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Era él.

Estaba segura, era él.

Sus cerca de dos metros.

Su tremenda cabeza […].

Su tatuaje tribal en el mentón.

Aquélla fue, obviando el tema económico, una gran cuesta de enero. Resumiéndolo un poco, recuerdo semanas cargadas de agujetas por mi regreso a los entrenamientos de Krav, un esfuerzo dantesco para tratar de olvidar al Pintor, constantes bajadas de ánimo por la ausencia de mis queridos ojos bicolores y, como colofón final, un reencuentro de lo más inesperado.

¿Estrés postraumático?

Pues, al final, hasta en aquello había tenido Hugo razón.

La normalidad llegó a mi vida algo distinta a como era meses atrás. La razón era bien sencilla: ahora me faltaba Hugo. Si bien, su constante recuerdo y el dolor del roto en mi corazón me animaban, día a día, a respetar mi propósito de Año Nuevo.

Puedo asegurarte que puse todo mi empeño en olvidarme de las lápidas y de su dueño. Hasta acudí a hablar con Enrico cuando me descubrí una mañana haciendo búsquedas por internet relacionadas con el caso.

—¿Qué es más importante para ti, el misterio de las lápidas o el bienestar de tu amiga Andrea?

Desde luego que Enrico, como buena voz de mi conciencia, siempre acaba dando en el clavo. Aquélla fue la pregunta adecuada. No podía negar que el Pintor me tenía sorbido el seso, pero Andrea era mucho más importante para mí que un colgado que había ido comprando nichos hacía más de treinta años.

«El bienestar de mi amiga Andrea», repetí varias veces en mi cabeza, para recordarlo cuando volviera a dudar. No me arriesgaría por nada del mundo a que le quitaran el caso, por mucha curiosidad (obsesión) que yo tuviera.

—Tienes razón, lo realmente importante para mí es Andrea —le reconocí a Enrico.

—Pues entonces, compi, ya sabes lo que debes hacer —concluyó.

Era cierto, sabía exactamente lo que debía hacer: tenía que coger aquella Moleskine que siempre llevaba encima con toda la información del Pintor y guardarla en un cajón. O, aún mejor, que alguien me la guardara para no caer en la tentación de volver a cogerla.

Saqué del bolso la libreta y se la alargué a Enrico decidida.

—¿Me la guardas? No quiero volver a verla hasta que todo esto haya pasado.

Salí de La Napolitana con la sensación de haber tomado la mejor de las decisiones. Me sentía orgullosa de mi misma: yo, Ada Levy, aprendiendo a pedir ayuda y controlando mis obsesiones. ¡Menudo avance!

Y que conste que no fui yo quien lo estropeó. Justo al llegar a la puerta de la calle mi móvil vibró en el bolsillo de la chaqueta. Cuando lo saqué me encontré con un correo electrónico en la bandeja de entrada.

Aguanté la respiración al ver de quién era.

No tenía muy claro si quería abrirlo o no.

El asunto decía: «Espero que me perdones algún día».

Apagué la pantalla del móvil, enfadada por todos los recuerdos que aquel mensaje acababa de hacer retornar a mi mente.

—¡Maldito José Luis!

Por mucho que lo intenté, no logré guardar el móvil sin leer el mensaje.

Querida Ada:

Te ruego me perdones por lo ocurrido aquella noche. A veces se me va la mano con el alcohol. Bebí demasiado y supongo que mi estado te generó una gran inseguridad. No he sido el mismo desde la muerte de Silvia, y su recuerdo está terminando por destrozar mi vida.

Llevo semanas reuniendo el valor suficiente para escribirte y pedirte disculpas. Si lo he hecho finalmente no es porque albergue la esperanza de encontrar tu perdón, sino porque he dado con algo que puede, de algún modo, compensar aquella noche: un detalle referente al caso de los chicos desaparecidos que ha llamado poderosamente mi atención. Si te fijas en los dos recortes de periódico que te envío, en las fotos encontrarás al mismo individuo. Corresponden a partidas de búsqueda diferentes. Una de las imágenes es de 1983; la otra, de 1986. A no ser que se trate de un policía, me parece demasiado extraño.

Espero que te sea de utilidad y, una vez más, permíteme disculparme por aquel día. Eres muy afortunada al tener a alguien a tu lado que te quiere y te protege.

Atentamente,

JOSÉ LUIS BAYO

Tenía que hacerlo.

Tenía que acabar el maldito e-mail hablándome de Hugo.

Afortunada por tener a un hombre así a mi lado… Más bien imbécil por no haber sido capaz de conservarlo.

Y lo más increíble de todo fue que omitiera aquella habitación de los horrores con el rincón dedicado a Silvia. Aquello fue lo que realmente me dio miedo de él, no el alcohol ni su borrachera.

Sacudí la cabeza y abrí los archivos adjuntos antes de que me venciera el llanto. José Luis tenía razón: se trataba de partidas de búsqueda diferentes; los artículos hablaban de distintos desaparecidos, pero en las fotos, en posición más o menos central, aparecía el mismo hombre. En una de ellas parecía estar mirando un mapa junto a otras personas, como organizando las áreas de búsqueda; en la otra estaba sentado a solas, con un bocadillo entre las manos.

Tras una semana de búsqueda incansable, los vecinos de Jaén no parecen perder la esperanza de encontrar con vida al joven Daniel.

«El hermano de Andrea», pensé. Uno de los recortes era del año en que desapareció.

Miré con más atención las fotos y me di cuenta de un detalle que me puso la piel de gallina. ¿Era mi imaginación o aquel hombre parecía tener una gran cicatriz en el labio inferior?

«No», deseché la idea de inmediato. Las fotos tenían tan mala calidad que, si me lo proponía y añadía un poco más de imaginación, también acabaría viendo un collar de perlas en el cuello de aquel hombre.

Fuera como fuese, aquél era un detalle tremendamente importante y no entendía cómo, después de dar vueltas y más vueltas a aquellos recortes de periódico, ni Andrea ni yo nos habíamos dado cuenta.

Lo valoré sólo un instante.

Cabía la posibilidad de que no significara nada. Como había indicado José Luis en su correo, bien podía ser un policía que había trabajado en ambos casos. Sin embargo, una de las cosas curiosas que caracterizan a muchos psicópatas es estar al tanto de todo lo que se dice en prensa sobre sus «hazañas». No son pocos los casos en los que el asesino aparece en el lugar de los hechos, e incluso interactúa con la policía para estar al tanto de sus avances.

Estaba claro que Andrea debía tener constancia de aquello, por si acaso.

Le envié los dos archivos con un texto muy escueto:

¿Qué crees que hace ese hombre en dos desapariciones diferentes? Una de ellas es la de tu hermano. Un beso.

Entonces lo supe, aquello había sido una especie de señal: «No te obsesiones con el caso, pero tampoco lo abandones por completo».

O, al menos, aquélla fue mi interpretación.

—Necesito mi Moleskine —le dije a Enrico nada más entrar en su despacho—. Me he prometido a mí misma mantenerme al margen, pero no puedo deshacerme de la libreta. No después de lo que acaba de pasar.

Fue así como cumplí la parte de no abandonar el caso por completo. Ahora bien, en cuanto a lo de no obsesionarme…

Yo y mis obsesiones.

De pronto me dio por invertir todo lo que me había pagado Andrea en transformar el cuarto de invitados en un despacho. Si Enrico tenía el suyo, ¿por qué no iba a tener yo el mío? Así dispondría de un rincón en el que poder pensar. Un sitio sagrado, donde colocar dos inmensos tablones imantados para colgar todos y cada uno de los recortes de periódico que tenía sobre el caso. Al lado de los tablones, una gran pizarra Vileda, para apuntar mis ideas.

También me dio por hacerme, de una vez por todas, con el mapa mudo de España que hacía tiempo quería comprar. Así podría marcar y tener bien localizados todos los cementerios en los que había lápidas repetidas. Y, ya que hacía lo del mapa, ¿por qué no tener un listado, desde 1981 hasta entonces, con los desaparecidos que había ido apuntando hasta el silencio de Andrea?

Todo aquello, en uno de los laterales de la habitación. Al otro lado, un cómodo sofá desde donde poder mirar durante horas cuanto tenía sobre el Pintor hasta aquel momento. Definitivamente, lo de las obsesiones con los casos sigue siendo mi gran tarea pendiente. Sobre todo teniendo en cuenta la forma en que ha ido evolucionando mi antiguo cuarto de invitados.

Pero no te asustes, no permanecí el mes de enero al completo encerrada en mi nuevo despacho. La hiperactividad pareció haber regresado a mi vida y, siéndote sincera, era bienvenida. Mientras más ocupaciones tenía, menos regresaba Hugo a mi cabeza.

Además de mis turnos cada vez más frecuentes en La Napolitana, a causa de las ausencias de Carmina, y de entregar religiosamente mi artículo del mes para la revista Moter@s, aún saqué hueco para regresar a mis entrenamientos de Krav Maga y para pasar buenos momentos con los chicos del gimnasio.

—Niña, que entre tanto turrón y tanto polvorón, llevas más de un mes sin venir a entrenar.

¡Cómo no! Aquél fue el recibimiento de Paco, mi profe, nada más entrar al gimnasio. En eso se parecía demasiado a Enrico.

—¡Ay, Paco! ¡Siempre me estás regañando! —protesté yo—. Que conste que no he estado precisamente de vacaciones.

—Claro, claro —dijo Pablete, el querubín del grupo—. Yo he estado castigado por haber suspendido y, mírame, no he faltado ni a una clase.

Lo cierto es que los había echado de menos, y eso que la primera vez que los vi me dieron un poco de miedo: una sala llena de tíos con cara de malos y cargada hasta los topes de testosterona. Hay que ver lo que son las primeras impresiones, ¡si son todos unos pedazos de pan!

Elegí el Krav por recomendación de Enrico. Fue él quien me habló de Paco Torrero, campeón europeo de Karate e instructor de Krav Maga y de defensa personal. Como lo que me movía por aquella época era más el miedo que una necesidad profesional de defenderme, me cercioré, husmeando por internet, de que aquél era el sistema de defensa que yo quería aprender. Pronto me quedó bien claro que era lo que buscaba: «No existe en todo el mundo un sistema más probado en la calle que el Krav Maga, el sistema de defensa oficial del ejército israelí». Tras aquella frase y unos cuantos vídeos de YouTube, me planté aquel mismo día en el gimnasio Shito Riu para conocer a Paco y a sus chicos.

Llevaba ya cerca de dos años entrenando y, además de haber aprendido por fin a caer al suelo sin sentirme como un saco de patatas, comenzaba también a tener cierta seguridad. Paco no sólo me enseñaba a defenderme y a pegar fuerte; gracias a él, también estaba aprendiendo a controlar los picos de adrenalina que se producen en una agresión y, sobre todo, a salir huyendo. No sé si lo sabes, pero, en situaciones extremas, lo más común es quedarse quieto y no ser capaz de reaccionar.

El reencuentro inesperado ocurrió un par de semanas después de haber vuelto a clase. Terminamos el entrenamiento en torno a las diez de la noche y, cuando salía, Pablo se ofreció a acompañarme de camino a su casa.

Me encantaba, y me encanta, Pablete. Aún hoy sigue siendo uno de mis compañeros de puñetazos preferido, junto con Raúl y Gustavo. Un chaval de dieciocho años recién cumplidos, con un corazón que no le cabe en el pecho, una energía envidiable y una increíble capacidad para meter la pata. El pobre es un poco bocazas.

Me lo estaba pasando tan bien hablando con él sobre los castigos por las malas notas y sus tejemanejes con las pobres chicas que, sin darme cuenta, habíamos llegado a la plaza de la Caleta, frente al hospital Virgen de las Nieves. Nos detuvimos un instante junto al parque infantil. Pablo estaba en el momento álgido de una de sus batallitas, viviendo su recuerdo con intensidad cuando, de pronto, vi algo que me hizo entrar en pánico.

Te juro que no recuerdo haber decidido moverme. En décimas de segundo, me encontré escondida detrás del tobogán de la zona infantil. Estaba de pie al lado de Pablo y, de repente, agazapada tras el tobogán.

—Pero ¿qué haces, loca? —gritó Pablo a pulmón abierto.

Yo era incapaz de reaccionar.

Me era imposible apartar las pupilas del objeto de mi pavor.

¿Recuerdas al calvo? ¿El del tatuaje en el mentón? Venga, te doy otra pista: llevaba un traje caro y me dio una paliza. Pues sí, el puto calvo de los cojones paseaba tranquilamente por la plaza de la Caleta hablando por el móvil.

Como Pablo seguía sin dar crédito, de pie a unos metros de mí, me estiré todo lo que pude y tiré de él hasta que conseguí que se echara al suelo a mi lado.

Era él.

Estaba segura, era él.

Sus cerca de dos metros.

Su tremenda cabeza, casi tan grande como la mía con el casco puesto.

Su tatuaje tribal en el mentón.

Cada vez estaba más cerca; con cada paso que él daba, yo podía verlo con más claridad.

—Ada, tranquila —me dije en voz alta—. Saca el móvil, Ada —me ordené—. ¡Sácalo!

Pablo no daba crédito. Creo que pensó que me había vuelto loca de repente. Allí, los dos tirados en el suelo y yo con un diálogo conmigo misma que lo estaba dejando pasmado. A pesar de la excéntrica escena, el pobre no dijo ni pío.

Al final conseguí reunir las fuerzas suficientes para sacar el móvil de la mochila. Quité el flash a la cámara y alargué el brazo para echar un montón de fotos en disparo rápido. Deseé con todas mis energías que la luz de la plaza fuese lo suficientemente intensa para captar una imagen aceptable.

Plegué el brazo, miré la pantalla del móvil de soslayo y, de súbito, fui presa de la prisa. Se apoderó de mí una necesidad imperiosa de escapar.

—Pablo, ¡nos vamos! —le grité.

Lo agarré del brazo, tiré de él y comencé a correr. Pablo me seguía, con la misma cara que habría puesto si hubiera visto un muerto.

—¿Adónde vas, loca? —me gritó en mitad de la carrera.

Por suerte, pese a sus voces y a lo atónito de su cara, no dejó de correr hasta que llegamos al Arco de Elvira, junto a mi casa.

—¿Qué te ha pasado, chiquilla? Estás tan blanca que parece que acabas de potar. —Pablete y sus delicadezas.

Logré deshacerme de él, prometiéndole que al día siguiente quedaríamos y se lo explicaría todo. No sabía por qué, pero algo me decía que todos los compañeros del Krav iban a acabar enterándose de aquello.

—Tú tranquila, loca —me dijo Pablete antes de marcharse—, que si ese tío te ha hecho algo, nosotros nos encargamos.

Me dio un toquecito en el hombro, como intentando transmitirme consuelo, y se marchó algo preocupado.

Aquello era miedo. Puro miedo.

La lengua seca como una alpargata.

El intenso temblor que gobernaba mi cuerpo.

Los latidos de mi corazón castigando con fuerza mis sienes.

Y lo peor de todo, el dolor punzante en la ausencia de mi dedo.

Solté la mochila en la entrada, junto a la puerta, y me fui directa al baño.

Al ver mi cara en el espejo, mi cuerpo dio un violento vuelco. Un sudor frío cubrió la superficie de mi piel, y aquella saliva líquida y caliente me indicó que debía acercarme al váter.

No sé qué fue peor, si el vómito o el llanto posterior. Desconozco si fueron segundos, minutos u horas los que pasé tirada en el suelo del baño, incapaz de moverme por culpa del miedo. El caso es que, cuando fui consciente del estado en el que me encontraba, me levanté de allí y comencé a desnudarme.

Después de más de dos años, por fin estaba preparada para enfrentarme a mi cuerpo.

Me quité la ropa poco a poco, intentando contener aquellos temblores que se negaban a abandonarme y, cuando estuve en cueros, me planté frente al espejo.

¿Aquélla era yo? Había pasado tanto tiempo que era incapaz de reconocerme. Me vi más delgada, con los miembros y el abdomen algo marcados por el ejercicio, pero deteriorada.

¿Era realmente yo? ¿Todas aquellas cicatrices que marcaban mi cuerpo me pertenecían de verdad? ¿Me acompañarían para siempre?

Sí.

Me acompañarían para siempre.

Recorrí con los dedos las delgadas líneas blancas en que habían quedado las lesiones de mis costillas. Me pareció sentir de nuevo aquellas patadas, mientras yo yacía en posición fetal en el suelo. Aquellas botas de puntera metálica, asestando fríos golpes sobre la calidez de mi cuerpo. Áreas de mi piel que permanecerían por siempre oscurecidas, a causa del intenso y duradero color morado de los cardenales.

Glúteos.

Caderas.

Espalda.

Había quedado marcada hasta la muerte.

Señales diminutas, pequeñas o medianas.

Y señales monumentales.

Mediana, la de mi pecho; aquella línea con algo de relieve y puntitos alrededor a causa de las grapas. Si no hubiera llevado puesta la espaldera cubriendo mi torso, aquel cuchillo me habría atravesado el corazón.

Una espaldera.

¿Era aquello protegerse?

No, por supuesto que no.

Aquello era tentar a la suerte.

Enfrentarme yo sola al Asesino de la Hoguera había sido la mayor estupidez de mi vida. Sobre todo después de…

Señales monumentales.

El dolor agudo regresó implacable. Acudió a mí, acompañado de aquel color rojo intenso que solía rememorar en mis noches de pesadillas.

Mi dedo.

La cicatriz de mi dedo.

Me pesaba tanto…

Y, por fin, logré comprender por qué: hasta aquel momento no había sido capaz de entenderlo.

¿Cómo puede ser tan fácil contratar a un par de tipos para que revienten a una persona? Y ¿cómo puede tener alguien la sangre fría de darle una paliza y cortarle un dedo a esa persona, sin siquiera conocerla?

Aquellas preguntas me habían estado atormentando en silencio, sin llegar a dar la cara. Aquellas preguntas me estaban impidiendo avanzar.

Elevé mi mano izquierda y la puse junto a mi cara, frente al espejo.

Aquélla era yo, la mujer del reflejo.

AQUÉLLA ERA YO.

Y había llegado la hora de aprender a reconocerme para poder reencontrarme.

Reconocer el miedo, de verdad, y admitir mi sensación de desamparo. Plantarme frente a mi infelicidad para poder alejarme de ella. Comenzar a sonreír en serio y abandonar las muecas falsas carentes de felicidad.

«Pide ayuda», me dijo mi cabeza.

«Pide ayuda», me repitió.

Eché un último vistazo a la verdadera Ada Levy y prometí acudir a verla cada día, hasta que dejara de serme necesario buscarla en el espejo. Me volví hacia el dormitorio y observé por un momento mi cama grande y vacía. Supe que no quería dormir sola. No debía.

Me puse ropa de estar por casa y salí descalza al rellano, sintiendo la fría realidad en contacto con mis pies.

Din-don, sonó el timbre de la casa de Flor.

Ella abrió enseguida, con el rostro preocupado. Olía a colonia de bebé.

—No quiero dormir sola —le confesé.

Se apartó a un lado y me invitó a entrar.

Me hizo un hueco en su colchón y me ayudó a dormirme, aferrando mi mano bajo las sábanas.