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Falta un cuadro.

Para ser más exacta, falta «el cuadro».

Andrea apareció en mi habitación a primera hora de la mañana. Se le notaba que no había dormido y me explicó que tan sólo tenía un rato, mientras sus chicos terminaban con el traslado de las pruebas. Después de horas de interrogatorio, no había logrado sacar ni una sola palabra al Pintor.

Su siguiente paso era esperar a que el juez de guardia de detenidos se inhibiera a favor del juez de Granada y emitiera la orden de traslado de Andrés Adarre al centro penitenciario de Albolote.

Para mi sorpresa, la inspectora había acudido a darme las gracias.

—No habría podido hacerlo sin ti —me dijo cuando abrí la puerta para dejarla pasar.

Al parecer, la clave se la habían dado los dos recortes de periódico en los que aparecía el mismo hombre. Y visto de ese modo, yo tampoco lo habría hecho sin la ayuda del colgado de José Luis.

A Andrea le había parecido reconocer en las imágenes al antiguo maestro de dibujo de su hermano.

Por supuesto, cuando Daniel desapareció, a nadie le resultó extraño que los profesores participaran en la búsqueda del chico. Lo que a Andrea le pareció raro fue verlo en aquellos recortes, en dos escenarios diferentes.

Aquélla fue la primera vez que el Pintor se confió. Su interés por saber si la policía tenía pistas fiables en torno a la búsqueda de los chicos lo dejó demasiado expuesto. No pudo controlar las fotos espontáneas para los periódicos.

La segunda vez que el Pintor cometió un fallo fue en 1999. Había dejado una huella parcial y otra completa en la cajita que había depositado en el interior del nicho.

Cuando la madre de Andrea confirmó sus sospechas, la inspectora intentó averiguar la identidad del maestro. Como era de esperar, todos los datos referentes a sus contrataciones y a su paso por los colegios habían desaparecido. Más tarde, su madre y ella refrescaron en la memoria la fea cicatriz del labio inferior del profesor, y el principal objetivo de Andrea fue localizar aquella marca característica en el máximo posible de imágenes.

Tras varios intentos infructuosos, decidió centrarse en las floristerías que cambiaban semanalmente por toda España los ramos de margaritas y, tras confirmar que muchos de los pagos se hacían mediante ingresos en cuenta a través de cajeros electrónicos, rastreó los cajeros desde los que se hacían esos ingresos y solicitó todas las grabaciones de las cámaras de seguridad.

Todos los pagos habían sido realizados en cuatro entidades diferentes del centro de Málaga, lo que acotaba mucho la búsqueda. Elena se encargó de esa parte. Revisó día y noche las grabaciones de los últimos años hasta que localizó a un sujeto con sombrero y una marcada cicatriz en el labio inferior.

Una vez identificado el sospechoso gracias a su cicatriz, Elena no tardó demasiado en encontrar un patrón en los pagos. Los ingresos correspondientes a las cien lápidas se efectuaban a lo largo del mes de septiembre de cada año.

Aquello resultó ser un gran descubrimiento, aunque inútil para la investigación. Más les valía dar con algo cuanto antes si no querían arriesgarse a que el Pintor volviera a ser el causante de una nueva desaparición.

Andrea y su equipo se centraron en la búsqueda de nuevas pistas mientras Elena, ayudada por un par de compañeros, se centró en las grabaciones de los cajeros.

Tras horas y horas de visionado, acabó topándose con un golpe de suerte bastante reciente: meses atrás, en septiembre del año anterior, el sospechoso había sufrido un percance fatal para él. En una de las imágenes, el Pintor perdía su sombrero; como si una ráfaga de aire se lo hubiera arrebatado. Desconcertado por el contratiempo, y siendo consciente del riesgo que aquello podía suponer para él, desapareció de la pantalla y no regresó hasta tener de nuevo puesto su disfraz. Sin embargo, aquel momento fugaz resultó ser más que suficiente. El Pintor había mirado fijamente hacia la cámara durante un instante.

Por fin tenían una imagen más o menos nítida de él.

—Aquellos pagos eran anónimos, pero en algún momento tendría que acudir a algún cajero a sacar dinero de sus cuentas, como cualquier ciudadano normal —me explicó Andrea.

Elena se encargó, junto con un equipo de cuatro hombres, de monitorizar las cámaras del centro de la ciudad. Aparte, distribuyeron la imagen del Pintor a nivel de seguridad privada y policía local.

—Lo localizamos gracias a un municipal —me comentó Andrea—. Lo identificamos y lo seguimos un par de días, mientras comparábamos las huellas que habíamos obtenido de un vaso en una cafetería con las del interior de aquel nicho. El cotejo fue positivo —me explicó—. Lo interrogué hará cosa de dos semanas. Teníamos pruebas suficientes para encerrarlo, pero pensamos que obtendríamos mucho más si dejábamos que se marchara y lo manteníamos vigilado. Imagínate mi sorpresa cuando me enteré de que andaba organizando la exposición.

»Ha dilapidado su fortuna a lo largo de estos años para mantener a flote toda esta locura —me contó—. Ha malvendido sus propiedades y, en los últimos meses, ha estado viviendo de las tarjetas de crédito. Una ironía, teniendo en cuenta la millonada que tenía en casa —me dijo refiriéndose a la Obra longitudinal de su padre.

Andrea se sumió en un súbito silencio. Parecía estar jodida, a pesar de todo.

—¿Pasa algo? —le pregunté.

—No… es sólo que no ha querido declarar y no parece tener la intención de hacerlo —me explicó—. Si no suelta prenda, difícilmente vamos a poder localizar los cuerpos.

Dijo «los cuerpos» como queriendo mantener la distancia, pero yo supe perfectamente que a quien quería encontrar realmente era a su hermano Daniel.

—Andrea, creo que todo esto no lo ha hecho solo. —Me acordé de pronto de la conversación con el modelo del pintor malagueño—. Anoche hablé con el hombre que posó para Alberto Adarre durante tantos años, y cuando le pregunté por la última pintura, él me respondió que Andrés ya tenía al modelo perfecto. ¡Puede que él sepa algo! —propuse, esperanzada.

La inspectora se quedó muy seria al oír aquello.

—¿Estás segura de eso? —me preguntó.

—Es lo que me dijo, no sé si inocentemente o no —respondí yo.

Andrea sacó su móvil del bolsillo y buscó entre sus contactos.

—Elena, averigua el nombre del modelo de Alberto Adarre. Parece que estaba al tanto de todo —le pidió a la oficial y, acto seguido, permaneció en silencio un momento—. ¿Cómo? Pero, bueno, no tiene por qué guardar relación con el caso. —Nuevo silencio—. Ya veo… Vale, voy para allá.

Mi amiga cogió la chaqueta de la silla y guardó su teléfono.

—Tengo que ir a comisaría —me anunció—. Al parecer, Julián Gómez, el modelo del que hablamos, ha aparecido esta mañana bien temprano en la comisaría. Cuando llegó a casa después de la detención de Andrés Adarre, se encontró allí a su nuera muy preocupada. Su hijo lleva desaparecido desde antes de ayer al mediodía.

—¿Y por qué crees que es importante? —le pregunté con curiosidad.

—Elena dice que tengo que ver su foto; el aspecto perfecto para el Pintor —me explicó—. Y hay algo más… tiene cuarenta y siete años.

—¡Joder! —exclamé—. ¿Puedo acompañarte? —le pregunté, nerviosa, esperando una respuesta negativa.

Andrea se lo pensó un momento.

—Anda, vístete. Quizá esa cabecita tuya pueda volver a ayudarme.

Al llegar a la comisaría, aquello me pareció un auténtico caos. Efectivos de Málaga y de Granada por todos lados. El Pintor había revolucionado al cuerpo de Policía y lo mantenía en tensión con aquella nueva desaparición.

Rostros cansados y cuerpos agotados que habían tenido que sustituir la promesa del inminente descanso por un último achuchón, francamente difícil de afrontar.

—Mis chicos están muertos —me dijo Andrea al entrar a su improvisado despacho—. Llevan dos meses trabajando a destajo y se han quedado rotos al enterarse de que esto aún no ha terminado.

—Andrea… —Interrumpí sus idas y venidas nerviosas—. ¿Había lápidas en Málaga? —Por fin podía hacerle una de mis preguntas.

Su gesto reflejó cierta desesperación.

—No las había —respondió—. Por eso no esperaba sorpresas —admitió, algo avergonzada.

—Andrea —nos interrumpió Elena—. Falta un cuadro —dijo muy seria.

—¿Cómo que falta un cuadro? —Nuestras voces se acompasaron al hacer la pregunta.

—Para ser más exacta, falta «el cuadro».

El retrato inacabado, aquel que se suponía que estaba oculto tras la tela negra y que no podría ser visto hasta que Andrés lo hubiera terminado, había resultado ser un lienzo en blanco enmarcado.

La inspectora entró en cólera y comenzó a dar vueltas por el despacho como un animal enjaulado y furioso. Yo me negué a entrar en pánico.

—Esto tiene que ser más sencillo de lo que parece —dije en voz alta para tratar de tranquilizarme—. Sólo hay que pensar como él.

Recordé de pronto una frase de Sherlock Holmes que siempre repetía en sus clases uno de mis antiguos profesores de criminología: «Una vez eliminado todo lo imposible, la verdad está en lo que queda, por improbable que parezca».

Andrea y Elena me miraban con incredulidad.

—No me miréis así —les dije—. Vosotras lleváis dos meses analizando pruebas y haciendo seguimientos. Yo llevo cuatro soñando con el maldito Pintor y sus lápidas. Para mí ha sido muy difícil dar con él y prefiero pensar que lo que queda tiene que ser mucho más fácil de resolver.

—No sé si estoy de acuerdo contigo, pero ¿qué propones? —Andrea me estaba dando cancha.

—A ver… No creo que haya escogido al hijo del modelo por casualidad —propuse—. Estoy casi segura de que lleva desde el año 1981 esperando el cuarenta y siete cumpleaños del hijo de Julián Gómez. Detrás de todo esto tiene que haber algo más que concluir la Obra longitudinal de su padre. Si sólo se tratara de eso, habría bastado con pedir al hijo del modelo que posara para él, ¿no os parece?

Andrea y Elena se miraron un instante. Tuve la sensación de no estar diciendo demasiadas tonterías.

—Elena, habla con Julián Gómez. Pregúntale si Adarre había comentado alguna vez la posibilidad de que su hijo, el desaparecido, fuese el modelo final —solicitó la inspectora—. Ada puede tener razón.

Cuando Elena se marchó, Andrea y yo seguimos dando vueltas al tema.

—¿Y por qué la exposición? —preguntó mi amiga.

—No sé, puede que sea el ego del artista —propuse—. Hay algo que sí me ha quedado bastante claro. Andrés Adarre actúo con prisas, improvisando. Sabía que se le estaba agotando el tiempo.

—Pero no esperaba que lo detuviéramos tan pronto —dijo Andrea—. No, después de todo el espacio que le estábamos dejando. ¿Y si lo hubiera preparado todo para desaparecer anoche mismo y dejar terminada su obra antes de que lo detuviéramos?

Efectivamente, era mucho más sencillo de lo que, a priori, habíamos esperado. Tanto la desaparición del hijo del modelo como la ausencia del cuadro en la galería nos parecieron fruto de la desesperación de Andrés Adarre. El Pintor no podía permitir que lo encarcelaran sin haber terminado la obra, no la de su padre sino la suya propia… Su fin supremo. Por eso había adelantado la fecha de su ejecución.

—El cuadro y el hijo de Julián Gómez tienen que estar en el mismo sitio —dedujo Andrea.

—Ya, pero sin lápidas en Málaga, ¿dónde buscamos? —planteé.

—Julián confirma que Andrés y su hijo habían fijado las fechas para terminar el cuadro. Iba a posar para él —nos dijo Elena asomándose a la puerta.

Andrea asintió con la cabeza y permaneció un instante mirando al suelo, pensativa.

—Dadme unos minutos —nos pidió, y desapareció por la puerta del despacho.