37
Cien nichos, treinta y cinco de ellos llenos.
Treinta y cinco objetos personales.
Treinta y cinco pinturas junto a ellos.
Salí del piso de Flor con una necesidad tremenda de libertad y, cuando es libertad lo que necesito, sólo tengo una manera de encontrarla: mi moto.
—Hola, Chiquitina, ¿me has echado de menos? —Acaricié su lomo y la examiné cuidadosamente, como de costumbre.
Llevábamos sin hacer kilómetros juntas desde que Hugo y yo comenzamos a separarnos. Era como si, al alejarme de mi compañero de vida, me hubiera olvidado de mi auténtica compañera de rutas. Sin embargo, fue pulsar el botón de encendido, oír el dulce sonido de su motor y olvidarme de todo.
Un par de kilómetros de zigzagueos entre los coches, alguna que otra glorieta, un pequeño recorrido por autovía y, pocos minutos después, estaba dejándome llevar por la carretera.
Sentía a mi Chiquitina ligera entre mis piernas… traviesa en el puño de mi mano derecha.
Aquella mañana, ambas nos negábamos a frenar.
Trazadas rápidas, en las que mis caderas se sentían cómodas y ágiles, ayudándola a tumbar, y ella… bueno, ella dándome toda la superficie de sus ruedas y regalándome, en su vaivén, la mágica sensación de libertad que había salido a buscar.
Asfalto, curvas y velocidad; mi alma por fin volvía a estar llena.
«Es cierto, en mi futuro estarás siempre tú», dije para mis adentros, pensando en ella.
«Únicamente, mi moto y yo», pensé. Y fue entonces cuando recordé mis sueños en el interior de aquel tren. El vagón del «Mañana», en el que me había sido tan difícil incluir a Enrico, a Cristina, a mi madre y a Flor.
Yo no quería volver atrás. No era lo mismo disfrutar de la soledad y la libertad que me regalaba mi moto, que tener que vivir por siempre en soledad. Estaba claro, se había acabado para mí lo de salir huyendo.
—Lo siento, Chiquitina —dije en voz alta—. Contigo por siempre, pero no a solas.
En menos de hora y media estaba de vuelta en Granada. No fui directa a casa, necesitaba ordenar mis ideas y no se me ocurrió mejor lugar que La Qarmita.
Saludé a Lidia y me senté a mi mesa preferida. Cogí un libro de una de las estanterías, no recuerdo cuál, y me puse a hojear sus páginas, como si en aquellas láminas de papel, obviando las letras impresas, pudiera encontrar alguna de las respuestas que necesitaba mi cabeza.
Mi vida estaba desorganizada. Más que desorganizada, yo diría que patas arriba.
«Las fotos», pensé. No había tenido el valor de echar un vistazo a las fotos que le había hecho al calvo la noche anterior y sabía muy bien por qué: la razón era la misma que me había llevado a arrojarme a la carretera con la moto.
El miedo.
Sin embargo, tampoco había acudido a la policía. Si sólo se trataba de miedo, ¿no habría sido lo más lógico?
Respiré hondo y saqué el móvil de la mochila. Mis dedos se movieron lentos; mi corazón, a toda pastilla.
Ahí estaba.
Por fin lo tenía.
Y al ser consciente de ello, de nuevo quiso atacarme el vómito.
Dejé el móvil sobre la mesa y traté de tranquilizarme. Me planteé qué era lo que quería hacer con aquello.
Si acudía a la comisaría, por fin tendrían una imagen clara del aspecto de uno de mis agresores. Sería más probable que lo encontraran y lo metieran entre rejas. Pero ¿cuánto tiempo duraría su encierro? ¿Tendría suficiente castigo por lo que me había hecho?
Desde mi punto de vista, estaba claro que no.
No era a la policía a quien iba a contarle todo aquello. Acudiría a la única persona en la que realmente confiaba. Sabía que él me comprendería.
—Pocas motos hay en Granada tan preparadas y cuidadas como la tuya.
Aquella voz interrumpió mis pensamientos. Su timbre me era tremendamente familiar.
—¡Bruno! —Me sorprendí al mirar hacia arriba y verlo allí de pie, junto a mi mesa.
—¿No decías que tú nunca te dejabas las llaves puestas en la moto? —me preguntó enseñándome las llaves de mi Chiquitina.
—Ups. —Fue lo único que me salió.
Había aparcado con tanta prisa que me las había dejado olvidadas en la cerradura del bidón trasero.
—¡Madre mía! ¡Qué bien te veo! —le dije con toda la sinceridad del mundo.
No sé si recuerdas a Bruno. Era uno de mis amigos entrecomillados preferidos: mi amigo bondage. Bueno, a punto estuvo de ser algo más que un simple amigo, pero, cómo no, mi mala cabeza lo acabó estropeando. Si hubiera podido volver atrás, habría dejado el sexo a un lado y lo habría incluido en mi vida como un amigo de los de verdad. Era y es un chico realmente interesante, e inteligente. Uno de los pocos artistas que he conocido que se ganan bien la vida con su talento.
—¿Qué ha sido de ti en estos dos años? ¿Cómo van tus esculturas? —le pregunté, emocionada.
«Ojalá aún esté a tiempo de recuperar su amistad», pensé para mis adentros. Me negué a recordar aquellos gloriosos momentos entre las sábanas; estaba realmente dispuesta a avanzar.
—Mis esculturas van por buen camino —respondió a mi pregunta—. Y yo… bueno, no me quejo. Después de haberte echado un poco de menos, al final conseguí centrarme en cosas más reales.
Aquél fue el único silencio incómodo de dos horas de café. Nuestro reencuentro fue mucho más relajado de lo que me habría imaginado.
—¿Y tú? ¿Cómo estás? —Su turno de preguntas.
—Más o menos igual que hace dos años, sólo que con un dedo menos.
Levanté la mano y sonreí. Fue extraño, no sentí vergüenza al mostrar el muñón de mi mano. Mi reencuentro con el espejo parecía haber calado hondo en mí.
—Lo supe por Cristina —me comentó—. Perdóname por no haberte llamado; confieso que aún estaba un poco dolido.
—No, perdóname tú a mí. Fui una auténtica gilipollas —reconocí.
—¿Lo dejamos en tablas? —preguntó él.
—Lo dejamos en tablas. —Aprobé la moción.
Lo cierto es que pasamos un rato muy entretenido. Sonreí de verdad, como hacía semanas que no lo había hecho. Recordamos nuestras rutas juntos; él, en su Mazda RX8, y yo, a lomos de mi primera moto.
Al parecer le iba realmente bien, lo suficiente para haber sustituido su «antiguo» coche por un elegante y potente Lotus Elise SC. Y lo increíble no era que hubiera podido comprarlo, sino que su economía le permitiera mantenerlo.
—Bueno… Creo que debería marcharme, Ada. De hecho, había quedado para almorzar y llego una hora tarde —me explicó, un poco apurado.
—Sí, claro, no te preocupes. —Sonreí—. Yo debería ir a casa a quitarme el equipo de la moto. A veces se me olvida lo incómodo que es —le dije enseñándole las botas.
Nos despedimos con un cálido abrazo y con una grata sensación.
«Quizá aún podemos llegar a ser buenos amigos», pensé.
Justo cuando Bruno salía por la puerta recibí unos cuantos mensajes de WhatsApp de Andrea. Al leerlos, el corazón se me subió a la boca.
Andrea: Aquí tienes tu OK.
Andrea: Cien nichos, treinta y cinco llenos.
Andrea: Treinta y cinco objetos personales.
Andrea: Treinta y cinco pinturas junto a ellos; todas fechadas en el reverso. Siempre en el mes de mayo.
Andrea: Ah, y gracias por los recortes de periódico.
—Han abierto las tumbas —dije en voz alta.
No podía creerlo. Había dado en el clavo.
Las lápidas repetidas.
Las pinturas en el interior.
El Pintor…
«Bruno», pensé.
Salí de La Qarmita lo más rápido que pude.
—¡Bruno! —grité cuando lo vi a lo lejos a punto de doblar la esquina—. ¡Espera un momento!
Aquello no podía ser una simple casualidad. Dos años sin vernos y aparecía justo en aquel preciso momento. Bruno era la única persona que conocía en el mundillo del arte y, pese a ser escultor, seguro que podría ayudarme.
—Ya sé que lo tuyo es la escultura, pero ¿si necesito ayuda con algo relacionado con la pintura, podrías echarme un cable? —le pregunté cuando nos encontramos a medio camino entre La Qarmita y la esquina.
Creo que le gustó que le pidiera ayuda, pese a haber sido tan poco específica. Me dijo bromeando que alguna idea tenía de pintura y que, si él no podía ayudarme, seguro que conocía a gente que sí.
Yo me quedé mucho más tranquila.
Llegué a la moto pensando únicamente en regresar a casa para poder encerrarme en mi despacho y analizar con detenimiento toda la información que tenía. Albergaba una esperanza: que la relación entre la pintura, las lápidas y las desapariciones anuales me llevara a algún lugar.
Justo cuando me colocaba los guantes recordé al calvo y mi visita pendiente a Enrico.
«Mierda», pensé.
Aquello tampoco podía esperar. Aunque, de algún modo, había dejado de ser el centro de mi universo. Me sentía mucho más relajada con aquello al tener tantas cosas en las que pensar.
«Aún es temprano —me dije—. Voy a ver a Enrico y luego tiro para casa».
—Tengo que contarte algo —le dije nada más asomar a su despacho.
—¿Hace falta tiramisú? —me preguntó.
—No, quizá vendría bien la pistola que tienes escondida en el cajón —bromeé.
Saqué el móvil y le enseñé las fotos que le había hecho a aquel tipo la noche anterior.
Cuando las vio se puso tenso. Se levantó de su sillón y salió de detrás de la mesa para sentarse a mi lado en una de las sillas.
—¿Te vio? ¿Te hizo algo? —me preguntó, preocupado.
—No, tranquilo, no creo que me viera. Iba distraído, hablando por el móvil.
—¿Tú te sientes bien? —quiso saber después; se refería a mi cabeza.
—Bueno… Ahí ando. —Logré controlar la angustia—. He estado dudando entre acudir a la policía o venir a contártelo sólo a ti.
Enrico me miró muy serio y asintió levemente con la cabeza.
—Supongo que la policía debe saberlo o no en función de lo que quieras tú que ocurra. —Me tanteó.
—Quiero que se arrepientan —dije con toda la frialdad del mundo.
—¿Estás segura? —me preguntó.
—Estoy completamente segura —afirmé.
Enrico respiró hondo y se levantó. Volvió al otro lado de la mesa, a su trono, y abrió uno de los cajones de la derecha. Sacó una carpeta y me la tendió.
—Los dos formaron parte de la brigada Plus Ultra en la guerra de Irak. Tuvieron que portarse realmente mal porque regresaron al cabo de un año y fueron expulsados del ejército.
Me explicaba aquello mientras yo ojeaba lo que había en aquella carpeta. Enrico lo sabía prácticamente todo sobre ellos: lugar y fecha de nacimiento, recorrido educativo, año en que ingresaron en el ejército y fotos, muchas fotos, en ciudades y países diferentes. Sonreí al leer sus apodos: al puto calvo de los cojones se lo conocía como el Calvo; al de la coleta, como el Jardinero.
—«El Jardinero» —leí en voz alta.
—Al parecer, lo de las tijeras de podar es una marca distintiva —me explicó Enrico.
Yo sentí una fuerte punzada en el muñón.
—¿Por qué tienes todo esto? —le pregunté, mostrándole con ambas manos la carpeta.
Enrico se levantó de nuevo y se dirigió hacia el sofá. Se sentó en el centro, mirando al frente; pretendía evitar mis ojos.
—Lo que te ocurrió aquel día fue por mi culpa, Ada —me soltó de sopetón y alzó la mano para impedirme rechistar—. Yo te pedí que te encargaras del caso. Mis años y mi experiencia tenían que haberme servido para darme cuenta de lo que se te venía encima. No fui capaz de protegerte, y ésa era mi obligación… velar por tu seguridad.
«¡Cago en la puta!», grité en mi cabeza. Dos años con Enrico diciéndome día sí y día también que debía olvidarme de los señores trajeados y preocuparme por estar bien. Dos años cambiando de tema cada vez que intentaba hablar de ello con él. Dos malditos años creyendo que Enrico no le había dado importancia a aquello, cuando precisamente evitaba el tema por lo mucho que le había afectado.
—Nadie le corta un dedo a mi compañera y sigue viviendo como si no hubiera pasado nada —afirmó.
—¿Y por qué no me has contado nada de esto antes? —le pregunté, un poco dolida—. ¿Sabes cuánto bien me habría hecho? ¿Sabes lo que habría supuesto para mí enterarme de que esto realmente te importaba? —Hice todo lo posible por aguantarme el llanto—. ¡Joder, Enrico! ¡Que llevo dos años con miedo y sintiéndome culpable por no ser capaz de superarlo! —Fue tarde, las primeras lágrimas de rabia comenzaron a correr—. ¿Por qué me lo has ocultado?
Lo miré fijamente a la cara y, al verlo, recordé aquel día en mi piso, cuando se abalanzó sobre mí y apretó mis costillas con toda la fuerza de su abrazo. Aquel día me hizo daño para protegerme, para que fuera consciente de que no servía de nada mi valentía si mi escasa fortaleza me llevaba a la muerte. Yo no fui consciente de lo que estaba haciendo hasta que comencé a sangrar profusamente mientras me defendía.
La culpa y la tristeza de su cara eran las mismas que aquel día.
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté en un tono más cariñoso.
—Hugo vino a verme hace año y medio. Me habló de tus pesadillas y tus cambios de humor; de tu empeño por aparentar que todo marchaba bien. —Me quedé perpleja al oír aquello—. Vino a pedirme que te quitara de la cabeza la idea de encontrar a esos cabrones. Me contó que solías decirle a menudo que yo te ayudaría a encontrarlos y que, juntos, les haríamos pagar por lo que te habían hecho.
Aquello era cierto. Tras lo ocurrido, me defendía de mis pesadillas con la promesa de encontrar a los señores trajeados y despacharme a gusto con ellos. Por aquel entonces aún me recuperaba de mis heridas.
—Y le hiciste caso —afirmé.
Me invadió la desilusión por aquella traición de Hugo. Aunque, acto seguido, recordé las charlas, que acabaron siendo broncas, en torno a lo de protegerme y tomar conciencia de la necesidad de cuidarme.
Mi cabezonería le había llevado a hacer aquello.
—Le hice caso a medias —continuó Enrico con la conversación—. Traté de esquivar el tema contigo, pero, por mi cuenta, comencé a recopilar toda la información que encontré sobre esos dos.
Respiré hondo y me dispuse a limpiar mi mente de posibles reproches e idas de olla varias. «Todo esto lo ha hecho por mi bien», me dije. Y logré relajarme de nuevo; le dejé hablar.
—Son tipos peligrosos —continuó—. Trabajan por encargo y puedo asegurarte que no les importa cuál sea su objetivo; cumplen con lo pactado y después desaparecen por un tiempo. De hecho, si andan por Granada es porque algo les ha vuelto a traer aquí.
—¿Nunca les han cogido por nada? —pregunté, pensando que aquello se parecía más a una película de Steven Seagal que a la vida real.
—Ni una sola ficha policial.
—¿Y qué podemos hacer? —dije sintiendo la prisa en las venas—. Damos con ellos y…
—Lo que podemos hacer es tener paciencia, Ada —me interrumpió él—. Sólo has visto al Calvo y el realmente escurridizo es el Jardinero. Tenemos que encontrar la forma de reunirnos con los dos. Creo que lo mejor que podemos hacer es tenerlos controlados y conseguir atraerlos hacia nosotros.
No me gustaba mucho aquello de esperar. De hecho, era lo último en lo que podía pensar en aquel momento, ahora que los olía tan cerca.
—No lo veo, Enrico. Creo que lo mejor sería darnos prisa y cogerlos antes de que vuelvan a marcharse de Granada.
—Vale, si quieres lo hacemos como tú digas —admitió—. Conseguimos dar con ellos, los seguimos a dondequiera que vayan y después ¿qué? No puedes precipitarte en esto, Ada. Son tipos sin escrúpulos y con mucha experiencia. Lo único en lo que podemos ser superiores es en la estrategia y la sorpresa, y para eso hace falta mucha paciencia.
No sabía cuándo me había movido, pero ya no estaba sentada en la silla. Estaba en pie, apoyada sobre la mesa de Enrico y en actitud más que beligerante. Sopesé las palabras de mi compañero y supe que tenía toda la razón del mundo.
«Aprender a cuidarme», pensé.
—De acuerdo —admití al fin—. Pero déjame que aporte mi granito de arena. Entre mis compañeros de Krav hay muchos porteros de discoteca, alguno que otro con un pasado bastante oscuro. Conocen a mucha gente y pueden mantenernos informados.
Enrico me miró con el ánimo recuperado y, diría yo, con grandes dosis de orgullo.
—Has pasado el bache —me dijo con cara de satisfacción.
—¿Cómo dices? —No lo entendí al principio.
—Por fin estás mirando al pasado sin miedo —afirmó.
Era cierto. Estaba mirando al pasado, me estaba enfrentando a él y lo estaba orientando al futuro.