27
Jamás había sido tan seco conmigo.
Definitivamente, él jamás había sido tan seco.
A las ocho en punto de la mañana del día siguiente, Andrea y yo estábamos plantadas frente a la puerta principal de la comisaría local de Marbella. Aquel lugar me recordó a un edificio típico de playa, sólo que de colores blanco y azul y cargado hasta los topes de policías.
—Espera —le dije a Andrea justo antes de entrar a la comisaría y agarrándola del chaquetón.
—¿Qué ocurre? —me preguntó con cara rara.
—Tenemos que volver al coche —apunté.
—¿Por qué?
—Tú hazme caso —insistí—, volvamos al coche un segundo.
Cuando llegamos a donde habíamos aparcado saqué la navaja de la chaqueta y la escondí en la guantera.
—¡Estás loca! ¿Cómo se te ocurre llevar eso encima?
Ya intuía yo que me regañaría.
Me encogí de hombros y levanté la mano izquierda mostrándole mi muñón.
—Es el dedo que me falta —le expliqué.
Repetía esa broma muy a menudo, para tratar de quitar importancia a «mi pérdida», pero cada vez que miraba aquella cicatriz se me encogían las tripas.
Andrea me miró con cara de «Estás más desequilibrada de lo que pensaba» y yo le respondí con carita de «Esto es lo que hay». Luego, sin decir nada más, nos dimos la vuelta y regresamos a la comisaría para enfrentarnos, con toda la tranquilidad del mundo, al detector de metales; ese detector por el que no tuve que pasar por ir acompañando a una inspectora.
—¿Dónde podemos encontrar la oficina de DNI? —preguntó Andrea después de haberse identificado como compañera.
Fuimos juntas hasta donde nos habían indicado y, una vez allí, se identificó de nuevo:
—Andrea García, compañera de Granada —dijo de forma escueta a la vez que mostraba su placa al primer funcionario con el que se cruzó—. Me gustaría hablar con el jefe de DNI.
Nunca había estado en una comisaría rodeada de policías y desconocía el modo en que se hablaban normalmente entre ellos. Aun así, me pareció que Andrea había entrado en aquel lugar dándose demasiada importancia.
—Muy buenos días, mi nombre es Juan. ¿Qué es lo que necesitan? —nos preguntó un policía mayorcete que se nos había acercado mientras esperábamos.
—Hablar con el jefe de DNI —respondió en tono seco Andrea.
El policía se quedó un poco cortado ante aquella respuesta y, justo cuando comenzaba a retirarse, decidí suavizar un poco la cosa.
—Aunque puede que usted quiera echarnos un cablecillo —le dije regalándole una de mis sonrisas más radiantes—. Mi nombre es Ada y aquí, mi amiga Andrea y yo, necesitamos toda la ayuda que puedan prestarnos. —Nuevo lanzamiento de sonrisa luminosa y contagiosa.
—Conque de Granada, ¿eh? —Por fin, el señor mayor se liberó de la mala sensación—. Mi nieta estudia psicología allí y dice que no piensa volver a Málaga, que aquello es muy bonito. Aunque a mí no me engaña —dijo levantando un dedo y con cara de abuelo que lo sabe todo—, ¡seguro que se ha echado un novio! Esta juventud… Pero bueno, que no te quiero aburrir con los disgustos que me da mi nieta. —Estaba obviando por completo a Andrea, me hablaba solo a mí—. ¿Qué es lo que necesitas?
Miré a la inspectora de soslayo y me hizo un gesto con la cabeza indicándome que continuara.
—Pues verá, Juan —comencé—, resulta que tenemos un DNI expedido en el año 1979, y necesitamos encontrar al funcionario que lo tramitó.
Juan me escuchaba con las orejas bien abiertas.
—La mala pata es que el número de equipo y la fecha nos llevan a la comisaría de Coín pero… —Yo me limitaba a reproducir lo que me había contado Andrea—. Como usted bien sabe, en Coín ya no hay ni comisaría ni ná. —Bueno, lo reproducía a mi manera.
El policía soltó una risotada mientras Andrea me miraba boquiabierta. No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que no aprobaba el modo en que estaba contando a Juan lo del DNI.
—Pero ná de ná —contestó él en tono divertido—. Si es que ese acento granaíno… —añadió el buen hombre haciendo más patente su deje malagueño—. Pero me da a mí que habéis tenido suerte y que no vais a necesitar hablar con el jefe de DNI, quien, por cierto… —Y en ese momento sí que miró directamente a Andrea—. No ha venido esta mañana a trabajar a causa de una gripe.
Noté a la inspectora claramente irritada, pero se aguantó y no dijo nada.
—¿Puede usted ayudarnos entonces, Juan? —le pregunté con otra gran sonrisa en la cara para que volviera a centrar su atención en mí.
—Yo fui uno de los policías que vieron cómo se abría y se cerraba aquella comisaría en poco más de un año y, aunque ya estoy en eso que llaman «segunda actividad» y tengo que conformarme con expedir carnets hasta que me manden por fin a casa, han sido muchos años de trabajo y mucho lo que he vivido y lo que he aprendido.
Juan parecía haber decidido dar un rodeo para regalarle un pequeño «zas en toda la boca» a aquella joven e inexperta inspectora. Repitió varias veces las palabras «años» y «experiencia» antes de llegar a la información que nos interesaba.
He de admitir que di por bienvenida aquella charla. Después del comentario que me había hecho la inspectora sobre Enrico cuando estábamos en La Napolitana, fui consciente de que Andrea necesitaba buenas dosis de humildad.
—Como iba diciendo —continuó Juan—, en aquella época, en Coín había tres funcionarios de DNI. Uno de ellos, Pepe Cuadros, ya falleció. Que Dios lo tenga en su gloria —añadió elevando la mirada al techo—. Pero es que era ya muy mayor. Estaba a punto de jubilarse y por aquella época no existía la ley de maltrato a la mujer y, por tanto, tampoco la UPAP.[1]
»Los otros dos eran José Casas y Paco Criado —continuó—. José está ya jubilado y Paco… ¡Oye, Luis! ¿Dónde anda trabajando tu suegro? —preguntó dirigiéndose a uno de los funcionarios.
—¿Mi suegro? —repitió el tal Luis—. En la provincial de Málaga. Ahí lo tienes, el que decía que con cincuenta y siete se prejubilaba. Pues míralo al carajote, sesenta y un años y allí sigue, pringando como los demás —nos contó con acento gaditano.
Le dimos las gracias a Juan por su ayuda y salimos rumbo a la Comisaría Provincial de Málaga.
—Qué suerte, ¿verdad? —comenté a Andrea cuando íbamos de camino en el coche.
—Bueno, yo no creo en la suerte. Lo has hecho muy bien, Ada. Aunque en algunos momentos te hayas salido un poco del tiesto. —La inspectora sonrió.
—No ha sido nada, mujer —le dije—. Y, en lo referente al tiesto, no tienes ni idea de hasta qué punto puedo llegar a salirme. —Le guiñé un ojo y le saqué la lengua.
Andrea permaneció callada el resto del trayecto. Supongo que iría pensando en sus cosas; yo quise imaginar que estaba planteándose su actuación en la comisaría. Puede que tuviera que mantener las distancias, pero ¿ser tan excesivamente rígida? Y me quedo corta con lo de rígida. Si yo hubiese sido aquel policía, la habría tachado de pedante… O la habría mandado a la mierda.
—¿Sabes? —Interrumpí sus pensamientos—. Mi madre me dijo hace años que quienes más secretos movían antiguamente eran los curas, pero que hoy en día, si quieres estar al tanto de cotilleos y noticias, lo mejor que puedes hacer es acercarte a la barra de un bar o a un carrito de la limpieza. Ésa ha sido una de las mayores lecciones de mi madre: en esta vida, todo el mundo es importante.
Andrea desvió la mirada de la carretera para observarme un momento. No dijo nada. Sólo me miró y luego volvió a colocar sus ojos al frente.
—¡No me lo puedo creer! La inspectora Andrea en tierras malagueñas —dijo en voz alta una mujer morena de ojos oscuros y brillantes que caminaba sonriendo hacia nosotras—. Ya te vale, venir sin avisar…
Andrea y aquella mujer se dieron un fuerte abrazo y se olvidaron por completo de mi presencia. Mientras ellas se saludaban y hablaban de sus cosas, yo me dediqué a mirar a mi alrededor.
«Muy bien ubicada, pero la pobre tiene ya unos cuantos años», pensé al analizar lo poco que veía de la comisaría. Más tarde, cuando nos metimos en sus entrañas, añadí el apelativo «laberíntica» y, para terminar, acabé catalogándola de «pequeña». Esto último, no por apreciación propia, sino por un comentario que le hicieron a Andrea: «Se nos ha quedado pequeña».
—Ada, te presento a Elena Martín —me dijo la inspectora sacándome del interior de mi cabeza—. Estudiamos juntas en Granada las oposiciones para la Escala Ejecutiva —me explicó.
—Sí, bueno, lo malo es que mis treinta años estaban mucho más cerca que los suyos y al final tuve que entrar en el cuerpo por la Escala Básica —me aclaró Elena mostrándome una radiante sonrisa adornada con unos dientes perfectos y blancos—. ¿Es tu chica? —preguntó a Andrea como si yo no estuviera presente—. Es muy bonita —afirmó mirándome igual que si fuera una muestra.
¿Conoces los dibujitos japoneses? ¿Has visto alguna vez esa gotita que aparece en la sien de los personajes cuando quedan en ridículo o avergonzados? Pues esa misma escena fue la que apareció en mi cabeza tras la pregunta de Elena: una caricatura de Andrea con una gran gota en la sien y un leve tic en el labio superior. Lo de la gota fue invención mía, pero lo del tic te aseguro que no.
—Ejem… No. —Carraspeó—. No es mi chica y, hasta este preciso momento, creo que Ada ni siquiera sabía que me gustan más las mujeres que los hombres.
—¡Qué le vamos a hacer! Si es que sigo siendo tan indiscreta como siempre, querida amiga mía —le soltó Elena a Andrea, moviendo una mano para restar importancia al tema.
Tanto la inspectora como yo decidimos correr un tupido velo y nos acercamos a la cafetería de la comisaría a tomar algo.
Ya sentadas a la mesa, me enteré de que Elena era oficial de policía y trabajaba allí, en la Unidad de Investigación Científica de Málaga. Andrea y ella se conocieron siete años atrás y, por lo que pude ver, las dos eran grandes amigas.
De hecho, me sorprendió mucho ver a aquella inspectora con aspecto de estirada manteniendo con aquella mujer un trato tan cercano y distendido. Se la veía plenamente relajada, sonriendo abiertamente y gesticulando de un modo casi excesivo, comparándolo con la escasa expresividad a la que me tenía acostumbrada.
«Barreras», pensé.
¿Nos habríamos bloqueado la una a la otra con nuestras propias barreras? Porque estaba claro que jamás habíamos logrado traspasar la superficie. Observándolas, creí dar en aquel momento con el verdadero motivo: ella se protegía con frialdad y distancia; yo, en cambio, con calidez y sonrisas excesivas. Nos atraíamos amistosamente hablando, pero no habíamos logrado acoplar nuestras formas de protegernos.
Puede que si lo hubiésemos conseguido, nuestras conversaciones fueran mucho más cercanas, como la que mantenía en aquel preciso instante con Elena.
—¿Cómo está Antonio? —le preguntó Andrea.
—¡Muy bien! Currando como un mulo y con los despistes de siempre —respondió Elena—. ¿Y qué os ha traído por aquí?
«Pregunta delicada», me dije, así que decidí hacerme la loca.
—Voy a pedir otro café. ¿Os apetece algo más a vosotras?
Me quité de en medio con aquella excusa y, de paso, aproveché para llamar a Hugo.
Llevaba sin verlo desde que regresamos de Sevilla y el «Esto se ha acabado» que se había instalado en mi cerebro acabó creciendo hasta un «ESTO SE HA ACABADO». Supongo que era el temor a toparme con aquella realidad lo que me había impedido llamarlo dos días atrás y, también lo supongo, el hecho de que él no me hubiera mandado ni un simple mensaje había acabado intensificando mi miedo.
Estuve sentada junto a la barra un par de minutos, mirando fijamente el móvil y sopesando si debía o no ser yo quien lo llamara primero.
Finalmente decidí que sí. Yo la había cagado, aquella vez y muchas otras en el pasado, y debía ser yo quien diera el primero de los pasos hacia la reconciliación. Si es que aquella palabra era posible entre nosotros.
No puedes ni imaginarte lo mucho que me dolió que me rechazara la llamada. Y más hiriente fueron aún los mensajitos de WhatsApp que me envió para compensarlo.
Hugo: Estoy reunido.
Hugo: ¿Es importante?
Jamás había sido tan seco conmigo.
Sentí un pellizco en el estómago y lo interpreté como una mariposa más que acababa de morir en mi barriga. Si la cosa seguía así entre nosotros, al final, aquel revoloteo que sentía al verlo acabaría desapareciendo por completo.
Yo: No, tranquilo.
Yo: Sólo quería oír tu voz.
Yo: Estoy en Málaga, con Andrea.
Yo: Parece que lo de las lápidas avanza.
Yo: J
Hugo: Me alegro.
Hugo: Luego te llamo, si puedo.
Hugo: Un beso.
Definitivamente, él jamás había sido tan seco.
Cuando regresé a la mesa me sorprendió encontrarme a Andrea hablando abiertamente con Elena de lo de su hermano. Se lo había contado todo, incluyendo nuestro pequeño secreto del nicho destrozado y reconstruido.
La oficial pareció notar mi cara de pasmo al regresar porque cortó la conversación antes incluso de que me sentara.
—No le habías hablado de mí, ¿verdad? —preguntó Elena a Andrea, un poco molesta—. Desde luego, Andreíta, eres de lo que no hay —sentenció.
—No hemos tenido demasiadas oportunidades para hablar de temas personales —intenté mediar.
Elena se volvió hacia su amiga con la mirada penetrante para, acto seguido, dirigirse a mí otra vez.
—Bien, pues ya que hasta hoy no tenías ni idea de mi existencia, creo que debes saber, al menos, que esta inspectora con aspecto seco y estirado me salvó la vida hace tres años y que, por pantagruélica que pueda parecer cualquier cosa que me cuente… —Sonrisa y guiño para Andrea—… Yo siempre voy a estar dispuesta a ayudarla. Vamos, que si aparece en mi casa contándome que acaba de asesinar al presidente del Gobierno, lo único que querría saber es si ha pensado hundir el cadáver en un pantano o enterrarlo en cal viva en medio de cualquier monte.