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«Arte», pensé.
«El Pintor», sonó en mi cabeza.
Odio esas veces en las que, de pronto y sin venir a cuento, tomas conciencia de algo y ya no puedes pensar en otra cosa salvo en eso. «¿Habré cerrado el coche?», «¿He dejado la sartén puesta en el fuego?»…
Una de esas preocupaciones me atacó varios días después. Más que una preocupación, una certeza: estábamos a día 1 de febrero, y el Pintor volvería a matar en mayo.
Aún me sentía algo extraña hablando de un asesino en serie cuando únicamente se había relacionado con él un cadáver. Bueno… vale, un cadáver y muchísimos varones desaparecidos, de los que sólo habían quedado objetos personales ocultos en el interior de un montón de nichos.
Aquellos días no paré de darle vueltas a la figura del Pintor. Aún no sabía si admirarlo o temerlo, por su gran capacidad de planificación y esa impunidad con la que había estado actuando durante tantos años. De hecho, de no haber sido por un golpe de suerte, jamás habríamos descubierto lo de las lápidas repetidas.
Recuperé del trastero algunos de mis manuales de criminología y, poco a poco, fui desarrollando un perfil criminal de andar por casa.
Elaboré una lista con preguntas sencillas que me consideraba capaz de responder con los datos que tenía; las demás, como de costumbre, fueron deducciones de cosecha propia.
«¿Personalidad organizada o desorganizada?» Por supuesto, organizada. Extremadamente organizada.
«¿Tiene un plan preconcebido o actúa al azar?» Preconcebido, obviamente.
«¿La fecha en la que actúa tiene algún significado para él o para su entorno?» Probablemente, si la fecha no tuviera un significado no llevaría cerca de treinta y seis años repitiéndola.
«¿Usa objetos o mata con sus propias manos?» Esta pregunta era la que con menos precisión podía responder. Sólo conocía un caso, el de David Sanders, el chico de veinticuatro años encontrado envuelto en plástico junto a una carretilla en la sierra de La Alfaguara. Andrea me había contado que había sido drogado (no especificó qué tipo de droga le suministraron) y estrangulado. El estrangulamiento es un símbolo de poder y superioridad por parte del agresor, y añadiéndole el uso de drogas, podía sumar a todo aquello un síntoma más: el control. Precisamente, era esto último lo que más abundaba en todos los movimientos del Pintor: control, planificación, organización…
Las siguientes preguntas giraban en torno a los lugares en los que se habían cometido los crímenes y dónde fueron encontrados los cuerpos. Eran tantos sitios y tan alejados los unos de los otros que hasta daba miedo. Acabé teniendo la sensación de que el Pintor rompía con todo lo que yo conocía sobre asesinos en serie.
—Tienes pasta —dije de pronto mirando fijamente aquella foto impresa del asesino de la película Seis mujeres para el asesino, con su gabardina y su sombrero negros y el rostro oculto con una máscara—. Tienes mucha pasta y no te ha importado en absoluto gastarla en este juego de desapariciones, lápidas y arte.
«Arte», pensé.
Mi cabeza seguía insistiendo en que la clave de todo estaba en las pinturas.
—Además de ser rico, eres extremadamente meticuloso e inteligente. —Le hablaba a la foto—. Lo tienes todo calculado al milímetro desde hace muchos años. Muchos años… —Eché una visual a todo lo que tenía allí apuntado—. ¿Cuál es tu fin? Porque has de tener alguno.
«El Pintor», sonó en mi cabeza.
—Debe haber algún modo de encontrarte. —Me dirigía de nuevo a la foto—. Algún rastro has tenido que dejar.
Al cabo de varias noches en vela y de dar vueltas y más vueltas a los tablones y la pizarra de mi despacho sin haber conseguido avanzar ni un poco, acabé reconociendo que estaba bloqueada.
Bloqueada… y enfadada.
Había mandado un montón de mensajes a Andrea con varias preguntas y no había hallado respuesta. Bueno, miento, después del tercer intento recibí un escueto: «Lo siento, Ada, no puedo».
«Piensa —me dije a mí misma—. Piensa».
Pero los pensamientos no llegaban.
—¿Tú también crees que me va a sentar bien dar un paseo? —pregunté a Clemente II mientras me tomaba un café junto a él en la cocina.
Salté de la silla y me metí de cabeza en la ducha. Tenía una visita pendiente desde el día anterior y no se me ocurría un mejor momento para hacerla.
TRAXGO PELUQUEROS, leí en el cartel.
Aparqué la moto justo enfrente de aquella fachada de color azul cielo, al lado de la Harley de Gustavo, uno de mis colegas de Krav Maga.
Días antes, tras mi conversación con Enrico sobre el Calvo y el Jardinero, antes de ir a casa a encerrarme en mi despacho, acudí a él y a un par de compañeros más del gimnasio, incluyendo a Paco, mi entrenador. Les expliqué que andaba buscando a los dos tipos que me habían cortado el dedo hacía más de dos años y que necesitaba que me echaran un cable. Les mostré las fotos del Calvo que guardaba en el móvil y me prometieron que harían todo lo posible por localizarlo.
La verdad es que me impresionaron. Sabía que me tenían aprecio y que se preocupaban por mí, pero jamás habría esperado una respuesta tan potente.
«La primera regla del Club de la Lucha es que no se habla del Club de la Lucha».
«La segunda regla del Club de la Lucha es que no se habla del Club de la Lucha».
A eso me recordó lo que acabaron montando los chicos: a la novela El club de la lucha, de Chuck Palahniuk.
Yo pertenecía a uno, y acababa de darme cuenta. Sí, un club de la lucha, aunque con menos hostias reales y menos grasa de liposucción para fabricar jabón. Tan sólo hacía falta un Tyler Durden cualquiera para hacerlo funcionar. Y ese Tyler era Gustavo.
«Si mezclas ácido nítrico con glicerina obtendrás nitroglicerina».
Gente que vive a pie de calle, que se preocupa por la gente que vive a pie de calle.
«Si mezclas nitroglicerina con nitrato sódico y serrín, obtendrás dinamita».
Gente que no se lo pensó dos veces cuando acudí a pedir ayuda.
«Si mezclas la nitroglicerina con más ácido nítrico y parafina, obtendrás explosivos de gelatina».
Gente que se preocupaba por mí… Mi gente.
Seguratas, porteros de discoteca, taxistas… Tipos con muchos amigos, ésos eran mis compañeros de Krav.
Los currantes a pie de calle.
El jabón.
La nitroglicerina.
La dinamita.
El explosivo de gelatina.
Tardaron muy poco en localizar al Calvo en el hotel Sidorme, en Pulianas, junto al parque comercial Kinépolis. Fue Miky, uno de los chicos de seguridad del hotel, quien lo identificó y mandó la primera foto.
Después de aquello, vieron al Calvo en distintos sitios de juerga por Granada: la discoteca Mae West, las salas Rendbrandt y Príncipe y el puticlub Don José. Siempre se movía de noche; siempre en taxi. Durante el día, permanecía encerrado en el hotel.
El Calvo aparecía en todas partes, pero ni rastro del Jardinero.
Yo los quería a los dos juntos.
—Se ha largado —me dijo Gustavo nada más verme entrar en su peluquería.
—¿Cómo que se ha largado? —le pregunté, incrédula.
—Te llamé ayer, pero no cogiste el móvil —me dijo con tono de mosqueo.
—Lo siento, he tenido el teléfono estropeado. —Mentí; no le había contado a nadie, salvo a Enrico, lo de mi obsesión por el Pintor—. ¿Y cómo sabes que se ha largado?
—Me lo ha dicho Miky —me explicó—. Ayer por la mañana me mandó esta foto.
Me alargó el móvil y me quedé sin habla.
El Calvo salía del hotel con una gran maleta de ruedas. A su lado, un tipo con la cabeza rapada. Juraría que era el Jardinero, sólo que sin coleta y sin tijeras.
—Mierda, estaban los dos en el hotel —me lamenté.
Di las gracias a Gustavo y me levanté del sillón de barbero para salir a la calle.
—Si me entero de algo te aviso, ¿de acuerdo? —me dijo él antes de que yo saliera del local.
—Gracias, nene, te debo una —le respondí.
Mi siguiente parada fue La Napolitana. Acudí allí a contarle lo de los señores trajeados a Enrico, pero el ambiente me pareció demasiado turbio.
«Esto va a tener que esperar hasta que llegue el momento adecuado», pensé.
Mi cabeza estaba cargada con tantas cosas que opté por tener paciencia. Me daba mucha rabia dejar escapar a esos dos, pero, pensándolo fríamente, iba a ser lo mejor. ¿Cómo carajo sacaba yo tiempo para vengarme de los señores trajeados cuando el Pintor no abandonaba mi cabeza ni un solo momento?
Y, hablando del Pintor, de pronto recordé algo que había anotado en mi cuaderno.
—Hola, Enrico, y adiós, Enrico —le dije a mi compañero cuando salía a saludarme—. Esta noche te veo, se me ha ocurrido algo y voy a casa a trabajar en ello.