29

Y se había perdido.

En pleno centro de Málaga.

Sólo por un instante, pero se había perdido.

Tras las presentaciones y demás formalidades, la señora Celeste nos invitó a pasar. Su marido estaba en el salón, rodeado por completo de niños y de juguetes.

—Mírame, abuelo, ¡soy una princesa! —decía una bonita cría de cuatro o cinco años, pelirroja y con grandes pecas por toda la cara.

—A ver, niños, a jugar al jardín, que el abuelito tiene visita —se apresuró a anunciar la señora Celeste.

La sala estuvo despejada en menos que canta un gallo gracias a la abuela, que desapareció en medio de un torbellino de risas y jaleos. Una yaya muy lista y con muchas tablas: ¿qué crío pequeño iba a resistirse a un suculento trozo de pastel de chocolate?

—Mis nietos… —dijo José como excusándose—. Toda la vida pidiéndoselos a mis hijos sin que me hicieran caso, y de repente vinieron todos de golpe, cuando ya me sentía demasiado viejo. Pero siéntense, por favor, si es que encuentran algún hueco libre. —Extendió ambos brazos para hacer más patente su invitación.

Nos sentamos donde buenamente pudimos, porque estaba todo atestado de juguetes. Claro que lo vi normal, yo había contado al menos siete críos.

—Don José, mi nombre es Andrea García, inspectora del Cuerpo Nacional de Policía en Granada, y mis compañeras son Elena Martín y Ada Levy. Nos gustaría hablar con usted sobre su época de trabajo en la Comisaría Provincial de Coín, si no es mucha molestia.

José perdió automáticamente la sonrisa. No pareció gustarle nada en absoluto oír el nombre de aquel pueblo y, cuando notó que estábamos extrañadas por su reacción, trató de guardar el tipo, consiguiéndolo a duras penas.

—¿Qué necesitan saber? —Su voz transmitía recelo.

—¿Recuerda usted unos soportes de DNI desaparecidos durante el traslado de material a la local de Marbella? —preguntó Andrea.

—Sí, claro que lo recuerdo —afirmó algo nervioso—. Fue Pepe quien se dio cuenta. Tanto Paco como yo estábamos convencidos de que había sido él mismo quien los había extraviado.

—¿Y por qué no informaron de su pérdida?

Tuve la sensación de que Andrea daba un amplio rodeo antes de decidirse a aterrizar en el carnet falsificado y me extrañó, pero supuse que era por algo.

—Pues mire usted, inspectora, le seré sincero. —José parecía cargarse de seguridad a cada momento que pasaba—. Por aquel entonces, Pepe estaba tan mayor y torpón como lo estoy yo ahora. Le fallaba a veces la cabeza y, en los últimos tiempos, sus despistes estaban siendo demasiado numerosos. Nos pidió que no lo comentáramos para ahorrarse la vergüenza y, como lo vimos muy apurado, decidimos no decir nada al respecto. Casi seguro que habían acabado en algún contenedor de basura.

José había ganado sin duda en seguridad, pero, ni de lejos, en credibilidad. Su historia parecía de lo más coherente y podría pasar por válida; no obstante, estaba demasiado cargada de pausas y de miradas nerviosas hacia la puerta, como temiendo que alguien entrara y lo oyera.

—Mi madre, que en paz descanse, me enseñó desde muy chico que hay que cuidar a los viejos como yo —añadió.

Muy pronto supe el motivo por el cual Andrea aún no había sacado la fotocopia de aquel DNI falso.

—Hay que ver qué tres mocitas más lindas han venido a verte, José —dijo su mujer cuando entró en el salón—. ¿Las tres sois policías?

—No, yo no. —Me di prisa en responder—. Yo soy…

—Ella está de prácticas —soltó Andrea de golpe mirándome fijamente a los ojos.

—Sí, eso iba a decir, que todavía soy cascarón de huevo. —Sonreí.

—Bueno, mujer, pero verás como ya mismo te conviertes en una policía hecha y derecha. —Se la veía una buena mujer—. ¡Ah! Casi se me olvida… ¿Os apetece un café?

—No se preocupe, señora —respondió enseguida Andrea—. Hemos parado a tomar uno justo antes de venir hacia acá. Quédese tranquila, de verdad. —Y le indicó con un gesto que, si quería, podía acompañarnos.

«Eso es lo que quiere —pensé—, que se quede con nosotros la señora».

Justo cuando se estaba sentando, su marido se lo impidió.

—Celeste, que hayan tomado café no significa que no les apetezca una infusión y un trozo de pastel —sugirió José—. Mi mujer hace las tartas más ricas de toda Málaga.

Ahí fue cuando quedó clarísimo que José no deseaba que su mujer estuviera delante mientras hablábamos de aquel tema.

—Si quiere, puedo echarle un cablecillo, señora Celeste —me ofrecí, siendo consciente de que el «paciente» abuelo se recolocaba tres o cuatro veces en su asiento—. Total, yo hoy sólo estoy haciendo funciones de chófer. Inspectora pa’rriba, inspectora pa’bajo —bromeé con una gran sonrisa en los labios.

—No se preocupe, señorita, no es necesario. —José estaba claramente incómodo—. Mi mujer prefiere estar sola en la cocina.

—No seas aguafiestas, José. Para una vez que alguien se ofrece a echarme una mano… —rechistó Celeste—. Ven por aquí, que te enseño la cocina.

El contraste entre la distancia con que se dirigía hacia nosotras José Casas y la familiaridad con la que me trataba su mujer resultaron brutales. No sólo me enseñó la cocina, sino toda la casa.

—Tienen una vivienda maravillosa —la alabé cuando estuvimos de regreso en la cocina—. Y un magnífico jardín, perfecto para tanto nieto —recalqué después de haberlos visto allí a todos jugando—. ¡Madre mía! Si es que parece que hayan puesto aquí los ahorros de toda una vida —quise exagerar un poco.

—Muchas gracias, bonita. —Su cara era sincera, parecía a gusto allí conmigo—. Mi marido y yo hemos sido muy afortunados. Justo cuando más ahogados estábamos, de pronto, el Señor nos echó una mano. —Miró al techo como dando gracias de nuevo—. ¡Nos tocó la lotería! Y, aunque no nos hicimos millonarios, tuvimos de premio un buen pico. Y eso que a mi marido nunca le había gustado comprar boletos. Me dijo que fue un pálpito, ¿sabes? —Me puso la mano sobre el brazo y dio un pequeño apretón como queriendo transmitirme toda aquella emoción—. Compró un número de los ciegos. ¡Sólo uno! Y nos tocó.

—Pues sí que fueron afortunados —le dije, cuando comenzaba a oler a gato chamuscado.

—Imagínate, con cinco niños y en la ruina. —Se acercó mucho a mí y comenzó a susurrar—: Es que a mi marido antes le gustaba demasiado el juego. Fíjate si le gustaba que por su mala cabeza perdimos la casa. —Me miraba con parte de la tristeza de aquella época bien marcada en la cara—. Menos mal que, de pronto, José decidió cambiar. Menos mal que tuvimos ese regalo de Dios.

«¿Ah, sí?», pensé.

—¿Y en qué año dice que les tocó la lotería?

Para cuando Celeste y yo regresamos al salón, Andrea ya había sacado la fotocopia. En aquel momento, el pedazo de papel con aquella identidad falsa descansaba en terreno neutral: sobre la mesa, equidistante entre José y la inspectora.

—¿Está seguro de que no había visto antes este DNI? —preguntó Elena.

—A ver, señoritas, ¿cuántas veces tengo que repetirles que es la primera vez que veo ese carnet? Ya comienzo a ofenderme porque mi paciencia no es infinita. Jamás he falsificado un documento nacional de identidad. ¡Por Dios! ¡Que eso es un delito! ¡Por mucho que ya haya prescrito, como dicen ustedes!

Celeste se quedó muda cuando entró en el salón conmigo y oyó aquello de boca de su marido.

—¿Qué está pasando aquí, José? —quiso saber.

—Pues muy sencillo, cariño, que se ve que la policía se ha encontrado con un problemón y quieren cargárselo a un pobre viejo —respondió él con toda la mala leche del mundo—. Llévate el té y el pastel de vuelta a la cocina, Celeste, que estas señoritas ya se marchan.

—Una última cosa, José —interrumpí—. ¿Realmente le tocó la lotería en 1979?

Momento «silencio sepulcral».

Andrea y Elena me miraron.

José y Celeste se miraron.

—Salgan de mi casa ahora mismo —ordenó aquel abuelo al borde de un ataque de nervios.

Andrea nos hizo un gesto con la cabeza para que fuéramos saliendo pero, justo cuando comenzábamos a movernos, se detuvo en medio del salón, junto a José y Celeste, y abrió la carpeta en la que llevaba todos los documentos.

—Este niño se llamaba Raúl Pérez —dijo de pronto, sacando el recorte de periódico con la foto del chico—, tenía doce años y desapareció en 1981. No se ha vuelto a saber de él. —Andrea extrajo otro recorte—. En esta foto aparece Eduardo Coto, desaparecido en 1982 a la edad de trece años. Y aquí tienen a Daniel García, de quien no se sabe nada desde 1983. Los siguieron Abel Martínez en 1984, Miguel Rodríguez en 1985, José Sánchez en 1986 y hay más, muchos más. Cualquiera de estos chavales podría haber sido alguno de sus nietos o, por la época, uno de sus hijos. —Se volvió hacia Celeste con mirada penetrante—. Hasta ahora, todo lo que tenemos son estos chicos, un cadáver y este maldito DNI falso, expedido en 1979 en Coín. Siento mucho haberle ofendido, don José, pero tenga claro que voy a volcar todas mis energías en este caso. Encontraré a ese malnacido e intentaré dar consuelo a las muchas familias que quedaron rotas con la desaparición de estos críos.

Andrea guardó de nuevo los recortes en su carpeta, dejó una de sus tarjetas sobre la mesa junto a la fotocopia del DNI y se marchó.

Antes de ir tras ella, cogí la cartera de mi bolso y saqué la foto de Daniel, el hermano de Andrea. Se la entregué a Celeste.

—Uno de sus nietos se parece mucho al hermano de la inspectora —le dije—. No sabe nada de él desde 1983.

El camino de vuelta a Granada fue de lo más silencioso. Supongo que Andrea prefirió refugiarse en su cabeza para así poder obviar el momento en el que había perdido los papeles en pleno centro de Málaga.

—No debes sentirte avergonzada —le había dicho yo nada más subir al coche para emprender rumbo a casa.

Pero entendí enseguida que no era vergüenza lo que sentía: se había defraudado a sí misma. No pudo soportar la claridad con la que las tres veíamos que aquel hombre mentía y se alejó, sin poder evitarlo, de aquella esfera de control que la caracterizaba. Había dejado de tenerlo todo bien atado: sus recuerdos, sus emociones, sus sentimientos…

Y se había perdido.

En pleno centro de Málaga.

Sólo por un instante, pero se había perdido.

Por suerte, la sensación de derrota desapareció al llegar a Granada.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté antes de bajar del coche.

—Pues lo que tenía pensado hacer antes de saber que existía ese DNI, judicializar el caso tal cual —me explicó—. ¡Qué remedio!

Asentí sin saber muy bien qué decir.

—Ya sabes que me tienes para lo que necesites. —Fue lo único que se me ocurrió.

—Necesitaré que vayas mañana a la comisaría para tomarte declaración —dijo Andrea. Yo ni siquiera lo había pensado—. Es por si tu informe como investigadora…

La interrumpió su móvil.

Tardó unos segundos en encontrarlo dentro del bolso.

—¿Dígame? —Aguardó en silencio mientras le hablaban al otro lado de la línea—. Sí, por supuesto que podríamos vernos. Le agradezco que haya cambiado de opinión —la oí decir—. Ya es tarde y acabo de llegar a Granada, pero podríamos quedar mañana a primera hora. —De nuevo esperó a ver qué le decían—. Sí, no se preocupe, podemos vernos fuera. Donde usted me diga.

—¿Quién era? —le pregunté en cuanto colgó.

—Era José Casas. —Me miró extrañada—. Parece que la señora Celeste y él han tenido una charla intensa. Me ha dicho que quiere hablar conmigo sobre el DNI. Pero desea que nos veamos fuera de su casa, lejos de su mujer.