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«¿Alguna lápida en Málaga?»
«¿Por qué la inscripción y las margaritas?»
¿Cómo se compaginan la búsqueda de un asesino en serie, la tórrida relación de tu socio con un mafioso napolitano y una venganza personal? Te digo yo cómo se compaginan: con muchísima dificultad.
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Lo primero que hice al llegar a casa, después de la charla con Enrico, fue sentarme en el escritorio del despacho, con mi libreta y un bolígrafo en la mano.
«Todo esto está demasiado desordenado», concluí después de haberle echado un buen vistazo.
Me levanté y me planté frente a la pared que había cargado de información. Al encontrarme con el mismo desorden tanto en los tablones como en la pizarra, decidí quitarlo todo y comenzar de cero.
Amontoné las fotos, los recortes de periódico y demás papeles sobre la mesa, cogí de nuevo la libreta y comencé a poner en orden mis ideas.
«LÁPIDAS», anoté en la pizarra en primer lugar.
—Vamos a ver, tenemos cien lápidas distribuidas por todo el territorio español, incluyendo las islas —comencé a analizar en voz alta—. Están en todo el país, excepto en Málaga.
Cogí el mapa mudo de España en el que había marcado con una cruz latina las lápidas de las que yo tenía constancia: las noventa y siete localizadas por la policía hasta que dejé de recibir la información de Andrea.
—Me da a mí que las tres que faltan tampoco van a estar en Málaga —dije en voz alta—. Podría ser el territorio del Pintor y por eso decidió dejarlo virgen. O… —Reformulé mi duda en la cabeza—. O puede que en Málaga haya algo más que no hemos encontrado aún; algo que no hemos relacionado con el caso.
Ambas opciones me parecieron probables y, para que no se me olvidara, en la esquina inferior izquierda de la pizarra anoté mi primera pregunta para Andrea: «¿Alguna lápida en Málaga?».
—Volviendo a las cien lápidas, todas ellas tenían exactamente el mismo aspecto: granito verde, ramos de margaritas frescas en las esquinas y la inscripción «“El mejor olor, el del pan; el mejor sabor, el de la sal; el mejor amor, el de los niños”, Graham Greene».
También ahí tenía dudas. Había algo que no encajaba con lo que habíamos encontrado. Flor me había contado que las margaritas son símbolo de la inocencia y ese detalle, junto con la inscripción, me llevó a pensar que los desaparecidos iban a ser niños. Sin embargo, los únicos que podían ser considerados en edad infantil, y estirando mucho la edad, eran los desaparecidos de 1981 a 1983, con entre doce y catorce años.
Abrí una nueva lista de preguntas en la esquina inferior izquierda de la pizarra. Esta vez, dirigidas al Pintor: «¿Por qué la inscripción y las margaritas?».
—Y de cien lápidas —continué—, sólo treinta y cinco encerraban objetos tras la cerradura. Treinta y cinco objetos personales más treinta y cinco pinturas.
Mientras anotaba aquellos datos en la pizarra, me planteé si todo lo que había en el interior de los nichos eran trofeos del Pintor.
—Puede que las pinturas tengan otro significado —señalé.
Anoté en la pizarra «PINTURAS» y traté de recordar la única obra del Pintor que yo había visto, la de Jaén. Si cerraba los ojos, si me concentraba un poco, aquel realismo parecía atraparme de nuevo. Aroma a pinar. Troncos estilizados y delgados, copas bajas; árboles jóvenes y muy cercanos, tan reales que casi podía sentir la escasa rugosidad de su superficie.
Amplios espacios entre los pinos.
Claridad y sensación de libertad a su alrededor.
Tras ellos y a una distancia intermedia, rugoso y resquebrajado, lo que me pareció un fragmento de muralla. Piedra o barro… o ambas cosas.
Del tono terrizo de la muralla a la luminosidad del cielo, salpicado de nubes blancas. Y, al fondo, a la izquierda del paisaje, como pasando desapercibido, un castillo en lo alto de un cerro.
—Podría ser el parque del Cerro de Santa Catalina —conjeturé en voz alta también esta vez, rememorando mi primera impresión en el cementerio de Jaén.
Pero no estaba segura. Desconocía el tipo de vegetación de la zona y no tenía ni idea de si quedaba en pie algún trozo de su muralla.
«Podría ser la pared de un viejo caserón», pensé recordando aquel paredón.
Apunté en mi libreta como tarea «Investigar los alrededores del parque del Cerro de Santa Catalina» y, en la pizarra, una nueva pregunta para Andrea: «¿Todas las pinturas son paisajes?». La respuesta a aquella cuestión podría ayudarme a encontrar algún significado.
—Me da a mí que me estoy haciendo demasiadas preguntas —concluí—. Y acabo de empezar.
Sacudí la cabeza y pasé al siguiente punto, después de las lápidas: «MÁLAGA».
Había demasiados detalles que me hacían pensar en Málaga como centro importante de todo aquel misterio. Para empezar, el hecho de que no hubiera allí ninguna lápida. Claro que eso aún tenía que confirmármelo Andrea… si es que lo hacía.
—¡Mierda! Tenía que habérselo preguntado cuando me contó lo de Remigio —me lamenté al recordar que aquélla fue la primera vez que me lo había planteado.
Independientemente de la presencia o no de lápidas en Málaga, había otros detalles importantes: el hecho de que el Pintor conociera la relación de parentesco entre Remigio y José Casas y las deudas de juego del funcionario; lo de tener controlado el cierre de la comisaría de Coín; los pagos en los almacenes Cortefiel, que por aquella época estaban recién abiertos y tendrían la suficiente afluencia de gente para poder pasar desapercibido…
En aquel momento no se me ocurrió nada más, pero me parecieron datos más que suficientes. El Pintor conocía bien el terreno por el que se movía.
Justo cuando iba a pasar al siguiente punto recibí una llamada de teléfono.
—Ada, te necesito en el restaurante. —La voz de Enrico sonó contrariada—. Ya sé que te dije que no haría falta, pero Carmina ha salido y no tengo camarera.
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Miércoles.
Un miércoles normal.
Únicamente dos mesas llenas.
Estaba claro que si Enrico me había llamado no era porque me necesitara para trabajar.
—¡Jefe! ¿Puedes salir? —Lo llamé desde la barra cuando no hubo comandas que servir.
Él acudió enseguida, con la cara algo cargada por la preocupación.
—¿Me vas a contar qué está ocurriendo? Jamás me habías llamado para… —Señalé las dos mesas—. Esto.
Enrico miró el tiramisú de la vitrina y sonrió levemente. A continuación, se metió la mano en el bolsillo y sacó de él un papel doblado.
—Carmina no está porque esta tarde han ingresado a Gennaro —me explicó—. Ella acaba de llamar. Han estabilizado al viejo y creen que en un par de días le darán el alta.
O sea, que lo del cáncer era cierto.
—¿Y tú por qué estás así? —le pregunté mirando el papel que estrujaba en la mano.
—Porque parece que se acerca la hora de la verdad y no sé si estoy preparado —respondió él alargándome el papel.
«¡Mierda de nota!», pensé. Mi nivel de ansiedad volvió a subir al leer las palabras «El momento se acerca. Gennaro», escritas en italiano.
—Y si el momento se acerca, ¿por qué coño está jugando contigo? ¿Por qué no te lo ha contado ya? —quise saber, enfadada—. Ojalá ese hijo de puta se muera esta noche mismo —deseé en voz alta con todas mis fuerzas.
Enrico cogió el papel y lo guardó de nuevo en el pantalón.
—Yo tampoco lo entiendo —dijo él—. Cuando apareció en el restaurante pensé que todo acabaría pronto. Si había venido a por Carmina, lo más fácil para él habría sido cumplir con nuestro acuerdo.
—Tú sabes cuáles serían las consecuencias. —No fue una pregunta sino una afirmación—. ¿Te merece la pena perder todo lo que has ganado en estos años por una estúpida promesa?
—No es una promesa estúpida, Ada —me corrigió, dolido—. Ellas eran mi vida. —Su voz sonó quebrada—. Toda mi vida…
Se levantó de la banqueta en la que estaba sentado y se metió en su despacho. Yo miré las mesas y, al ver que todo parecía estar controlado, fui tras él.
—Lo siento —le dije nada más asomar por la puerta—. No he querido decir eso.
No me miró. Permaneció hundido en su sillón, con la mirada fija al frente y los puños apretados.
—No soy muy buena con estas cosas, ¿vale? —admití—. Sobre todo porque llevo demasiado tiempo mirándome el ombligo. Siempre que he tenido algún problema importante con alguien a quien quiero, he acabado mirando a otro lado y esperando que todo se solucionara solo. Lo he hecho con Hugo… y lo hice con Susana. —Oír aquel nombre en mi propia voz me estrujó el alma. Volví a relegar el recuerdo de mi amiga al cajón de «Esto es mejor obviarlo».
Enrico fue a levantarse para huir de nuevo de mí, pero no se lo permití. Cerré la puerta y me apoyé sobre ella, indicándole que no iba a dejarlo pasar.
Él tomó asiento otra vez con desgana.
—No pienso mirar para otro lado para no ver cómo te destrozas —le dije, enérgica—. Eres mi compañero, mi amigo, mi colega… mi padre. Eres una de las patas más importantes de mi vida y me niego a vivir sin ti.
Sentía toda la emoción del mundo acumulada en mi garganta.
—Te quiero, Enrico. Te quiero de tantas formas diferentes que ahora mismo eres, por acumulación, la persona a la que más quiero… Y a la que más respeto. —Me costaba hablar a causa de esa pelota en la garganta—. El papel que tienes en el bolsillo puede significarlo todo… o no significar nada. Gennaro puede ser alguien crucial en tu vida… o alguien sin importancia. Puedes salir por esta puerta, exigiendo que cumpla su promesa… o puedes quedarte aquí, rodeado por todo lo que tú solito has construido. Puedes hacer lo que quieras… y yo siempre voy a respetarte. —Respiré hondo—. Pero, precisamente por lo importante que eres para mí, porque no puedo imaginarme el resto de mi vida sin ti, te pido que quemes ese papel que guardas en el bolsillo, que decidas que Gennaro ha muerto y que te quedes aquí… conmigo.
Aquel día, el hombre de acero lloró por primera vez en mi presencia. Se desahogó por completo, mientras yo hacía de tripas corazón y lo abrazaba, tragándome mi propio llanto. «Shhhhhhh…», le susurraba al oído, sin poder evitar recordar el pasado. Viajé, usando la memoria, a aquellos años de mi infancia en los que me ahogaban el miedo hacia mi padre y los mares de lágrimas; a aquellos momentos de angustia en los que mi madre acallaba su propia tristeza para ayudarme a dejar la mía atrás. «Shhhhhhh…», me susurraba ella.
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Abandoné el despacho al cabo de un rato, cuando Enrico pareció haber recuperado la entereza. Me dedicó una tierna sonrisa antes de salir por la puerta.
Cuando llegué al comedor, la alegría me inundó el pecho y expulsó, a su paso, casi toda la angustia. Carmina estaba allí, tan bonita como siempre, encargándose de las mesas. Fue como si la normalidad hubiera decidido regresar para darnos un soplo de tranquilidad en medio de toda aquella tormenta.
—¡Enrico! ¿Puedes venir? —lo llamé, recordando con orgullo una de las frases que le había susurrado al oído en el transcurso del llanto.
«Te prometo que Carmina ni se ha ido, ni se irá».
Cuando mi compañero salió de su despacho, su sobrina y él se cruzaron miradas de complicidad. Enrico regresó a su puesto en la cocina y ella cogió las riendas del restaurante como si jamás las hubiera soltado.
—Carmina, yo me marcho. Esta noche tengo trabajo en casa —dije satisfecha.