31

Era cierto.

La antigua promesa.

La sed de venganza de Enrico.

Mi compañero se crucificaría él solito.

Al llegar a La Napolitana tuve una dolorosa bienvenida: justo cuando abría la puerta para entrar sentí un fuerte empujón que me llevó al suelo dando un señor culetazo. No sé por qué, pero esperaba un nuevo golpe, así que me preparé para recibirlo, tirada aún en medio de la calle y con la guardia en alto.

—Perdona, Ada —me dijo una voz muy familiar en tono seco.

Cuando miré hacia arriba para ver de quién se trataba, me encontré con Sebastián, el marido de Carmina, con el rostro convulsionado por la ira. Me ayudó a levantarme con mala cara y se fue como alma que llevara el diablo, sin pararse a comprobar en qué estado me encontraba.

—¡Adiós, Sebastián! —exclamé, enfadada, para que me oyera—. Joder, cómo me duele. —Comencé a notar una fuerte punzada en la base del coxis, de esas que te obligan a respirar poco a poco, como si una profunda inhalación pudiera terminar rompiéndote el hueso en dos.

Me llevé las manos al trasero justo cuando dirigía la mirada al interior de La Napolitana. Estaba claro que allí dentro las cosas no sólo no marchaban bien, sino que habían ido a peor. No me extrañaba que Enrico me llamara tan a menudo para echarle una mano en el restaurante; por alguna razón, ya no daban abasto.

Nunca había visto a Sebastián en aquel estado. De hecho, para mí siempre había sido lo más parecido en bondad y tranquilidad a un osito amoroso. Todo corazón. Todo sosiego. Vamos, lo que viene siendo un hombre con horchata dulce y refrescante en las venas.

Respiré hondo y me preparé para adentrarme en aquella insólita jungla.

—Llegas tarde —me dijo Carmina con mala cara en cuanto me vio entrar.

—Lo siento, me he despistado —me disculpé, algo extrañada.

Ella no pareció querer hacerme ni el más mínimo caso. Estaba demasiado ocupada atendiendo sola las mesas y tratando de mantener una sonrisa en aquel hermoso rostro cargado de angustia.

—Me pongo el delantal y enseguida estoy aquí contigo —la avisé.

Era cierto, iba a ponerme el delantal, pero en el despacho de Enrico. Tenía que averiguar lo que había pasado.

—¿Se puede? —pregunté al ver la puerta entreabierta.

—Llegas tarde —exclamó una voz con tono de derrota desde el otro lado.

Empujé la puerta y me encontré a Enrico sentado en el sofá, con las piernas cruzadas y mirando al frente fijamente. Sangraba por la ceja izquierda, y su ojo comenzaba a adquirir un intenso tono morado.

La canción que sonaba de fondo en el restaurante me pareció de una ironía aplastante en aquel momento… en aquella escena.

«Tired», interpretada por la voz poderosa de Mahalia Jackson, inundaba nuestros oídos y alimentaba a golpe de trompeta el agotamiento de mi compañero.

—¿Qué haces que no estás en la cocina? —Decidí dar un pequeño rodeo en lugar de preguntar directamente.

—¿Qué haces tú que no estás sirviendo mesas? —me preguntó él mostrándome una sonrisa forzada.

Estaba claro que mis rodeos no irían a ningún lado.

—Si no fuera porque el tipo que me ha tirado de un empujón al suelo y me ha pedido disculpas después del porrazo se parecía mucho a Sebastián, juraría que aquél no era el marido de Carmina. ¿Vas a contarme qué ha pasado?

—Pues lo que ocurre cuando te enteras, después de llevar casados unos cuantos años, de que tu mujer ha estado mintiéndote desde el principio —respondió él con la vista fija aún en el mueble de enfrente—. Y como a su mujer no le pondría la mano encima jamás, la hostia me la he llevado yo.

Yo no tenía ni idea de que Sebastián no conociera el pasado de su esposa.

—¿Y cómo es que no lo sabía?

—Ada, cuando estrenas una nueva identidad estás estrenando un presente, un futuro… y un pasado —me explicó—. Es lo más seguro para todos. Si yo hubiera podido evitarlo, también te habría protegido a ti de mi pasado.

Te parecerá extraño, pero aquéllas me parecieron las palabras más bonitas que Enrico me había dicho jamás.

Protegerme de su pasado…

—Ya, pero si no me lo hubieras contado, habrías tenido que acudir a Carmina cuando llegaste con aquella herida de bala, y no quiero ni imaginar la que te habría caído después —bromeé—. Vaya, una sonrisa sincera al fin —le dije cuando acabó sonriendo y desviando su mirada hacia mí—. Te quiero un montón, jefe, y debes saber que vas a tenerme aquí siempre, para lo que necesites —le solté con toda la sinceridad de mi corazón—. Eso sí, al mastodonte de Sebastián lo controlas tú. ¡Madre mía! Menos mal que pierde los papeles con poca frecuencia.

—Dale un par de días. —La seguridad había regresado a su cara, y a su voz—. Su corazón es tan grande como su fuerza, y estoy seguro de que defenderá a su familia por encima de todo.

Iba a decir algo más, pero de pronto apareció el huracán Carmina y arrasó con todo.

—Tú, a servir mesas —me ordenó, enfadada—. Y tú —dijo dirigiéndose a Enrico—, cúrate eso y de vuelta a la cocina. Si dejamos que los problemas lo ensucien todo, nos cargamos el negocio y de esto comen mis niñas.

No nos atrevimos a rechistar. Yo emprendí rumbo a la zona de comedor y Enrico se puso enseguida a trabajar.

Fue un sábado realmente intenso. Cerramos pasadas las seis de la tarde por culpa de una reunión de amigos con demasiada charla y alguna que otra copa de más.

—Nos vemos a las ocho —dije antes de salir.

—Ada, espera. —Carmina salió de detrás de la barra—. Quiero hablar contigo. ¿Te importa que tomemos algo?

—No, claro que no —contesté extrañada—. Vamos a La Qarmita, está aquí al lado.

Salimos juntas a la calle.

Me sentí extraña caminando junto a Carmina. Pese a tenernos cariño la una a la otra y a haber compartido muchas risas, nunca habíamos compartido nada fuera de La Napolitana. Su círculo vital y familiar lo componían Enrico, su marido y sus niñas, y fuera del ambiente laboral prefería centrarse en ellos.

—Perdona por la bronca de antes —me dijo un poco avergonzada—. En realidad te estoy muy agradecida por ayudarnos estos días.

—No te preocupes, puedo entenderlo. —Quise tranquilizarla—. Debes de estar pasando un momento regular.

—Saldré de esta, créeme —afirmó con contundencia—. Me crié cerca de mi abuelo y eso endurece a cualquiera.

Hizo una pequeña pausa para mirar algo en el móvil. Luego continuó.

—Creo que Enrico siempre ha pensado que yo había olvidado el pasado. Puede que para él haya sido mucho más sencillo pensar que su sobrina recién estrenada sufría algún tipo de estrés postraumático. Eso explicaría por qué una cría de quince años no pregunta por sus amigos, su casa en Nápoles, su abuelo… o sus padres muertos. —Se le quebró un poco la voz con aquello último—. Tenía quince años, Ada; ya no era tan cría. Y del mismo modo que recuerdo perfectamente quién ejecutó a mis padres en aquel coche, sigo preguntándome por qué me dejó allí a mí, con vida, toda cubierta de sangre… Del mismo modo que recuerdo aquello, permanece muy vivo en mi memoria mi pasado cerca de mi abuelo.

»Gennaro ha hecho mucho daño durante toda su vida. Lo controlaba todo. —Hizo énfasis en la palabra “todo”—. Basuras, contrabando, drogas… Aún hoy me río cuando veo la película El Padrino; una Camorra organizada, eso sí que da miedo. Y, precisamente, aquello era lo que estaba consiguiendo mi abuelo, una mezcla perfecta entre jerarquía y caos. Un proyecto a largo plazo que Gennaro tenía muy bien planificado y cuyo fin me daba auténtico pavor.

—¿Pavor? ¿A ti? —le pregunté—. Pero si eras sólo una cría.

Aún nos separaban unos metros de La Qarmita cuando comenzó a llover de nuevo. Gotas diminutas, de esas que calan enseguida.

—Sí, tienes razón, yo era una cría, pero con un futuro prometedor —afirmó—. No sé si lo sabes, pero la Camorra tenía la peculiaridad de hacer cada vez más sitio entre sus filas a las mujeres. Esto no fue una casualidad; Gennaro siempre pensó que su organización llegaría a lo más alto si daba cabida al género femenino. Fue él quien inició el reclutamiento activo de féminas en su organización, y pronto acabaron teniendo representación en todos los niveles. «Las mujeres sois más frías, más calculadoras y más listas», me explicaba mi abuelo. Lo que no solucionábamos con nuestro cuerpo lo resolvíamos con el intelecto.

Al fin pudimos refugiarnos de la lluvia en La Qarmita. Carmina ocupó una de las mesas más apartadas mientras yo saludaba a Javi y le pedía un par de cafés en mis tazas preferidas. Cuando regresé a la mesa, ya tenía mi pregunta preparada.

—¿Tu abuelo quería que lo sucedieras? —No era difícil llegar a aquella conclusión con lo que me estaba contando.

—Ésa era su idea —me confirmó—, y se habría hecho realidad si mi madre no lo hubiera descubierto y si Enrico no hubiera desmantelado parte de su imperio —me explicó—. Ya llevaba un par de meses recibiendo «clases particulares» directamente de mi abuelo. Me introdujo en el negocio y me explicó superficialmente cómo funcionaba todo. A veces omitía las barbaridades. Otras veces no. —Sonrió amargamente al decir aquello—. Yo creo que, desde el principio, estaba probándome. Por eso conozco tan bien el «negocio» de las basuras y lo de las expropiaciones de campos para quemar residuos químicos. También por eso supe de sus chanchullos con los chinos y su idea de «equilibrio» en el negocio de las exportaciones. Por suerte, no tuvo tiempo de enseñármelo todo. Cuando mi madre se enteró, acudió a mi padre para contárselo. Tuvieron una bronca descomunal en casa. Mi madre se negaba a que su pequeña acabase metida en aquel mundo de violencia, y mi padre, como buen hijo de mi abuelo, no terminaba de entender por qué era yo quien estaba siendo preparada para el puesto.

»La disputa acabó en tablas. Mamá no se quedó tranquila hasta que mi padre le prometió que acudiría a hablar con Gennaro para que me dejara en paz, y mi padre dejó bien claro que no sólo iba a hacer aquello sino que también reivindicaría su situación de hijo único varón como heredero. —Carmina respiró hondo antes de continuar—. Dos días más tarde, mientras esperábamos a que se elevara la barrera del aparcamiento, dos hombres abrieron las puertas del coche y mataron a mis padres a balazos.

«¡Joder!», gritó mi mente con toda sus fuerzas. La alarma corría veloz por mis venas mientras yo trataba de parecer calmada por fuera.

—¿Crees que fue tu abuelo? —le pregunté, temiendo la respuesta.

—Lo que yo crea o deje de creer no es lo importante —me dijo tajante—. Lo realmente importante es que conozco tan bien a Gennaro que sé de lo que es capaz con tal de recuperar a su familia. Si realmente ha venido a por mí, no dudará ni un instante en hacer desaparecer todos sus obstáculos.

—Y con eso de «obstáculos», ¿te estás refiriendo a Enrico? —pregunté—. ¿Estás intentando decirme que tu abuelo piensa hacer con él lo que quiera que hagan los mafiosos para quitárselo de en medio? —Aquella conversación me estaba poniendo demasiado nerviosa; desde hacía rato, no podía parar de pensar en zapatos de cemento y subfusiles Thompson—. Carmina, esto es España, no creo que tu abuelo lo tenga aquí tan fácil como en su tierra.

—Ada, lo tiene mucho más fácil de lo que crees —me dijo tajante.

—¿De verdad piensas que Enrico corre peligro? —Puse las manos sobre la mesa con el corazón encogido.

—Para destruirlo, lo único que tiene que hacer Gennaro es cumplir el trato que sellaron hace años —me susurró.

Era cierto.

La antigua promesa.

La sed de venganza de Enrico.

Mi compañero se crucificaría él solito.

—¿Y qué podemos hacer nosotras para evitarlo? —Necesitaba saber que teníamos opciones.

—Precisamente por eso quería hablar contigo —me dijo—. Tú y Enrico tenéis una complicidad especial. Estoy segura de que, ahora que Domenico ha muerto… —Intenté disimular la cara de «Glups» con lo de «Domenico ha muerto»—. Tú eres la única persona a la que escuchará. Consigue hacerle olvidar su promesa. Convéncelo de que no merece la pena, por si yo no logro lo que pretendo.

—¿Qué vas a hacer, Carmina? ¿No se te habrá ocurrido ninguna locura? —le pregunté, alarmada.

—No te preocupes, nada de locuras —me dijo—. Lo primero que debo hacer es ir a casa y solucionar los problemas con mi marido. Lo está pasando fatal con todo esto.

—¿Y lo siguiente? —Algo me decía que no iba a gustarme lo que estaba a punto de oír.

—Le daré a Gennaro lo que quiere. —Su semblante mostraba determinación—. Creo que no ha venido a España después de tantos años sólo para recuperar el contacto con su familia. Pretendo averiguar qué quiere de mí o, más bien, confirmar mis sospechas y, en la medida de lo posible, alejar a Enrico de su mente.

Nos separamos al salir de La Qarmita. Yo me dirigí a La Napolitana a enfrentarme sola a aquella noche de sábado sirviendo mesas y Carmina se marchó a casa.

«Vaya marronazo», pensé mientras caminaba bajo la lluvia. Nuestro plan tenía tantos cabos sueltos que más que un plan me pareció una chiquillada.

«Esto… Enrico. Pues verás que, como nos preocupamos por tu seguridad, Carmina y yo hemos decidido enfrentarnos a ese abuelo suyo con todo nuestro arsenal de sonrisas y bondad —parodiaba yo en mi cabeza—. Sí, verás, va a ser muy sencillo. Mi misión es perseguirte noche y día y repetirte, a modo de martillo percutor, lo poco conveniente que sería vengar la muerte de tu mujer y tu hija en caso de que Gennaro decida cumplir su promesa. Pero no te preocupes, porque no va a cumplirla; ya se encarga Carmina de ganarse el premio a la mejor nieta del año y seguro que así, con oleadas de cariño y sumisión, el puñetero abuelo mafioso napolitano se olvida de que quiere quitarte de en medio».

Pues sí, un plan con demasiados cabos sueltos. Quizá habría sido mejor drogar a Enrico, sacar del banco los malditos cien mil euros y llevármelo inconsciente a cualquier refugio perdido en la montaña. Tan sólo tendría que mantenerlo atado hasta que Gennaro muriera. ¿Cuánto podría tardar en morir? ¿Cinco años? ¿Diez? ¿Quince a lo sumo?

—¡Hola! —dije en voz alta al entrar—. ¡Ya estoy aquí!

Cuando me asomé al despacho me encontré a mi compañero dormido profundamente en el sofá. La estancia apestaba a bourbon y a tristeza.

Cogí la manta roja que le regalé para sus «siestas de despacho» y lo arropé. Me llevé el vaso y la botella de whisky, y cerré la puerta al salir.

A Óscar y a mí nos esperaba una larga y dura noche de sábado. Íbamos a necesitar ayuda y, por suerte, tenía a alguien a quien recurrir.

—¡Hola, loca! —me dijo Cristina al descolgar el teléfono.

—¿Alguna vez has trabajado como camarera? —le pregunté.

—Jamás —respondió ella al instante.

—¡Perfecto! ¡Estás contratada! Te espero aquí en media hora.