ¡Tienes que ver esto!

Mientras llegaba, regresé al principio y comencé a repasar, una a una, las fotos.

Todo coincidía.

Todo.

Incluyendo las margaritas.

Para mí, lo primordial no era el número ni el grosor de los ramos. Lo realmente importante era lo que más me llamó la atención en el cementerio de Monturque: aquellas margaritas eran frescas. En todos los casos, absolutamente en todos, las flores habían resultado ser naturales. Alguien se encargaba de cambiarlas con frecuencia.

—¿De verdad han localizado cuarenta y seis lápidas? —me preguntó Hugo, incrédulo, cuando le mostré el dato.

Yo asentí y permanecí en silencio. Aún no daba crédito.

—Esto no puede ser una casualidad —afirmó él—. No señora, ya no puede ser una casualidad. Pero… ¿qué significado tienen? ¿Qué es exactamente lo que has encontrado?

Eso mismo me estaba preguntando yo. ¿Qué significado podían tener cuarenta y seis lápidas iguales, con el mismo color de granito, cerraduras equivalentes, misma inscripción e idénticos ramitos de margaritas frescas en las esquinas? ¿Qué sentido podría tener aquello? Y sobre todo, ¿qué habría tras las lápidas y sus cerraduras?

Pues sí, en algún momento, mientras me hacía todas aquellas preguntas frente al ordenador, se sembró en mi interior la obsesión por descubrir lo que había dentro de aquellos nichos. Y, claro, no ayudó demasiado a mi escaso autocontrol el hecho de descubrir que una de esas lápidas se encontraba en el cementerio de San Eufrasio, en Jaén. Un camposanto medio en ruinas, con la mayoría de sus tumbas vacías.

Cuando lo visité por primera vez, lo que vi en él me transmitió una inmensa sensación de tristeza… de abandono. Vivos que hablan con sus muertos a través de lápidas de granito y rodeados por todas partes de escombros. Un viejo cementerio que ya no está en uso; un escuálido esqueleto que apenas refleja lo que fue y que, tras años de anunciada clausura, sigue albergando cadáveres en sus maltrechas entrañas. Un lúgubre escenario capaz de reavivar duelos que habían quedado superados tiempo atrás.

Un cementerio con más de doscientos años de historia, prácticamente abandonado.

Abandonado.

Lleno de escombros.

Dando vueltas al tema, me envenené a mí misma con una simple pero potente idea recurrente: ¿quién iba a darse cuenta de que se había profanado una tumba en un cementerio con miles de tumbas vacías y lápidas hechas añicos?

Ahí fue cuando me pareció una ingeniosa ocurrencia lo de colarme de noche en el cementerio. Claro que, a la hora de la verdad, ya dentro de aquel camposanto en ruinas, a oscuras y con un rasponazo en la rodilla, me sentía un poco idiota por haberme convencido a mí misma.