28
Gritos, gritos y más gritos inundaron mi cabeza.
«¡Déjalo marchar a tiempo!»
«¡No seas egoísta y déjalo marchar en paz!»
Mierda de cabeza.
Mierda de conciencia.
Elena nos acompañó a la oficina de DNI y se encargó de presentarnos a Paco Criado, quien pareció encantado de atendernos y de poder pasar un rato recordando viejos tiempos.
Antes de explicar en detalle el motivo de nuestra visita, Andrea puso la fotocopia del DNI sobre su mesa. El funcionario no mostró el más mínimo síntoma de sorpresa. De hecho, pareció realmente sincero cuando negó haber sido él quien había expedido aquella identidad falsa. Incluso aportó una información lo bastante valiosa para llevarnos a las tres a pensar que estaba diciendo la verdad.
![](/epubstore/P/C-Penalver/El-Juego-De-Los-Cementerios/OEBPS/Images/musica.jpg)
—Pues estamos apañadas —solté en voz alta cuando salíamos por la puerta de la comisaría.
Según Paco Criado, durante los traslados de material desde la oficina de Coín, antes de que ésta se cerrara, alguien se dio cuenta de la desaparición de un taco de soportes de DNI. Al oír aquello, a Andrea y a mí casi se nos salen los ojos de las cuencas por la sorpresa, pero cuando quisimos saber quién había notado esa ausencia, el funcionario nos aseguró que había sido Pepe Cuadros.
«¡Cómo no! —pensé yo—. Justo el único de los tres que está muerto».
Al parecer, dedujeron que los soportes debían de haber acabado en alguna de las cajas de material para tirar y decidieron hacer la vista gorda para que no trascendiera demasiado el incidente.
—Una de dos —dijo Andrea cuando llegamos al coche—. O este hombre miente muy bien y no piensa soltar prenda, o lo que dice es verdad y fue Pepe Cuadros quien falsificó el carnet.
—Pues anda que si fue el muerto, bendita suerte hemos tenido —concluí.
—No adelantes acontecimientos, Ada. A ver si Elena es capaz de localizar el domicilio del funcionario jubilado y quemamos con él nuestro último cartucho —me dijo—. En este trabajo hay que tener mucha paciencia y, aun poniéndonos en lo peor, ya tenemos datos suficientes para judicializar y tirar para adelante con este caso. Lo del DNI es un plus.
Nos metimos en el coche; pretendíamos hacer tiempo hasta que Elena acudiera al aparcamiento con algo que pudiera servirnos.
—¿Es tu ex novia? —le pregunté a bocajarro.
Para mi sorpresa, Andrea no pretendió cambiar de tema como solía hacer cuando aparecían preguntas personales en nuestras conversaciones.
—No, ¡qué va! —me respondió riendo—. A Elena le han gustado de siempre demasiado los hombres, y yo, cómo decirlo…, tengo otros gustos. —Parecía relajada hablando de aquello conmigo—. No sé muy bien por qué pero, al poco de conocernos, se convirtió en una hermana para mí. Supongo que porque las dos lo hemos pasado mal y porque nos encontramos en el momento en que ambas necesitábamos un buen apoyo.
No me dio más detalles sobre el pasado de su amiga Elena, pero sí que se divirtió muchísimo contándome las juergas que se habían pegado juntas. Me explicaba cómo echaban a suertes lo de elegir el ambiente por el que moverse.
Le brillaban los ojos al hablar de Elena y se sentía realmente feliz viendo que su amiga había encontrado por fin al hombre que le daba justo lo que necesitaba.
—Ella siempre ha querido un hombre que la haga reír, con quien poder comprarse una casa y fundar una familia.
De pronto, Andrea quedó engullida por el silencio. Y por los pensamientos.
—La envidio, ¿sabes? —me confesó con el rostro bañado por el anhelo—. Yo jamás podré tener lo que tiene ella. —Hizo una breve pausa y se golpeó la frente con los nudillos como quien está llamando a una puerta—. Mi cabeza siempre acaba estropeándolo todo.
Me dolió mucho sentirme fiel reflejo de sus palabras y de sus sentimientos, y me animé a admitirlo por fin en voz alta en compañía de alguien que parecía poder entenderme.
—Pues ya somos dos… En estos días me estoy dando cuenta de que el amor no es suficiente. Y mira que lo tengo claro —dije mirando al frente—. Quiero tanto a Hugo que a veces hasta me duele, pero no consigo cambiar eso que anda mal en mi cabeza. No logro darle lo que quiere.
—¿Y te has parado a pensar en que quizá no sea vuestro momento? —Me quedé perpleja con aquella pregunta—. Han pasado ya seis años desde que perdí a la única mujer que he amado en toda mi vida… Aún hoy sigo soñando con ella. Y es ahora cuando estoy siendo consciente de que ninguna de las dos estábamos preparadas en aquel entonces para estar juntas.
Nunca me había parado a pensar en aquello y, mirándolo de aquel modo, deteniéndome a analizarlo por un momento, lo cierto es que acabé encontrando demasiado sentido a sus palabras.
La vida está cargada de momentos.
Miles de momentos.
Momentos para crecer.
Momentos para temer.
Momentos para odiar.
Y momentos para amar… Para cuidar y ser cuidado.
¿Era posible que Hugo y yo no estuviéramos acompasados? ¿Estábamos en momentos diferentes de nuestras vidas?
Fue muy duro para mí plantearme aquello porque, pese a no encontrarme en la etapa de cuidar y ser cuidada, pese a entender el amor de un modo más bien desequilibrado, si cualquiera me hubiera preguntado por mi futuro ideal, mi respuesta siempre habría sido la misma: viajando en moto, arrugadita como una pasa y cargada de energía, junto a mi eterno compañero de vida, Hugo.
—¿Y qué haces cuando eso ocurre? —le pregunté, tragándome el llanto y la angustia.
—Pues, al igual que tú, no me considero la más adecuada para dar consejos, pero si tuviera que darte uno, te diría que no hagas lo mismo que hice yo. —Su voz estaba conmigo; sus ojos, perdidos muy hondo en sus recuerdos—. Si de verdad lo quieres, no lo destroces. Déjalo marchar a tiempo.
Gritos, gritos y más gritos inundaron mi cabeza.
«¡Déjalo marchar a tiempo!»
«¡No seas egoísta y déjalo marchar en paz!»
Mierda de cabeza.
Mierda de conciencia.
![](/epubstore/P/C-Penalver/El-Juego-De-Los-Cementerios/OEBPS/Images/musica.jpg)
Cuando regresó Elena, la primera lágrima ya había alcanzado el vértice de mi barbilla.
—¡La tengo! —exclamó mostrándonos el papelito que guardaba en una mano.
He de reconocer que Andrea se recompuso mucho antes que yo. De hecho, cuando la miré, parecía como si hubiéramos estado hablando del precio del pan.
—¿Estás bien, Ada? —quiso saber Elena—. Parece que has llorado.
Sí que era indiscreta… casi tanto como yo.
—No te preocupes, estoy bien —aseguré—. Son tonterías mías, nada más.
Elena abandonó su posición junto a mi ventana y se subió en la parte de atrás del coche.
—Os acompaño —dijo—. Le he pedido a mi jefe esta última hora y soy libre para el resto del fin de semana.
«Fin de semana —pensé—. ¿Qué tenía yo pendiente para este fin de semana?»
Cuando me acordé, casi salto del coche en marcha como penitencia por mi mala cabeza. Había prometido a Flor que cuidaría de Tulipán para que ella pudiera irse tranquila de viaje a París.
—¡Pobre Flor! —dije en voz alta—. Es la primera vez que olvido algo tan importante para ella.
Cogí el teléfono a toda prisa y me di cuenta de que tenía dos llamadas perdidas suyas.
—Hola, preciosa —le dije nada más descolgar.
—Mi niña, ¿dónde estás? —me preguntó—. Me quedan dos horas para salir y comenzaba a estar preocupada.
—Flor, estoy fuera por trabajo, pero no te preocupes que voy a llegar a tiempo para cuidar de la pequeña bolita de pelo —dije para tranquilizarla—. Lo único es que no podré llevarte al aeropuerto porque llegaré con retraso. Déjame a Tulipán en casa con todas sus cositas y con una pequeña lista de instrucciones y cógete un taxi para el aeropuerto. Te prometo que te lo compensaré con un exquisito pastel.
—¿Estás segura? Puedo irme en otro momento si te viene muy mal —me dijo con sinceridad.
—¡Ni hablar! —le respondí—. Jamás desperdiciaría la oportunidad de pasar un fin de semana con Tulipán. Además, tendrás que mandarme muchas fotos desde la Torre Eiffel.
«Salvada por la campana», pensé justo cuando colgué el teléfono. No había sido capaz de preparar el mejor de los escenarios para el primer viaje de Flor después de muchos años de soledad, pero al menos había logrado que se quedara conforme y tenía algo muy claro: la iba a compensar por aquello.
¡Al rico pastel!
«¿Lo ves? —me interrumpió mi cabeza—. Realmente son momentos, porque ¿cuándo has hecho tú algo así por Hugo?»
En efecto.
Maldita cabeza.
Y maldita conciencia.
![](/epubstore/P/C-Penalver/El-Juego-De-Los-Cementerios/OEBPS/Images/musica.jpg)
Antes de acudir a visitar al funcionario jubilado, viendo que no eran horas de meternos en casa de nadie a hacer preguntas, paramos para tomar un almuerzo ligero.
Elena nos llevó a un pequeño restaurante llamado Lechuga, muy cerca de la plaza de la Merced y de la vivienda de José Casas. Probablemente, de no haber ido acompañada, jamás me habría metido en aquel lugar, porque desde el exterior me pareció un espacio de lo más oscuro. Y nada más lejos de la realidad: su interior era acogedor y muy original, con un mobiliario hecho a partir de puertas y ventanas de madera maciza que, tras una buena restauración y sus correspondientes patas, acabaron convertidas en fantásticas mesas y sillas. Suelos de terrazo decorado y paredes de un color naranja intenso, cargadas de bonitos cuadros muy bien iluminados. Trato agradable y rebosante de sonrisas, con una comida realmente exquisita y bien presentada. Me resultó fácil comprender por qué aquél era uno de los restaurantes preferidos de Elena.
—Estaba todo buenísimo —le dije a la camarera, y con «buenísimo» me quedaba corta.
En aquel instante, el momento de la cuenta, fui consciente de que había permanecido al margen de la conversación todo aquel tiempo. Me había refugiado en mis pensamientos y en la charla que Andrea y yo habíamos mantenido en torno a los momentos y las relaciones. Me había quedado anclada en el «Déjalo marchar a tiempo» y en la gran pregunta: «¿Seré capaz de hacerlo?».
—¿Vamos? —me preguntó Andrea dándome un toquecito en el brazo.
—Sí, perdona, es que estaba un poco ida.
Salimos de allí en torno a las cuatro y cuarto de la tarde y nos dejamos guiar por Elena hasta la casa del funcionario, en pleno centro de Málaga.
—Buen sitio para vivir —aprecié.
—Y tan bueno —me dijo Elena—. Pero compra tú una casa ahora por aquí, que ya verás cuánto te cuesta. Bueno, ahora y hace años; esta zona siempre ha sido cara —añadió.
Mientras Elena y yo cotilleábamos sobre aquel barrio y sus precios, Andrea llamaba a la puerta del caserón.
—Mira, nena, si hasta el timbre tiene clase. —Fue un poderoso din-don.
Acudió a abrirnos una señora mayor.
—Hola, buenas tardes —saludó Andrea—. ¿Vive aquí don José Casas?