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Elena localizó el mausoleo de Alberto Adarre en el cementerio de San Miguel. Estaba catalogado como uno de los panteones de personajes ilustres del camposanto.
De camino hacia allí, recibí un par de mensajes de WhatsApp.
Bruno: ¿No te habrás vuelto a escapar?
Bruno: Voy a salir a dar una vuelta, ¿nos vemos para comer?
Yo: No tenía intención alguna de escaparme. F
Yo: He salido temprano, pero supongo que volveré en un rato. Te llamo cuando haya terminado. Estaré encantada de almorzar contigo.
Cuando llegamos al cementerio, el encargado de las instalaciones nos estaba esperando. Nos acompañó hasta el impresionante panteón de Alberto Adarre y cuando intentó localizar la llave del candado para abrirlo se dio cuenta de que no la tenía.
«¿A alguien le extraña lo del candado a estas alturas?», bromeé conmigo misma, recordando el nivel de control que el Pintor había mantenido todos aquellos años. Resultaba hasta lógico que, si aquél iba a ser el escenario de su obra culmen, se asegurara de que nadie visitara el interior del panteón de su padre.
—No se preocupe, ya nos encargamos nosotras —excusó la inspectora a aquel señor y le pidió que nos procurara la máxima tranquilidad posible.
Muy obediente, aunque algo fastidiado, el encargado se alejó de nosotras para controlar el flujo de gente hacia aquella zona.
Andrea sacó una cizalla de la bolsa negra que llevaba encima y cortó el candado con facilidad.
—¿Por qué me miras así? —me preguntó.
—No, por nada, esperaba que abrieras el candado con uno de tus ganchillos para el pelo —bromeé, recordando mi anterior experiencia con ella y con una cerradura.
Al entrar, nos encontramos con un espacio abierto y diáfano. Mucho más luminoso de lo que había esperado al otro lado de aquella puerta opaca.
—Aquí no hay nada —dijo Andrea, dejando que le venciera demasiado pronto la decepción.
—Nena, espera un poco, a lo mejor encontramos algo.
Y vaya si lo encontramos. Tras el pequeño altar que había al fondo de aquella sala nos topamos con una estrecha escalera que se perdía, hacia abajo, en la oscuridad.
—Tomad linternas —nos dijo Elena ofreciéndonos una a cada una—. Yo espero aquí fuera. Lo de meterme en una tumba no es la ilusión de mi vida.
«Una vez eliminado todo lo imposible, la verdad está en lo que queda, por improbable que parezca», vino a mi mente de nuevo aquella frase de Sherlock Holmes.
Descendimos lentamente, iluminando cada paso con la luz de las linternas. Peldaño tras peldaño, la oscuridad se iba haciendo más intensa y los pequeños focos que llevábamos en la mano cada vez fueron más necesarios.
Nunca había descendido a las entrañas de un mausoleo, pero lo que fui encontrando no se parecía en nada a lo que habría esperado.
Ausencia de humedad en el ambiente.
Una atmósfera limpia y bien ventilada.
Quizá un leve aroma a disolvente.
Tras aquel breve descenso, una amplia sala se abrió frente a nosotras.
Era lo suficientemente grande para que la luz de las linternas no la abarcara por completo.
—Ada, creo que es él —me dijo Andrea, señalando un bulto en uno de los laterales y manteniendo una templanza en la voz digna de admiración; parecía el cuerpo desnudo de un hombre—. Busca un interruptor… o algún tipo de iluminación. Si Andrés pretendía encerrarse a acabar aquí el cuadro, necesitaba poder ver con claridad.
Le hice caso, tratando de no pensar demasiado en aquel pobre hombre tendido en el suelo. Me centré en aquellas paredes y en su oscuridad, pese a la luz de la linterna lamiendo su superficie.
Descubrí con el corazón helado una macabra exposición en torno a la tumba de Alberto Adarre.
Los trofeos del Pintor.
Cajas en el suelo con nombres y fechas.
Cuadros en las paredes que inmortalizaban para siempre unos pobres cuerpos inertes.
«1981, 12 años».
«1982, 13 años».
«1983, 14 años».
…
Rostros angelicales, durmientes.
Cuerpos inertes en posturas antinaturales.
Carne muerta sobre lechos coloridos e impactantes.
—¡Ada! ¡Reacciona! ¡Necesito luz!
Las voces de Andrea me sacaron de la tétrica pesadilla. Ella ya estaba inclinada sobre el cuerpo.
Al fin lo localicé.
—¡Aquí está! —exclamé al pulsar el interruptor.
Aquella luz cegadora me obligó a cerrar unos segundos los ojos. Al recuperar la visión y mirar a mi alrededor, tuve la sensación de estar dentro de un búnker. El cuadro inacabado permanecía oculto bajo una sábana en una de las esquinas de la sala, a escasos metros del hijo del modelo.
—¿Está muerto? —pregunté al cabo de unos segundos.
—Tiene pulso, pero muy débil —respondió Andrea—. Ve arriba, y di a Elena que pida una ambulancia y que llame a mi equipo para que se lleve todo esto. Julián, ¿puede oírme? —dijo dirigiéndose al hijo del modelo; yo ni siquiera sabía que se llamara como él.
Salí de allí corriendo para hacer lo que Andrea me había pedido. La dejé cubriendo el cuerpo desnudo de Julián y deseé con todas mis fuerzas que lograra recuperarse de aquello.
«Se acabó —me dije al salir del panteón—. Por fin se acabó».
Entonces fui consciente de que aún quedaba el peor trago para Andrea: encontrar el cuerpo de su hermano.
Bruno y yo regresamos a Granada aquella misma tarde, después de un maravilloso almuerzo en uno de los restaurantes del centro. Al verme de nuevo en mi ciudad, feliz por todo lo que había hecho por Andrea, decidí olvidarme del Pintor y disfrutar de unas horas de paz y relajación.
Por supuesto, la experiencia me ha enseñado que, cuanto más empeño pones en estar tranquila, más frenética acaba siendo tu vida.
—¿Me dejas en La Napolitana? —pedí a Bruno.
Me apetecía pegarle un achuchón a Enrico después de todo lo que había ocurrido.
Cuando me bajé del precioso Lotus me extrañó muchísimo encontrarme bajado el cierre del restaurante. Había un cartel colgado en el centro: «Sentimos no poder atenderles esta noche».
—¿Cómo? —dije en voz alta. No entendía nada.
Me di cuenta de que el cierre no estaba cerrado con llave y decidí levantarlo para averiguar qué pasaba. No oí ruido en el interior, salvo el normal de las cámaras frigoríficas y del resto de las máquinas.
—¿Hola?
Al principio no vi a nadie allí dentro.
Poco después vi a Carmina; estaba sentada a una de las mesas de la esquina. Sujetaba con una mano una copa de vino y tenía la mirada perdida en el vacío.
—¿Pasa algo, Carmina? —pregunté, pero no pareció oírme—. Carmina…
Reaccionó cuando notó el contacto de mi mano sobre su hombro.
—No tenía que habérselo contado, Ada —me dijo, envuelta en un halo de ansiedad, culpa y decepción—. No debí habérselo dicho.
—¿De qué estás hablando, Carmina? —le pregunté temiéndome lo peor.
—Hace dos días ingresaron a Gennaro —me explicó—. He permanecido a su lado en todo momento… hasta que hoy me lo ha confesado. —Respiró hondo, como intentando controlarse el llanto—. No he podido soportarlo y me he marchado de allí.
—¿Qué es eso que te ha confesado, Carmina? ¿Dónde está Enrico? —le pregunté, nerviosa.
—Le he contado que fue mi abuelo quien mató a su familia. —Las tripas me dieron un vuelco al oír aquello—. Ahora ha ido a por él. —Carmina rompió de nuevo a llorar—. Se ha llevado un arma, Ada. Lo va a matar. —Y continuó llorando.
—¡Me cago en la puta, Carmina!
Salí pitando de La Napolitana, después de averiguar en qué hospital y en qué habitación habían ingresado al maldito mafioso de los cojones.
Pedro Antonio de Alarcón, esquina con Sócrates.
Primera llamada de teléfono. Enrico no lo coge.
Pedro Antonio de Alarcón, esquina con Pintor Velázquez.
Segunda llamada. Rechazada.
Camino de Ronda, a la altura de plaza Einstein.
Primer mensaje.
Yo: Enrico, no lo hagas.
Camino de Ronda, esquina con Julio Verne.
Sin respuesta al mensaje.
Tercera llamada. Teléfono apagado o fuera de cobertura.
Camino de Ronda, esquina con avenida de Andalucía.
Sin aliento. Las lágrimas nublándome la vista. La ansiedad oprimiendo mis pulmones e instándome a parar.
Nuestra Señora de la Salud. La calle. El hospital.
Llegué allí ahogada por la desesperación. Envenenada por la certeza de no poder hacer nada. Convencida de que lo había perdido.
Mi aliento y mi empaque se habían quedado atrás. Mi corazón tenía miedo a seguir adelante.
—¡Enrico! —grité al verlo salir del hospital—. ¿Qué ha pasado, Enrico?
No hubo respuesta. Una cínica sonrisa tatuaba su cara.
—¿Qué has hecho? —dije antes de salir corriendo de nuevo.
Pasillo.
Escalón.
Escalón.
Escalón.
Aquellos peldaños se me hicieron eternos.
Cuando llegué a la segunda planta me encontré un revuelo por los pasillos.
—Ha sido visto y no visto —oí decir a una enfermera.
—Y salió tan tranquilo, como si no hubiera pasado nada —oí de boca de otra.
Aligeré el paso con toda la seguridad que fui capaz de reunir.
Tenía el corazón en la boca cuando por fin llegué a la habitación en la que se suponía que estaba el viejo.
«Por favor, por favor, por favor, por favor…», repetía mi cabeza.
Al girar el pomo y abrir la puerta, suspiré de alivio al encontrar a Gennaro con vida. Osito y Ratoncito estaban siendo atendidos por un par de enfermeras. Les habían pegado una buena paliza.
—Señorita, pase, por favor —me dijo Gennaro con la voz apagada y una profunda huella de derrota en la cara.
Entré en la habitación sin comprender muy bien qué había ocurrido.
—Está usted vivo… —Me salió de forma espontánea.
—Eso parece.
—No ha querido matarlo —concluí con sorpresa—. No ha querido matarlo. No le ha dado lo que usted quería.
—No —admitió.
Él estuvo a punto de seguir hablando, pero me negué a dejar que me embaucara de nuevo.
—Descanse en paz, don Gennaro —le dije.
Y me marché de allí.
Al salir del hospital, Enrico me esperaba en la acera de enfrente, apoyado en una de las columnas de los soportales. Se mantenía semioculto, observando a una pareja de policías que entraba en el hospital para comprobar qué había pasado. Algo me dijo que ni a Gennaro ni a sus pobres perros apaleados les interesaba dar detalles a los agentes.
Los dos reaccionamos al vernos. Él con impaciencia, aguardando. Yo, con prisa, avanzando hacia los soportales.
Respiré por fin, aliviada al tenerlo allí delante, tan imponente como siempre, tan socarrón como de costumbre, aunque con un temblor y un temor inundando su cuerpo que tardarían días en desaparecer.
—He estado a punto de hacerlo —me confesó.
—Pero no lo has hecho —le dije yo.
Y tras aquella breve charla en la que nos dijimos mucho más con la mirada que con palabras, me dio un fuerte abrazo de oso que me llenó de nuevo el alma.
Enrico estaba sano y salvo, aun sin saber si había hecho bien o no al dejar al viejo con vida, pero con una creciente sensación de venganza cumplida.
No tuvo que esperar demasiado para convencerse de que aquello había sido lo correcto. Gennaro acabó muriendo, y murió sufriendo.
Solo.
Su corazón envenenado no se dejó vencer fácilmente. Aguantó el avance del cáncer hasta quedar completamente podrido por dentro. Hígado, páncreas, bazo, pulmones… y huesos. Su mala sangre regó y sembró cada recoveco de su maltrecho cuerpo con la simiente de la muerte.
Y del dolor.
Ese dolor que lo mataría desde dentro y que acabaría comiéndose todo su seso.