20
¿Protegerme de qué?
Pues de mí misma, ¿de qué iba a ser?
Me fui a la cama bien avanzada la madrugada, tras un desagradable descubrimiento que me hizo sentir demasiado inquieta en aquella casa: el José Luis nocturno que se había quedado en el salón no tenía nada que ver con el José Luis diurno que me había recogido en el aeropuerto.
El periodista se quedó abajo, con unos cuantos tragos de más y algún que otro gesto extraño que me había llevado a aumentar aún más la distancia que nos separaba. Hablaba con la lengua perezosa, y cuanto mayor era el efecto del whisky en él, más numerosas eran sus frases referentes al pasado.
El periódico Sevilla Sucesos.
Su ex mujer.
Los hijos a los que llevaba años sin ver.
El piso en el centro de Sevilla.
Me estaba dando tan mal rollo que decidí subirme a dormir antes de que Silvia o su escopeta acabaran asomándose a sus recuerdos.
Ya arriba, antes de entrar en la habitación, no pude evitar fijarme de nuevo en aquella puerta cerrada. Sentí una curiosidad tremenda por lo que pudiera haber allí dentro y tuve que regañarme a mí misma cuando me descubrí avanzando hacia ella, dispuesta a girar el pomo y averiguar lo que había en su interior.
Deshice mis pasos y entré en mi dormitorio, orgullosa de haber vencido a la tentación.
Me relajó muchísimo encontrar un pestillo en la puerta cuando la cerré. Podría estar durmiendo en casa de un desequilibrado, pero al menos pude sentirme algo más segura gracias a aquella cerradura. La giré con cuidado para evitar hacer ruido y me metí en la cama con la ropa de calle puesta, por si las moscas.
Aquella noche regresé al tren.
Algo me decía que estaba en el vagón de mi presente y me sentía tranquila. No hay nada mejor que saber que estás en un sueño, tener la certeza de que cualquier cosa que pudiera ocurrir desaparecería al despertar.
Miré a mi izquierda y encontré a Hugo sentado junto a mí.
Me observaba fijamente, con los ojos cargados de una profunda tristeza y el rostro bañado por la decepción.
—Hugo, yo te quiero —le dije.
Pero mi propia cabeza me respondió con un tajante: «El amor no basta».
—No es suficiente, ¿verdad? —le pregunté, aunque no esperaba respuesta.
Había acabado acostumbrándome a aquellos reflejos de mi memoria. Mi gente aparecía en el tren como maniquíes cargados hasta los topes de emoción, una emoción que podía acabar contagiándome si se lo permitía. Al fin y al cabo, todo aquello lo estaba generando yo.
Me negué a seguir contemplando el rostro estático y triste de Hugo, así que decidí levantarme a explorar.
En aquella ocasión, el vagón estaba lleno de gente: la dulce Flor y su pequeño Tulipán; mi querido Enrico y su sobrina Carmina; mi mami con una de sus sonrisas pícaras; Cristina, tan atractiva como siempre; Andrea, con cara seria y preocupada… Todas las personas que daban sentido a mi vida estaban allí y, en su mayoría, representaban para mí felicidad o alegría.
Pero también encontré culpa, en el rostro perdido de Susana, mi preciosa amiga muerta, sentada en un lugar apartado del vagón pero cargando aquel rincón con su presencia.
Y no sólo culpa… También había miedo.
En el vagón de mi presente viajaban plácidamente, como si aquél fuera el mejor lugar del mundo, los señores trajeados. El calvo, con su tatuaje en el mentón; el moreno, con su pelo engominado y recogido en una coleta.
Levanté mi mano izquierda y el muñón de mi meñique ausente apareció ante mí ensangrentado.
Lo reconozco, tuve mucho miedo y, por un instante, olvidé que aquello era sólo un sueño. Pero, por suerte, al abrir mi campo de visión, al ver de nuevo a toda mi gente allí, regresó mi tranquilidad. Respiré hondo y me dije a mí misma que aún no estaba preparada para relegarlos al vagón del pasado. No mientras mi muñón siguiera sangrando.
—No quiero ver al último —dije con determinación—. Y como no quiero, no voy a verlo.
Aún quedaba alguien sentado en el último asiento del vagón. Alguien que ya sabía de antemano que encontraría allí, pero a quien no era capaz de enfrentarme aún. Por eso mismo me di la vuelta. Decidí hacer un viaje al vagón de mi futuro y, así, poder dar la espalda a la desagradable figura de mi padre.
—Pero ¿qué pasa aquí? —me pregunté nada más atravesar la puerta automática.
«Tranquila, Ada. Debe de haber un error», me dije para tratar de convencerme a mí misma.
Volví la vista atrás para comprobar que todo seguía tal cual en el vagón del presente y vi que así era. Luego la máquina del sueño no se había estropeado y, si todo marchaba correctamente, lo que había allí debía de ser también reflejo de mis sentimientos.
Aun así no lo entendía. No comprendía por qué razón, con lo rico e intenso que era mi presente, mi cabeza se empeñaba en pronosticar un futuro tan yermo.
«Sólo mi moto», me dije.
«Sólo mi moto…»
Cuando desperté, sobresaltada y con una intensa angustia apretándome el pecho, tuve una necesidad tremenda de coger el móvil y llamar a Hugo, únicamente para oír su voz. Sin embargo, al ir a buscar la mochila para sacarlo, recordé que la había dejado abajo, en el salón.
Permanecí unos minutos a oscuras, inmóvil en aquella cama extraña, tratando de controlar el impulso e intentando convencerme a mí misma de que los malditos sueños no tenían por qué significar nada.
Luego recordé la discusión con Hugo, el tono roto de su voz, y me sentí la mujer más cabrona del mundo.
Me puse boca arriba en la cama y miré hacia el techo. Con aquella oscuridad apenas lograba distinguir los contornos de la habitación. Me lo imaginé solo, en su piso.
En SU PISO…
Quería a Hugo casi tanto como a mi propia vida. Era tan importante para mí que a veces hasta me dolía y, aun así, no era capaz de controlar mi cabeza de cabra loca con él. No lograba olvidarme de esa necesidad de libertad desvirtuada que había estado defendiendo durante años. «Me tiene que querer como soy», me decía a mí misma muy a menudo, sobre todo cuando discutíamos. Y me negaba a entender que lo único que hacía él era tratar de protegerme.
¿Protegerme de qué?
Pues de mí misma, ¿de qué iba a ser?
Aunque, claro… yo, por aquel entonces, aún no lo entendía.
Y, pese a no entenderlo, me dolía enormemente la angustia que había descubierto en su voz. Aquélla sería la primera vez, después de más de un año, que Hugo pasaba la noche en su piso. Solo. Lo usaba tan poco que incluso nos habíamos planteado seriamente dejarlo para ahorrar gastos. Viviríamos oficialmente juntos, en el mío. Acompañados.
Claro que, si me detenía a pensarlo, llevábamos meses sin comentarlo y yo no había sido consciente de ello hasta aquel mismo momento.
Era como si hubiéramos dejado aquel proyecto de lado.
Nuestro proyecto de vida juntos.
Y yo, cómo no, me había negado a darme cuenta.
Llegué a la conclusión de que aquello se me escapaba de las manos y no sabía cómo evitarlo.
—¡Mierda! Necesito hablar con él —dije en voz baja, estando aún en la cama.
Me planteé por un instante si sería buena idea bajar en busca del móvil, y me decidí a hacerlo cuando fui consciente de que la huella de aquel sueño y de nuestra discusión no desaparecería hasta que hubiera intentado, al menos, darle alguna solución.
Retiré el edredón y me levanté con sigilo de la cama. Giré el pestillo con el mayor de los cuidados. Habría ido directa hacia la escalera si aquel tenue resplandor no me hubiese hecho mirar a la derecha.
«La habitación está abierta», me dije al ver la rendija de la puerta.
La luz estaba apagada, pero parecía como si alguien estuviese mirando la tele dentro.
Avancé lentamente en aquella dirección y, tratando de no hacer ningún ruido, apoyé una mano en la puerta y empujé lo suficiente para poder ver el interior. Se me heló la sangre al mirar: José Luis estaba de espaldas, frente a la pantalla del ordenador. Parecía estar llorando y diciendo algo entre balbuceos.
—Siempre estaremos juntos, mi amor. Jamás abandonaré tu recuerdo, te lo juro.
Sin embargo, no fue eso lo que me dejó sin aliento.
Cuando metí un poco la cabeza en la habitación tratando de ver mejor la pantalla, me di cuenta de que las paredes estaban completamente empapeladas.
Todo estaba cubierto de recortes de periódico y fotos.
El Asesino de la Hoguera.
Las imágenes de las mujeres quemadas por Hogui.
En una de las esquinas, un pequeño altar con velas.
Un diminuto lugar de culto dedicado a Silvia, aquel amor que le fue arrebatado a José Luis entre las llamas y que había acabado sumiéndolo en la más profunda de las locuras.
Di unos pasos atrás y saqué mis ojos de aquel lugar infectado por la paranoia. Entorné de nuevo la puerta sin hacer ruido y bajé la escalera con urgencia, en busca del móvil.
No podía borrar de mi mente aquella escena.
José Luis ya no era aquel cascarón decrépito que había conocido tiempo atrás. En aquel momento tuve la certeza de que el periodista sevillano se había transformado en algo mucho peor: una profunda y enfermiza obsesión, camuflada con la mejor de las apariencias.
Ya en el salón, sentí latir mi corazón a mil por hora. Noté el cimbreo de mi pulso, potente y acelerado, llegar hasta mis orejas.
La mochila estaba donde la había dejado y, por suerte, el móvil también.
Sólo podía pensar en llamar a Hugo y admitir que tenía razón. «Lo siento, cariño», repetía en mi cabeza una y otra vez. Cogí el teléfono y, cuando estaba a punto de llamar, fui consciente de una realidad aplastante: Hugo se encontraba a casi trescientos kilómetros de mí. Si lo llamaba a las cinco de la madrugada contándole aquello, lo único que iba a conseguir era que se le saliera el corazón del pecho.
«No se lo merece —me dije a mí misma—, no después de cómo lo he tratado».
Me decidí a actuar del modo menos egoísta posible. Bastantes veces había tenido que acudir corriendo en mi ayuda; ya no iba a hacérselo más.
Localicé el control en rincones de mi ser en los que no sabía que lo encontraría. Con toda aquella adrenalina recorriendo mi cuerpo y con unas ganas atroces de salir escopetada de allí, conseguí sentarme en el suelo, justo en medio del salón, y comencé a hablar en voz baja.
—A ver, niña, tranquilízate un poco porque aquí aún no ha pasado nada —me dije, teniendo la ridícula sensación de que últimamente hablaba demasiado conmigo misma en voz alta—. Tienes que calmarte, Ada. Respira hondo y piénsalo bien. —Lo hice, respiré hondo—. José Luis está un poco loco, pero eso no significa que vaya a hacerte daño, y si llamas ahora a Hugo y lo despiertas, vas a darle el mayor susto de su vida. —Se me daba bien razonar conmigo misma, aunque no tuviera demasiada razón—. Así que lo mejor será que le mandes unos mensajes para que pueda leerlos cuando despierte por la mañana. Después, vas a levantarte, subirás de nuevo la escalera y te encerrarás en el dormitorio como si no hubieras visto nada.
Y eso fue lo que hice. Sintiéndome yo también un poco desequilibrada por lo de hablar sola, escribí unos mensajes de WhatsApp a Hugo para que los viera por la mañana:
Yo: Hola, cariño, sólo te escribo para decirte que tenías razón.
Yo: Tomo un montón de decisiones sin tener en cuenta el riesgo que puedo correr. Pero, de ahora en adelante, pienso aprender a cuidarme más.
Yo: Si no te importa, me gustaría que vinieras a recogerme. Saldré muy temprano de la casa de José Luis y te esperaré en alguna cafetería por la zona. Te mando mi ubicación.
Yo: [Enlace de Google Maps]
Yo: Si no quieres venir, lo entiendo, de verdad.
Yo: Te quiero.
Después de mandar los mensajes, me levanté del suelo haciendo acopio de valor para regresar al dormitorio.
No quería volver a subir.
—¿Ada? —La taquicardia me atacó de nuevo al oír la voz de José Luis—. Ada, ¿qué haces ahí abajo? —me preguntó asomado a la escalera.
Su voz sonaba pastosa a causa del alcohol.
Su mirada bailaba a mi alrededor y su cabeza se desequilibraba con facilidad.
«¡A tomar por culo la maleta!», grité en mi cabeza. Ya había tenido más que suficiente. Me apresuré hacia la puerta de la calle, agarré el pomo y salí corriendo de aquella casa en dirección al centro del pueblo.
Corrí sin parar, oyendo los reclamos de José Luis a mis espaldas y suplicando por que se quedase atrás.
—¿Hay algún taxi por aquí? —pregunté al llegar al bar de la plaza, casi sin aliento.
La dueña de la cafetería se preocupó mucho al verme tan alterada. Habría llamado a la Guardia Civil de no ser porque el taxista del pueblo pasó por allí casualmente. ¿Qué podía contar yo a las autoridades? ¿Que un hombre obsesionado con una mujer muerta me había asustado? ¿Que, aun sabiendo lo tocado que estaba, iba a pasar toda la noche en su casa? Mirándolo con perspectiva, no había llegado a ocurrir nada. Y ni siquiera podía asegurar que José Luis fuese un hombre peligroso. Hasta la fecha, únicamente me había demostrado tener capacidad para hacerse daño a sí mismo. Puede que sólo necesitara un poco de comprensión.
«¡Pues que lo comprenda otro!», me recriminé ante aquel sentimiento de lástima que había comenzado a crecer en mi interior. Aquel periodista sevillano necesitaba un psiquiátrico más que un amigo.
Di las gracias a la señora de la cafetería y entré en el taxi a toda prisa. Pedí al taxista que me llevara a algún hotel cercano, uno que no estuviera demasiado alejado de la autovía, pensando en la posibilidad de que Hugo fuera a recogerme.
Conseguí habitación de milagro a aquellas horas de la mañana. Por supuesto, tuvo mucho que ver el hecho de haber pagado por adelantado aquella noche, que ya había pasado, y la siguiente, para poder permanecer allí más allá de las doce del mediodía.
Una vez en el dormitorio, saqué el móvil de la mochila y me metí en la cama con la ropa puesta. Mandé a Hugo un mensaje de WhatsApp con mi nueva ubicación y cerré los ojos para tratar de descansar un poco.
Me sentía tan rota…
Tan tonta…
Tan cansada…