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Dos días después de que todos los líos de mi vida reventaran, la estabilidad parecía haber regresado a mi día a día. Desperté plácidamente en mi colchón y disfruté de un riquísimo desayuno junto a mi inseparable compañero Clemente II, el bichejo negro y feo. A continuación, me di un baño de esos que te dejan la piel como una pasa y, acto seguido, me enfrenté de nuevo a mi reflejo en el espejo.

—Hola —me dije a mí misma con una sonrisa.

«Es sólo un dedo», repetí en mi cabeza recordando la frase y el bonito gesto de Bruno.

Al cabo de unos minutos salí del cuarto de baño, me puse ropa cómoda y me enfrenté a una aburrida pero necesaria tarea: guardar todos los papelajos del Pintor, incluyendo la Moleskine que tanta compañía me había hecho.

No recuerdo exactamente qué fue lo que me dio la clave, si el recorrido mental por las pinturas que Alberto Adarre había hecho usando a Julián padre como modelo o si esa plasticidad que la mente de Enrico me había demostrado tener para salir adelante y seguir estrujando su felicidad. Lo cierto es que, casi sin haberlo decidido, me encontré llamando al móvil de Andrea. Sabía que el silencio del Pintor la estaba matando; no había encontrado aún la forma de hacerle confesar dónde había enterrado los cuerpos de los desaparecidos.

—Creo que se dónde está enterrado tu hermano —le dije.

Había tenido frente a mí en todo momento la clave y no había sido capaz de verla hasta aquel instante. En mi recorrido por la ruta del Neveral, buscando la escena del cuadro que el Pintor le había dedicado a Daniel, me obcequé tanto en visualizar el castillo a lo lejos por encima de los pinos que obvié un detalle crucial: aquella pintura tenía más de treinta años y, por aquel entonces, el pinar había sido recientemente plantado. Yo buscaba árboles jóvenes y bajos cuando, al cabo de tanto tiempo, lo normal era que hubieran acabado creciendo.

Viajamos juntas a Jaén, acompañadas por un equipo de la Policía Científica de Granada. Comparándolas con la acuarela, escogimos tres fotos de las muchas que yo había tomado aquel día de paseo.

Al cabo de varias horas, y sin dar demasiados palos de ciego, acabamos localizando los restos del hermano de Andrea. Daniel estaba junto a la muralla, aguardando a ser encontrado.

Jamás olvidaré la cara de mi amiga la inspectora. Aquella aleación de tristeza, alivio y agradecimiento permanecerán por siempre como un tesoro entre mis recuerdos.

Después de aquello, la policía decidió pedir la colaboración de artistas expertos en paisajes para poder localizar el resto de los cuerpos.

A lo largo de los meses siguientes, los demás desaparecidos acabaron siendo encontrados y, con ello, numerosas familias pudieron poner, al fin, el punto y final a años y años de angustia y falsas esperanzas.

Cerrado el caso del maldito Pintor, no tuve más remedio que centrarme en mi propia vida. Una vida en proceso de cambio que, sin casos de asesinos en serie con los que obsesionarme, de pronto me pareció un poco vacía. Para colmo, los señores trajeados seguían sin dar señales de vida y Gennaro pronto estuvo tan hecho polvo que acabó perdiendo las fuerzas para seguir dando por saco.

Total, que como se me acabaron las excusas, tuve que enfrentarme a la realidad: un día a día cargado de trabajo pero con ausentes dosis de emociones fuertes. Un día a día en el que, pese a perseverar en mi empeño por crecer y ser feliz, el recuerdo de aquellos ojos bicolores volvió a pesarme.

Lo eché mucho de menos. A veces, demasiado.

No obstante, mi vida continuó avanzando.

Con el tiempo, mis visitas regladas al espejo disminuyeron. Poco a poco fueron adquiriendo naturalidad, y esa naturalidad acabó derivando en un buen aumento de mi seguridad.

La antigua Ada Levy regresaba. Eso sí, al igual que en el caso de La guerra de las Galaxias, la nueva versión estaba remasterizada. El nuevo paquete incluía licencia de detective privada, habilidades in crescendo en lo que a defensa personal se refería, un DAFO individual en proceso de cambio y un montón de pares de guantes con el dedo meñique de la mano izquierda cosido.

¿Sabes cómo mido ahora aquel cambio? Recordando mis sonrisas. Cada día que pasaba, éstas eran más sinceras.

Yo evolucionaba, mientras todo mi alrededor se iba asentando.

Flor aceptó por fin lo de su eterno amor por su marido muerto y decidió llenar el resto de los recovecos de su alma acompañada de su inseparable Tulipán. Desde entonces, ha visitado Roma, Berlín, Dublín y alguna que otra ciudad española más.

Su último viaje, conmigo, a Londres. Fue mi forma de resarcirme por haberme olvidado de ella el día de su primer gran viaje.

Y del cierre de un corazón, a la apertura definitiva de otro. Una sorprendente relación que acabó funcionando: la de Cristina con Javier, su… ¡Madre mía! Aún me sigue costando decirlo. A ver, repito… La relación de Cristina con Javier, su novio. Su primer novio.

Ésa sí que era una pareja equilibrada: Cristina ponía morritos y Javier decía que sí. Javier decía que no, y Cristina ponía morritos. Gracias a ellos dos y al resto de mis (casi olvidados) amigos, las salidas nocturnas, la música jazz en directo y las risas provocadas por la embriaguez regresaron a mi vida.

Incluso Bruno reapareció, aunque de un modo algo distinto. Comenzamos a conocernos de verdad y a entablar una bonita amistad, con algún que otro silencio incómodo y una pizca de tensión sexual, pero entablamos una amistad al fin y al cabo. Estaba tan decidida a no volver a meter la pata con él que, cada vez que quedábamos, me encargaba yo misma de aplacar mi calentón. Una media hora antes de salir de casa, mi dedo índice se dedicaba a jugar de forma traviesa con mi caprichoso botón.

Y para terminar el recorrido, ¿qué voy a decirte de Enrico? Pues que acabó recuperando toda su energía. Su restaurante de nuevo marchó viento en popa, y su sobrina Carmina decidió dejar en un cajón guardado su pasado en Nápoles como Violetta. Por fin regresaron los numerosos «Pero tú eres tonta, niña» de mi compañero, así como sus medias sonrisas, su carácter gruñón y su cariño distante. En definitiva, Enrico había regresado para quedarse. Mi italiano cincuentón estaba de nuevo a mi lado.

En cuanto a Hugo y yo, volvimos a cruzarnos. Dos veces.

Nuestro primer encuentro fue casual. Yo caminaba por la calle con Bruno, rumbo a una de sus exposiciones. Él apareció en sentido contrario, acompañado por una bonita gaditana; su ex novia, Bianca.

Un encuentro inesperado en el que no supimos cómo reaccionar.

Un «Hola, ¿cómo estás?», saliendo de mi boca.

Un «Te veo muy bien», emergiendo de la suya.

Unas breves presentaciones para no excluir a nuestros acompañantes.

Una acelerada despedida cuando esos acompañantes fueron conscientes de a quién acababan de conocer.

Aquel día me quedé muy rota. Parca en palabras como acompañante de Bruno en la exposición y escasa de ánimo en general. Pero el tiempo volvió a pasar y convirtió de nuevo el doloroso recuerdo de aquellos preciosos ojos bicolores en una pérdida aceptada y necesaria para los dos.

Y gracias al tiempo y a la reestructuración de mi vida, tres meses más tarde, cuando Hugo llamó a mi puerta para despedirse de mí y anunciarme que regresaba a Cádiz junto a Bianca, conseguí no desplomarme. De eso hace escasamente tres semanas.

Un «Hola, vaya sorpresa», saliendo de mi boca.

Un «He venido a decirte adiós», emergiendo de la suya.

En aquella ocasión, el marco de la puerta de mi piso fue nuestra barrera. Mientras me despedía de él guardando las distancias, mi cuerpo y mi ser anhelaron tenerlo muy cerca.

Un «Cuídate», saliendo de mi boca.

Un «Te echaré de menos», emergiendo de la suya.

Una putada eso de querer a alguien hasta el punto de dejarlo marchar.

Antes de desaparecer, Hugo se acercó a mí y me besó en los labios.

Nuestro último beso; uno de esos que te llenan la boca e inundan todos y cada uno de los recovecos del alma.

Un querer intenso y familiar que regresó a mi vida para volver a marcharse en un par de segundos. Un amor instantáneo que me atacó, cargado de recuerdos, y que acabó venciendo a mi fuerza de voluntad y al paso del tiempo.