32

«El Pintor», repetí en mi cabeza.

Entonces recordé la pintura del nicho de Jaén.

«¿Será la única?», me pregunté.

Algo en mi interior me dijo que no.

Una noche de sábado realmente intensa, sí señor. Noticias frescas en torno al caso de las lápidas y lleno total en el restaurante. ¿Qué más se podía pedir? Pues si hubiera podido pedir algo, habría preferido que las manos de plastilina de Cristina no hubieran roto tantos platos.

La llamada de Andrea llegó poco antes de que comenzara a entrar gente al local.

—Cien lápidas, Ada —me dijo al descolgar—. Cien malditas lápidas.

Cuando la inspectora se presentó ante Remigio Casas y le preguntó sobre las lápidas, éste no quiso soltar prenda en un principio. Sin embargo, después de dejarle bien claro que su delito había prescrito y tras hacerle promesas de esas que, pensaba yo, sólo se hacían en las películas y en las series de televisión, consiguió que hablara.

La confesión no empezó demasiado bien porque, al igual que había ocurrido con José Casas, Remigio tampoco conocía la identidad del hombre que lo había contratado. Aunque, en su caso, se había encontrado con él dos veces.

—Dice que no lo vio bien porque en las dos ocasiones llevaba una gabardina con las solapas hacia arriba y un sombrero. Está seguro de que se trataba de un hombre joven, de unos veintitantos años, y lo que más le llamó la atención fue una cicatriz bastante marcada en el labio inferior —me explicó Andrea—. «Como si le faltara un trozo de labio», según palabras textuales.

—Una cicatriz como ésa es un rasgo bastante distintivo —afirmé.

—Tienes razón, pero es lo único que tenemos —se quejó ella—. Le pregunté cómo estaba tan seguro de que se trataba de un hombre tan joven y me respondió que por su voz y por sus hechuras. O sea, que lo de la edad no me ha parecido un dato demasiado fiable.

Andrea me contó que la primera vez que el dueño de las lápidas y Remigio se encontraron fue en un callejón. Por lo visto, el tipo explicó al primo de José Casas que llevaba algunos días siguiéndolo y que, si él quería, podría dejar de robar carteras durante bastante tiempo.

No sabía cómo, pero el hombre misterioso conocía la relación de parentesco entre José y Remigio. También estaba al tanto de los problemas del primero con el juego.

—Tampoco hubo casualidades en esto —puntualizó Andrea—. Está claro que los quería a los dos porque, juntos, podían darle lo que necesitaba.

Según contó Remigio, el pago por su trabajo fue equivalente al de su primo. Además, le explicó con todo detalle en qué consistió su parte del encargo.

Tras obtener el DNI con la identidad falsa, comenzó un tour de seis meses por toda España. Una extraña gira perfectamente organizada, con el único objetivo de adquirir las cien lápidas a prenecesidad.

En el hotel de cada ciudad, horas antes de partir, siempre encontraba en recepción un sobre con todo lo necesario para llegar a su nuevo destino y cumplir con su cometido. Billetes de tren o de avión, horarios de autobuses, lugar en el que se hospedaría, cementerio al que debía dirigirse y número de nicho que tenía que comprar. Todo ello junto con efectivo suficiente para realizar la compra y abonar los gastos de su estancia.

Tras arreglar los papeles de la adquisición del nicho, Remigio Casas debía encargar una lápida con bisagras y una cerradura muy concreta. Sobre la lápida, pequeños floreros atornillados en las esquinas y, hecha con letras metálicas, la inscripción: «“El mejor olor, el del pan; el mejor sabor, el de la sal; el mejor amor, el de los niños”, Graham Greene».

A continuación, debía dirigirse a una de las mejores floristerías de la localidad para encargar sendos ramos de margaritas que debían ser sustituidos rigurosamente cada semana. Dejaba pactados pagos anuales por adelantado, por encima del verdadero precio del servicio que estaba solicitando, para asegurarse de que todo marchara bien al cabo de los años.

—Vale, ya sabemos qué hizo Remigio y cómo lo hizo —dije—. ¿Sabemos cuándo se encontró por segunda vez con ese hombre? ¿Fue en el momento del pago?

—No —respondió Andrea—. Los pagos se llevaron a cabo del mismo modo que con José Casas: se hicieron en una de las papeleras de la sección de caballero de Cortefiel. Dos pagos de mil billetes de diez mil pesetas, uno por adelantado y el otro tras la entrega de los documentos.

—¿Los documentos? —pregunté.

—Sí, las copias de los contratos de todos los nichos y de las floristerías. Los dejó en un apartado de correos. Remigio Casas no ha sido capaz de recordar el número —dijo con fastidio.

—Entonces… ¿dónde volvieron a verse?

—En Madrid —me dijo—. Por lo visto, a Remigio se le ocurrió hacer una paradita en uno de los puticlubs de la ciudad, justo después de llegar a su nuevo hotel. Se encontró a ese tipo en el aparcamiento de la «casa de citas» y, según me ha contado, el individuo misterioso le recordó, muy educadamente, el motivo por el que había viajado hasta allí y lo importante que era que se centrase en su cometido. Le sorprendió tanto que lo hubiera seguido que no volvió a pensar en putas hasta que todo hubo terminado.

Le di algo de tiempo a mi cerebro para procesar toda aquella información y me extrañó que la voz de Andrea sonara tan desilusionada.

—Pues yo creo que tenemos más datos de los que pensamos —apunté.

—A ver, sorpréndeme —me retó Andrea.

—Lo primero de todo, sigo haciendo hincapié en el factor «dinero» —comencé—. Ese tipo se gastó una pasta gansa en la compra de las lápidas y en todo lo relacionado con ellas. Lleva pagando más de treinta años por ramos de margaritas frescas para cien nichos diferentes. ¿Te has parado a pensar cuánto cuesta eso? Y, a todo esto, puede que encontremos alguna información sobre él en esas floristerías, porque no creo que Remigio haya seguido abonando anualmente esos pagos. Alguien ha debido de hacerlos.

Andrea me dio la razón y lo anotó como tarea pendiente.

—Otra cosa que sabemos es el escrupuloso control que llevó nuestro hombre en todo el proceso. Debió de seguir a Remigio en todos sus viajes, encargándose de entregar personalmente el sobre en la recepción de cada hotel y asegurándose de que no traspasara el umbral de ninguna casa de putas —le expliqué—. O sea, que buscamos a un hombre cuidadoso sobremanera.

»Y, por último, pienso que el comprador compulsivo de nichos vive o vivió en Málaga, o bien tiene alguna relación estrecha con la provincia.

—¿Por qué crees eso? —preguntó con interés Andrea.

—Pues porque ese tipo necesitaba a un funcionario que expidiera la identidad falsa que quería y a un ladronzuelo de poca monta al que poder manejar a su antojo. Supo localizar al equipo perfecto: un funcionario desesperado por sus deudas a causa del juego y a su primo, el delincuente robacarteras, ambos incapaces de decir que no a tantísimo dinero —le razoné—. Y no sólo por eso: los pagos en Cortefiel, la comisaría de Coín a punto de cerrar… Demasiados detalles difíciles de averiguar si la zona no te es familiar.

—En fin, que buscamos a un hombre con muchísimo dinero, con una mente extremadamente controladora, que en los años ochenta debía de vivir en Málaga y que tiene una cicatriz en el labio inferior —resumió Andrea.

—Así es —concluí.

—Pue sí, en algo hemos avanzado, pero ¿tienes idea de lo tremendamente complicado que es realizar esa búsqueda si el tipo no está fichado? —Su tono era un pelín exacerbado—. Y aunque esté fichado, es una locura.

—Supongo que es dificilísimo. —Le di la razón—. Pero es lo que tenemos.

Permaneció un instante en silencio, no sé si poniendo algo de orden a sus ideas o si planteándose arrojarse por algún puente.

—Bien, te diré lo que vamos a hacer. Mañana mismo te vienes bien temprano a la comisaría para que pueda tomarte declaración. Tendrás un e-mail por la mañana especificándote qué cosas puedes decir y cuáles no. Lo último que querría es que invalidasen tu testimonio por haberte atribuido funciones puramente policiales, siendo investigadora privada —me explicó—. Pediré a mis chicos que busquen entre los fichados a un varón de entre cincuenta y sesenta años que haya nacido o residido en la provincia de Málaga y que tenga una cicatriz llamativa en el labio inferior. No sé ni cómo se me ocurre comprobarlo; va a ser como buscar una aguja en un pajar —refunfuñó—. Y por último, voy a encargarme de lo que creo que puede aportar más pistas: mañana mismo, por la tarde, pretendo judicializar el caso. Necesitamos localizar el resto de las lápidas y abrirlas todas cuanto antes.

Yo no tuve nada que objetar. Es más, mi trabajo, tras la declaración al día siguiente, había terminado por el momento. Andrea acudió a mí para que recabara toda la información posible en torno a esas lápidas con el objetivo de encontrar indicios claros de delito. Y era eso lo que había hecho. Ahora tendría que contenerme y dejarla trabajar en paz.

—Ah, y algo más. Casi se me olvidaba… —Andrea interrumpió mis pensamientos—. Según Remigio, el hombre a quien buscamos se hacía llamar el Pintor.

«El Pintor», repetí en mi cabeza.

Entonces recordé la pintura del nicho de Jaén.

«¿Será la única?», me pregunté.

Algo en mi interior me dijo que no.

Cuando colgué el teléfono ya había dos mesas ocupadas y la pobre Cristina parecía tan fuera de lugar como una langosta en pleno desierto, con sus tacones de diez centímetros, con su melena dorada vibrando por encima de sus senos y con aquel delantal de camarera.

—Eres la mejor amiga del mundo —le dije con una gran sonrisa en la cara—. Venga, ¡a trabajar!

Y entre comandas, cuentas y algún que otro sobresalto a causa de no pocos platos rotos, la noche pasó volando.

Enrico surgió del pasillo a eso de las once. Fue cuando me di cuenta de lo cansado que estaba realmente. Apareció con la cara marcada aún por el sueño y con una patente resaca.

—Anda, márchate a casa, aquí está todo controlado —le dije justo en el momento en que se oyó un nuevo plato estrellarse contra el suelo—. Hazme caso, márchate, si no quieres que acabe dándote un ataque al corazón. Ya me encargo yo de la loca de pelo rubio.

Protestó, pero al fin logré que se fuera. Enrico necesitaba reponer fuerzas y yo estaba casi segura de que podría evitar la destrucción total del restaurante.

Más tarde, cuando todo el mundo se hubo marchado, Óscar salió de la cocina y abandonó La Napolitana tan silencioso como había llegado. Cristina y yo nos sentamos a la barra con una botella de Egomei, mi vino favorito, y nos metimos de lleno en la charla que nos habíamos prometido.

Hablamos un poco de todo, aunque el grueso de la conversación se lo llevó Hugo.

Para mi sorpresa, Cristina también me habló de momentos. En eso coincidió totalmente con Andrea: «Puede que no sea vuestro momento», me dijo.

Pero si hubo algo que realmente me sirvió de aquellas horas cargadas de vino y de palabras fue una frase que, aunque sólo fuera un poquito, me ayudó a confiar más en que todo acabaría yéndome bien. Mi amiga me aconsejó que dejara de culparme porque estaba segura de que yo no lo hacía tan mal como pensaba.

—Antes de morir, mi madre me dijo algo que no olvidaré en la vida —me explicó Cristina con la carita teñida de recuerdos—. Yo tenía mucho miedo y no era capaz de imaginarme mi vida sin ella. Se lo confesé una tarde en el hospital, y ella me respondió con aquella entereza que la caracterizaba: «Tienes un cerebro en la cabeza y un par de pies dentro de los zapatos, así que, tranquila, sabrás hacia dónde tienes que caminar». Y tenía razón. —Sonrió—. Me he equivocado muchas veces en la vida, pero siempre he sabido recuperar mi camino y rehacerme por completo. Créeme, Ada, tú también sabrás hacia dónde caminar.

Subí la escalera del bloque con la cabeza dándome vueltas. Habíamos acabado con la botella de vino, y no había sido capaz de darme cuenta hasta el momento de ponerme en pie. Aunque no era sólo el alcohol lo que hacía tambalearse a mi cuerpo; me pesaba mucho más el agotamiento.

Soñaba, peldaño a peldaño, con el mágico reencuentro entre mi camita calentita y yo. Lo único en lo que podía pensar era en el sueño.

Estaba tan lacia…

Tan cansada…

Tan…

¿Descolocada?

—Hola —me saludó.

La laxitud de mis miembros desapareció de golpe cuando me encontré a Hugo sentado en el suelo, junto a la puerta de mi piso.

—¿Qué haces ahí sentado? ¿Te has olvidado las llaves? —le pregunté.

Sabía de sobra que las llevaba en algún bolsillo. Era sólo que ya no consideraba que aquélla fuese su casa.

—Necesitaba verte —me contestó estando aún en el suelo.

Cuando me senté a su lado tenía una ligera taquicardia. Me rodeé las rodillas con los brazos, buscando desesperadamente contener mis emociones. Temía que, teniéndolo por fin cerca, sintiendo su presencia, su calor, toda la determinación que había ido acumulando aquellos días… pudiera desaparecer.

—Siento no haberte llamado, pero…

Nos interrumpieron los vecinos del tercero. Subían tan acaramelados por la escalera que no pude evitar evocar aquellos días nada lejanos en que Hugo y yo caminábamos así allá a donde fuéramos.

Sentí que mi valor iba perdiendo fuerza a pasos agigantados. La decisión firme que había tomado después de mi charla con Cristina ya no parecía tan firme, cuando comenzaban a sumarse todos aquellos recuerdos.

—¿Quieres pasar? —le pregunté sin haberlo decidido y arrepintiéndome al instante de haberlo dicho.

Fuimos directos a la cocina y allí, antes incluso de poder ofrecerle algo para beber, se me echó encima. Lo movían una ansiedad y una violencia que, de nuevo, me encendieron como un mixto de pólvora.

—No consigo masturbarme si no pienso en ti —me susurró con lascivia al oído.

Me cogió en volandas y me sentó sobre la encimera.

Se refugió por un instante en el hueco de mi cuello, al abrigo de mi pelo, y esnifó profundamente mi aroma.

Luego lo venció la prisa. Me dejó desnuda de caderas para abajo, sintiendo el implacable frío de la encimera en contacto con mis glúteos, pero con un calor intenso invadiendo todo mi centro.

Él dejó que su ropa le resbalara hasta los tobillos, tiró de mis caderas hacia el borde de la superficie de granito y, entonces, me folló.

Lo hizo como nunca lo había hecho, sin dejarme mover ni un miembro. Aprisionó mis muñecas a mi espalda con la mano izquierda y, con la otra, se dedicó a masturbarme con el pulgar a la vez que entraba y salía de mí con violencia.

Mordía mi cuello y me besaba con urgencia. Pero no me miró a los ojos, al menos no como solía hacerlo. Fue como si quisiera esquivar mis pupilas para evitar reconocerme… o reconocerse a sí mismo.

Fuera complicidad.

Las palpitaciones previas al orgasmo.

Fuera ternura.

El estallido entre mis ingles que desgarra mi garganta.

Fuera todo…

Las sacudidas de su clímax que revientan en mi interior.

… Salvo el sexo.

Un sexo excitante y brutalmente placentero, pero, al fin y al cabo, sólo eso…

Sólo sexo.