16
Primero, las plagas de peste…
Luego, las del cólera.
[…] Montañas y montañas de muerte.
Miles de esqueletos abandonados sin orden ni concierto.
Algo me decía que estaba haciendo lo correcto, pese a haber pasado todo el día deambulando por Nápoles con mil razones bombardeando mi cabeza y aconsejándome que no acudiera a aquella cita. Mil razones de peso en contra y sólo una que me pedía que fuera: el instinto.
A lo largo de aquellas horas había tenido tiempo de hablar un par de veces con Hugo. Le había contado lo bonito que era el hotel, los paseos tan maravillosos que estaba dando por Nápoles y la imposibilidad de contactar con Domenico. Le hablé de la señora de la panadería, y de la pizzería que había cerrado. Para su tranquilidad, le dije que no tenía nada y que, probablemente, volvería a casa sin nada.
No le hablé de la nota que se me ocurrió dejar en aquella panadería y no mencioné en ningún momento mi sensación de inseguridad de la noche anterior.
En cuanto a la segunda nota, esa que alguien había dejado en mi cartera a lo largo de la noche tras colarse en mi habitación y revolverlo todo mientras yo dormía plácidamente… No, de ésa sí que no dije ni pío.
Ma n’atu sole cchiu’ bello, oi ne’.
’O sole mio sta ’nfronte a te!
’O sole, ’o sole mio
sta ’nfronte a te,
sta ’nfronte a te!
No sé cuántas veces pude oírla aquel día. La canción «Oh sole mio» llegaba a mis oídos desde el interior de las casas, a veces interpretada por Pavarotti; en otras ocasiones, por Enrico Caruso. También la oí en la calle, de manos de músicos itinerantes con mandolinas y voces potentes.
Hasta llegué a pensar que debía de ser por algo; quizá el aniversario de la muerte de su compositor. Vete tú a saber.
Incluso el conductor de aquel taxi con los cristales traseros tintados tararearía aquella canción durante más de una hora.
Cuando me vio en la puerta del hotel, se limitó a bajar la ventanilla del copiloto y a pronunciar mi nombre. Asentí con la cabeza, tratando de aparentar una seguridad que no tenía y haciendo bailar mi lengua en el paladar intentando que mis glándulas salivares volviesen a funcionar. Estaba tan nerviosa que notaba una cortante sequedad desde la superficie de los labios hasta bien abajo en la garganta.
—Signorina —insistió el conductor del taxi indicándome que subiera.
«Venga, Ada. Seguro que todo va a salir bien», me dije para tranquilizarme y comencé a avanzar hacia la puerta trasera.
El taxista no me dirigió la palabra en todo el trayecto. Se limitó a canturrear mientras yo trataba de adivinar en sus gestos el más mínimo síntoma de amenaza. Tenía los ojos grandes, de un color marrón de lo más común. La piel aceitunada y la nariz recta. Bigote y barba de varios días, casi tan largos como su cabello. Una incipiente calva asomaba por encima del respaldo del asiento.
Emanaba tranquilidad. Justo lo contrario a mí. Todos y cada uno de los poros de mi piel exudaban angustia y desconfianza. Apretaba con fuerza la navaja que había comprado aquella mañana y que escondía en el bolsillo derecho de la chaqueta.
—¿No hemos pasado ya por aquí? —le dije cuando identifiqué por tercera vez la misma plaza.
—Pazienza, signorina. —Fue su única respuesta.
Un par de minutos después, cuando comenzaba a plantearme la posibilidad de abrir la puerta del coche y saltar en marcha, entramos en un aparcamiento subterráneo. Todo fue tan rápido que ni siquiera tuve tiempo para alarmarme en exceso.
El taxista bajó del vehículo, abrió la puerta de mi lado y me indicó que subiera a un Fiat 500 negro que había justo al lado.
—Pero…
—Domenico la espera —me dijo antes de que me negara a subir.
«Domenico», dije para mí, y me dejé llevar. Mi corazón siguió latiendo fuertemente el resto del camino, y la áspera sensación de mi garganta me hizo pensar en cuchillas de afeitar. Sin embargo, la remota posibilidad de encontrarme con Domenico, de ayudar a mi compañero Enrico, me animó a seguir adelante sin vacilar.
El Fiat 500 se detuvo en algún lugar de las afueras demasiado inhóspito para permitirme recuperar la tranquilidad.
Me apeé a la puerta de una pequeña iglesia rodeada por un barrio tirando a rural, con aroma a abandono y excesivamente solitario. El coche y su conductor se marcharon sin avisar.
No te imaginas lo que me alegré de haber comprado la navaja aquella misma mañana. Dicen que la curiosidad mató al gato, y no me apetecía nada morir.
—Gracias por acudir a nuestra cita, señorita Levy. —La voz, con un fuerte acento italiano, me sonó lejana.
Un hombre alto y muy delgado, trajeado, caminaba en mi dirección. Nariz aguileña, ojos pequeños, boca diminuta y una leve cojera al andar.
—¿Es usted Domenico? —le pregunté cuando aún nos separaban unos diez metros.
—El mismo —afirmó, y no dijo nada más.
Siguió avanzando con lentitud, observándome atentamente, y cuando estuvo a poco más de dos metros de mí se detuvo en seco.
—No se preocupe, no voy a hacerle daño.
Si con aquella frase trataba de tranquilizarme, no lo consiguió en absoluto. Mantuve las manos en los bolsillos, agarrando la navaja firmemente con la diestra.
—Venga por aquí —me indicó con un gesto de la cabeza.
Dio media vuelta y dejó la iglesia atrás. Varios metros más allá, una señora mayor nos esperaba en lo que me pareció la puerta de una cochera.
—Quiero enseñarle algo, señorita Levy —me dijo antes de entrar.
—Llámeme Ada.
—Está bien, Ada. Acompáñeme, por favor.
Cuando sobrepasé la línea del portón metálico, la señora lo cerró detrás de mí. Me volví, nerviosa, sin saber qué hacer. Intenté localizar una salida, pero no vi ninguna, salvo saltando el portón.
«Mierda, ya he vuelto a cagarla», me dije.
La rasposa aridez de mi garganta…
El corazón quejándose frenético bajo mi pecho…
En aquel lugar nadie me oiría gritar, y si alguien lo hacía, dudaba mucho que acudiera en mi auxilio. Aquel hombre me tenía completamente a su merced.
¿Y si no era Domenico? Se parecía muchísimo a la descripción física que Enrico me había hecho de él, pero nunca lo había visto en fotos.
Me alteré tanto en tan poco tiempo que ni siquiera me di cuenta de que mi acompañante había echado a andar hacia el interior de aquella cueva.
—Ada, tranquilízate —me ordené en voz baja—. Todo va a salir bien.
Al fin conseguí convencer a mis músculos para que comenzaran a moverse. Decidí creer que aquel hombre era quien decía ser y me prometí a mí misma que aquella noche estaría durmiendo plácidamente en mi habitación de hotel.
—Todo va a ir bien —me animé de nuevo.
Fui tras él, aligerando el paso para poder alcanzarlo, pero cuando miré con atención a mi alrededor y vi lo que había en aquel lugar, no pude avanzar más. Era indescriptible.
Amplias galerías excavadas en la roca.
Un espacio inmenso, cubierto por todas partes de huesos humanos.
Calaveras alineadas.
Calaveras apiladas.
Calaveras llenas de polvo y telarañas. Otras, en cambio, limpias… inmaculadas.
¿Alguna vez has visto algo tan fascinante que te ha resultado casi imposible creer que era real? ¿Has vivido en alguna ocasión la anestesia de todos tus sentidos por exceso de emoción? A mí me pasó aquel día, en aquel lugar, donde creí estar viviendo dentro de una auténtica ensoñación. Una ilusión deslumbrante.
—Pero ¿qué…?
El sonido de los pasos de Domenico me hizo reaccionar de nuevo. Continué avanzando tras él, pero admirándolo todo, atenta a cada pared, cada rincón, cada trocito de suelo. Hasta que, de pronto, lo reconocí.
—Yo conozco este lugar —dije fascinada—. Pero en la película Ingrid Bergman entraba por la iglesia. ¿Cómo se llamaba?
Había visitado muchas ciudades de muertos, pero como aquélla, ninguna.
—Viaggio in Italia era la película —apuntó Domenico—. Está usted en el Cimitero delle Fontanelle, el Cementerio de los Manantiales en su idioma. El mejor ejemplo de hasta dónde pueden llegar la fe y la superstición napolitanas cuando ambas confluyen.
Según me contó Domenico, aquel lugar se creó en el siglo XVII.
Primero, las plagas de peste…
Luego, las del cólera.
En la ciudad había casi tantos muertos como vivos, y el gobierno decidió depositar los cadáveres en un lugar alejado del núcleo de la población. Cuando las grandes epidemias pasaron, aquel camposanto improvisado acabó convirtiéndose en pozo de almas anónimas, tumba de mendigos y de gentes sin nombre.
Montañas y montañas de muerte.
Miles de esqueletos abandonados sin orden ni concierto.
Sin orden, hasta la llegada del padre Gaetano Barbati, quien comenzó a catalogar los restos y a almacenarlos en cajas, criptas y montículos por todo el cementerio. Y con él, cientos de católicos, en la creencia de que aquellas almas estaban atrapadas en el Purgatorio, comenzaron a adorar aquellos restos.
—En Nápoles existe la costumbre de apadrinar a las almas del Purgatorio —me contaba Domenico—. La mia mamma hablaba del Anime Pezzentelle como un puente entre la tierra y el más allá; un pasadizo a través del cual los pobres de ambos lados se ayudaban. «Yo cuido de sus restos aquí, les rezo y les doy paz, y esa alma, al haber encontrado alivio en el Purgatorio, me envía suerte a este lado», me explicaba ella.
»Nunca había creído en esas historias que la mamma me contaba… Hasta que se llevaron a mi mujer y a mis dos hijas. —Domenico me miró fijamente a los ojos al decirlo—. La desesperación ayuda a creer en cualquier cosa, señorita.
Avanzó un poco y se situó frente a una calavera que descansaba sobre un pequeño altar. Acarició con su dedo índice la brillante superficie.
—No pedían rescate —me dijo—. Sólo querían que les especificara dónde se escondía Francesco. Pero yo sabía que no podía hacerlo. Si lo delataba, no sólo traicionaría a mi compañero sino que, además, mi mujer y mis niñas acabarían muertas. Así que, como un pobre desesperado, acabé aquí. —Sonrió al decir aquello—. Escogí una calavera, la limpié a conciencia, le di brillo y la deposité sobre un almohadón bordado. —Parecía un poco avergonzado al confesarlo—. Vine cada día a conversar con ella y a rezar por su alma. La convertí en parte de mi familia y le hablé de mis chicas y de mi miedo a perderlas. No me atreví a pedir un deseo… Sí que le supliqué por una señal. —Posó sus diminutos ojos sobre mí—. Y la señal llegó.
»Ese mismo día vi a Anna en un programa de la televisión italiana hablando de la desaparición de su hija y del poco apoyo que estaba recibiendo en España.
Esa Anna era la madre de la modelo Mari Vila. Domenico decidió contactar con ella y utilizarla para alertar a Enrico. Sabía que si ella acudía a mi compañero llamándolo por su verdadero nombre, él lo interpretaría como una petición de auxilio y acudiría a Nápoles sin descubrir su escondite en España.
Al final, la cosa no parecía haber salido tan bien. Enrico no consiguió despistarlos a su regreso, cosa que me pareció normal; no tuvo que serle nada fácil volver a casa con aquella herida de bala.
—Ada, quiero pedirle un favor —me dijo Domenico mirándome de nuevo a los ojos—. Dígale a Francesco que he muerto. Para mí él es como un hermano. Pero créame cuando le digo, señorita Levy, que mataría a mi propio hermano si, por su culpa, mis hijas volviesen a correr peligro.
De camino al hotel fui dando vueltas a lo que Domenico me había contado. Según él, el problema de Enrico ya no era su pasado como carabiniere en la Unidad de Mafias. Su problema real era Carmina y el deseo implacable de recuperarla por parte de su abuelo.
Cuando Enrico acudió en su ayuda, Domenico se sintió traicionado. Gennaro pedía a su nieta Violetta como condición para entregar a la familia de su amigo, y la respuesta de Enrico fue tajante: jamás le entregaría a su sobrina Carmina.
Rescataron de milagro a la mujer y a las niñas. Ambos estuvieron a punto de morir; antiguos compañeros que, al cabo de los años, luchaban por defender objetivos distintos.
Fue en aquel momento cuando, ya pasado el peligro, Domenico comprendió que Francesco ya no era Francesco. Aquel hombre se llamaba Enrico y, como hombre nuevo, había acabado construyendo una nueva vida sobre los escombros de la antigua. Ya no estaban sus ángeles con él, pero sí Carmina y sus hijas, junto con todo lo que encontró al llegar a Granada. A todo aquello era a lo que Enrico se aferraba.
Fue muy duro para Domenico sentir que había estado a punto de perder a su familia porque su amigo había decidido proteger, ante todo, la suya propia. Al fin fue consciente: los años y la distancia los habían separado.
Me contó que acababa de jubilarse por enfermedad y que pretendía desaparecer de Nápoles con su mujer y sus dos hijas. No me aclaró cómo de enfermo estaba. La panadería cerraría en unos días y aquel último puente que unía a los dos antiguos compañeros se esfumaría para siempre.
—No estaba muy seguro de si había hecho bien o no citándola hoy aquí. Ahora sé que sí, porque es usted quien ha ocupado mi lugar en España. Y me alegro de ello, porque usted me gusta —me dijo cuando salíamos del cementerio—. Sé que no tiene por qué guardarme el secreto, pero necesitaba despedirme de algún modo de Francesco. Cuide de mi hermano, Ada, porque yo ya no puedo —me rogó.
Aquéllas fueron sus últimas palabras. Cuando nos subimos juntos al taxi que aguardaba en la calle, nos dejamos envolver por una atmósfera de silencio. No sé en qué iba pensando él, quizá en sus recuerdos.
Yo, por mi parte, trataba de asimilar aquella afirmación: «Es usted quien ha ocupado mi lugar en España». Aquella sentencia supuso un antes y un después para mí.
Sabía lo tremendamente importante que era Domenico para Enrico. Él mismo me había contado que eran como hermanos. Se habían apoyado mutuamente durante años y habían arriesgado sus vidas para protegerse el uno al otro. Por ello, quizá, aquella revelación fue tan bestial para mí. Yo me veía tan chiquitita al lado de Enrico, tan poquita cosa, que no lograba entender cómo Domenico había llegado a aquella conclusión.
Yo, su sustituta.
Si era cierto, había subestimado el aprecio que me tenía Enrico. Siempre pensé que había comenzado a encargarme trabajillos porque todo me venía bien.
Nos habíamos conocido años atrás en La Napolitana después de un almuerzo tardío, poco antes del cierre. Por aquel entonces, mi semblante era mucho más serio que el actual. Me protegía mucho más. Era mujer de sonrisas abundantes pero parca en palabras. Muy cerrada.
Con él fue diferente. Conectamos enseguida y le conté en diez minutos más cosas sobre mi vida de las que jamás había compartido con nadie.
Le presenté a mi moto, Chiquitina, le hablé de mis cámaras de fotos y, en poco más de dos horas, él me había ofrecido la primera posibilidad de colaboración. Al poco llegó la siguiente y, semanas más tarde, tenía mi hueco hecho en La Napolitana.
Nunca, hasta aquella frase, me había parado a pensar en lo especial que era la relación que teníamos Enrico y yo. Él decidió, desde un primer momento, confiar en mí. Yo, sin siquiera decidirlo, sin darme cuenta, a su lado comencé a abrirme a los demás.
Nos conocimos y nos complementamos.
Sí, definitivamente Enrico y yo teníamos algo especial, y acababa de descubrirlo gracias a Domenico. Lo miré con el corazón cargado hasta los topes de gratitud y me sentí realmente afortunada por haberlo conocido.
Cuando paramos frente a la puerta del hotel, antes de bajarme del taxi, lo miré con ternura y lo imaginé como a un hombre muerto.
—No se preocupe, cuidaré de él… y de su secreto. —Fue lo que dije.
Abandoné el taxi, entré corriendo al hotel y, al atravesar la puerta de la habitación, no pude evitar romper a llorar.
Aquel día quise a Enrico como nunca y sentí como nadie la pérdida de su amigo, su hermano, Domenico.