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Una esclava.
Una sencilla esclava de oro.
En el anverso, un nombre, y en el reverso, una fecha:
Daniel, 4/5/1980.
Lo primero que hice fue colocarme en la cabeza mi nueva linterna frontal recargable con iluminación autoadaptable. ¡Toma ya! Era el único juguete que no había comprado en el portal de detectives.
Nada más encenderla, la apagué.
Emitía tanta luz que tuve la sensación de parecerme más al faro de Alejandría que a una persona con una linterna en la cabeza.
—¿Ves, Ada? Por eso no venden linternas potentes en las páginas de investigadores privados, porque no son nada discretas —me recriminé en voz baja.
Metí el faro en la mochila y saqué el móvil para mirar la hora y obtener algo de iluminación. El segurata había pasado por allí justo antes de que yo me colara. Supuse que no tardaría en regresar.
¿Te he contado alguna vez que los planos y yo nos llevamos fatal? ¿Te he dicho que, además, mi orientación es peor que la de una hormiga sin antenas? Pues sí. Tardé cerca de veinte minutos en encontrar la maldita tumba, y eso que se suponía que estaba a unos doscientos metros del sitio por el que me había colado.
«Venga, nena, date prisa», me ordené a mí misma.
De rodillas en el suelo, extraje de la mochila mis útiles de trabajo: un juego de ganzúas de treinta y seis piezas, un espray lubricante, unos guantes de látex bien gruesos y un martillo.
Cogí el juego de ganzúas y me enfrenté a la cerradura de la lápida como quien tiene experiencia. Después de cerca de media hora y una ansiedad que se me comía viva, llegué a la conclusión de que aquel curso de treinta horas de vídeo del maestro cerrajero Steven Hampton no había calado hondo en mí. «¡Ninguna cerradura se le resistirá!», se prometía al comienzo de cada capítulo del curso. «¡Y una mierda!», le dije yo al Steven Hampton de mi cabeza.
Ni con lubricante ni sin lubricante. Lo de las cerraduras y las ganzúas definitivamente no era lo mío.
Total, que me podía haber ahorrado cerca de seiscientos euros en material especial para detectives y haberme limitado a ir a la ferretería a comprar el martillo y los guantes.
El guarda de seguridad no aparecía, pero a mí me devoraba la prisa.
Golpeé con el martillo la lápida y, claro, con aquella delicadeza no le hice ni un pequeño arañazo. El segundo impacto fue el definitivo: agarré con ambas manos el martillo y lancé el golpetazo con todas mis fuerzas. Me aparte por instinto, para que no me diera en la cara ningún trozo y por si el olor del interior era demasiado intenso.
Me mantuve retirada un instante.
Un leve olor a humedad, poco más.
«Acabas de reventar una tumba, bonita», me dije.
Por poco miedo que pudieran darme los fantasmas, lo de encontrarme frente a un cadáver descompuesto no me atraía nada en absoluto. Por eso aguardé unos segundos hasta que estuve preparada para mirar dentro. Respiré hondo y, ayudada con la escasa iluminación del móvil, me asomé al interior del nicho.
No había cadáver.
Tan sólo un tubo de medio metro bien plastificado y una pequeña caja.
Nada más.
Guardé ambas cosas en la mochila, cogí los trozos de la lápida y los arrojé a un montón de escombros, coloqué las margaritas frescas en otro nicho y me dispuse a salir de allí tan rápido como pude.
Menos mal que el segurata no dio señales de vida. Y eso que en los periódicos había leído hacía unos días que habían tenido que contratarlos a tiempo completo por supuestos actos de vandalismo dentro del cementerio. Me imaginé al buen hombre durmiendo calentito en cualquier sitio.
Repito, menos mal que ni segurata ni nada, porque volví a perderme dentro del camposanto. Y vale que no me dieran miedo los fantasmas, pero eso de que te salte un gato asustado a los pies justo cuando pasas a oscuras por el patio de los mausoleos te aseguro que no es nada agradable. Sobre todo cuando todas las puertas de esos mausoleos están abiertas y puedes ver, en muchos de ellos, el reflejo de los cirios encendidos en los espejos.
¡¿Para qué narices hace falta un espejo en un mausoleo?! Y, más importante aún, ¿para qué ponen cirios encendidos en una tumba que se supone que está vacía? Pues no tengo ni idea, pero lo que sí sé es que corrí por allí muertecita de miedo, buscando desesperadamente una zona baja de la tapia por donde poder salir.
Ya en la calle, sin aliento y con un nuevo rasponazo en la misma rodilla, localicé el coche y me refugié, medio coja, en su interior.
Me ardía el pecho por la carrera, y una risa floja fruto de la vergüenza se resistía a dejarme en paz.
Saqué de la mochila los dos objetos que había robado. Porque aquello, no podía engañarme, era robar. Claro que, bien mirado, un robo era infinitamente mejor que mi intención inicial de profanar una tumba.
Primero cogí el tubo, que estaba bien envuelto en plástico. Cuando eliminé todo el embalaje con la ayuda de mi navaja, me di cuenta de que se trataba de un portaplanos como los que usan los arquitectos y la gente de bellas artes. Lo destapé con cuidado y extraje una lámina enrollada. Al extenderla, me sorprendió encontrar una simple pintura. Muy bonita, eso sí, con mucho detalle y bien elaborada, pero una pintura al fin y al cabo. No podría jurarlo, pero a primera vista me pareció una imagen del parque del Cerro de Santa Catalina. Una vista desde bien lejos, con un pinar bajo en primer plano y lo que identifiqué como un fragmento de muralla.
Enrollé de nuevo la lámina con cara de «No entiendo nada» y me centré en la cajita, con la esperanza de encontrar en su interior algún detalle que diera sentido al enigma de las lápidas.
Una esclava.
Una sencilla esclava de oro.
En el anverso, un nombre, y en el reverso, una fecha: Daniel, 4/5/1980.
Tras leer aquello, me dio aún más grima la maldita inscripción.
«El mejor amor, el de los niños», rememoré en mi cabeza.
Entré por la puerta de casa a eso de las cuatro de la madrugada.
Pelos de loca por las carreras.
Vaqueros rotos y ensangrentados a la altura de la rodilla.
Me fastidiaban mucho los constantes viajes de Hugo. Últimamente cada vez pasaba más tiempo fuera de Granada, y yo llevaba regular lo de dormir lejos de él. Sin embargo, por primera vez en muchos meses, me alegré de que no estuviera en casa.
De hecho, había aprovechado su ausencia para llevar a cabo mi excursión al cementerio. Él jamás lo habría aprobado. Si me hubiera parado a pensarlo fríamente, ni siquiera yo lo habría aprobado. Pero ya estaba hecho y lo único que me quedaba era agachar las orejitas y confesarle mi travesura.
Si no hubiera encontrado nada en aquel nicho, puede que ni me hubiera planteado contárselo. Pero intuía que aquello era lo suficientemente importante para tragarme su enfado, así que me prometí a mí misma que se lo contaría todo cuando regresara al día siguiente.
Y, tras la promesa, decidí que había llegado el momento de descansar. Después de un par de tilas y un buen baño de agua caliente, caí rendida sobre la cama.