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Lo veo muerto en algún sitio,

con sus catorce años recién cumplidos.

Catorce años que duran ya treinta y dos.

Catorce años eternos.

Hay momentos en la vida en los que parece que todo se complica. Momentos en los que, cuando piensas que las cosas no pueden ir a más y estás dándole vueltas a cómo enfrentarte a tu último problema, aparece otro en escena que te obliga a comprar una agenda para poder organizarte bien en lo que a preocupaciones, estreses y sustos se refiere.

La tarde en La Napolitana con Enrico había sido tan intensa que ni siquiera me acordé de mirar el móvil. Cuando me dio por sacarlo de la mochila, me extrañó muchísimo lo que vi en la pantalla. Tenía quince llamadas perdidas de Andrea y, rematando su insistencia, unos veinticinco mensajitos de WhatsApp.

Andrea: Ada, necesito verte. ¿Podría ser esta tarde?

Diez minutos después:

Andrea: ¿Estás? De verdad, necesito que quedemos, tengo algo que contarte.

Diez minutos más tarde:

Andrea: ¿Ada?

Aquellos mensajes se parecían más a lo que habría escrito una neurótica que a la imagen de Andrea que tenía guardada en mi cabeza. Sus tres últimos mensajes fueron ya diametralmente opuestos a los que esperaría de aquella inspectora de policía con la que solía quedar de vez en cuando para tomar un café. ¿Y su seguridad? ¿Y su fuerza? ¿Dónde estaban?

Andrea: Está bien, entiendo que estés enfadada. Te dejé sola en la cafetería y me marché sin decir nada. Te juro que tengo una buena razón. Coge el teléfono y podré contártelo. Cógelo, por favor.

Andrea: Ada, ¡me cago en la puta! ¡Cógelo!

Andrea: Perdóname. Estoy un poco nerviosa. En cuanto puedas, llámame, por favor.

Visto lo visto, antes de llamarla por teléfono le mandé un par de mensajes. No quería arriesgarme a que me mordiera a través del auricular del móvil.

Yo: Perdona, preciosa, pero he tenido una tarde muy difícil. No estoy ni enfadada ni molesta ni nada de nada.

Yo: Te llamo en cinco minutos. Estoy llegando a casa.

Yo: R

Cuando llegué al Arco de Elvira me encontré a Andrea en la entrada del bloque con el móvil en la mano. Se la veía un poco avergonzada, y lo entendí perfectamente. Supuse que ni ella misma se reconocía al leer aquellos mensajes.

—Perdóname, Ada —me dijo nada más verme llegar—. Perdona por haber salido el otro día corriendo y por las prisas de hoy. Es que no estoy llevando esto demasiado bien.

Sentí repelús al verla de cerca. Había perdido peso en aquellos días, y deduje que su sueño no había sido bueno por las oscuras bolsas sobre las que reposaban sus ojos. Por un momento, su imponente metro ochenta se me antojó fantasmagórico.

—Andrea, no tengo nada que perdonarte, así que vamos a olvidarnos de mí, ¿te parece? —le dije muy seria—. ¿Quieres que subamos a mi piso o prefieres que demos un paseo?

Ella comenzó a caminar hacia la calle Elvira y yo la seguí de cerca con la mochila cargada de libros a la espalda.

A aquellas alturas, ya podía considerarme casi una experta en lo que a confesiones cruciales se refiere. Decidí respetar su tiempo de preparación y su silencio.

Recorrimos aquella larga arteria estrecha y empedrada en la que desembocan numerosas callejuelas del Albaycín; salpicada, aquí y allá, de distintas épocas y culturas variopintas. La calle Elvira es un auténtico caudal lleno a rebosar de gente cargada de sonrisas y ávida por descubrir todas y cada una de las sorpresas que esconden sus rincones. Aroma a cultura árabe, a especias y té. Sabor a dulces de canela y miel. Sin duda, uno de mis paseos favoritos por Granada, cargado de encanto y de magia.

Un paseo del que no pude disfrutar como habría deseado. Me pesaba una profunda sensación de agotamiento tras la tarde con mi compañero, y mi necesidad de descansar y de aclararme las ideas provocó que el recorrido hacia Plaza Nueva se me hiciera eterno. Mientras Andrea avanzaba enfrascada en su cabeza, mis pensamientos saltaban sin previo aviso desde el interior de mi cráneo hasta la calle. Lo mismo me centraba en el pasado de Enrico y Carmina, que me imaginaba tomando un té moruno y un dulce árabe típico en la tetería Las Cuevas, una de mis preferidas.

Una vez en Plaza Nueva, Andrea se dirigió hacia la iglesia de San Gil y Santa Ana y se sentó en el largo e imponente banco de piedra que la delimita a la izquierda. Fue allí, con el río Darro a nuestras espaldas, sintiéndolo fluir bajo los pies, donde la inspectora de policía comenzó a hablar por fin.

—La verdad es que no sé muy bien si darte las gracias u odiarte hasta el fin de mis días.

Sus primeras palabras me hicieron sentir un pellizco en la boca del estómago. Me miraba con una sonrisa de mentira, de esas que solemos dibujar cuando no queremos que se note la frustración o la pena. Antes de continuar hablando, sacó la pulsera del bolsillo de su pantalón y me la mostró.

—Esta esclava es el motivo por el que decidí ser inspectora de policía —comenzó, y supe inmediatamente que lo que venía a continuación no iba a gustarme—. Perteneció a mi hermano Daniel. Fue un regalo de mis padres, por su primera comunión —me explicó—. Él la odiaba; no le gustó el día que tuvo que ponérsela para ir a la iglesia y siguió sin gustarle tres años después cuando comenzaba a apretarle la muñeca. Sin embargo, no se la quitó jamás porque sabía que a mi madre le encantaba que la llevara puesta.

Andrea permaneció por un momento anclada en el pasado y yo, sin saber muy bien adónde quería llegar, le pedí que continuara hablando.

—Cuando Daniel desapareció yo tenía cinco años. —Un nuevo pellizco en el estómago—. Por aquel entonces vivíamos en pleno centro de Jaén… Ya conoces la ciudad, es un lugar tranquilo, y hace treinta años lo era mucho más. Mi hermano salió con sus amigos una tarde y no regresó. —Hizo una pausa para respirar hondo antes de proseguir—. Mis padres denunciaron la desaparición aquella misma noche porque no era normal, él no solía ausentarse. Sus amigos aseguraban que Dani había vuelto a casa antes del anochecer, pero en el barrio nadie lo había visto. Pasaron los días, luego las semanas… hasta que comenzamos a contar su desaparición por meses.

»Mis padres empapelaron la ciudad de carteles con su foto. Bajo la imagen, describían la ropa que vestía aquel día y hablaban de la pequeña esclava que llevaba puesta en la muñeca. Esta misma esclava que has encontrado tú tras la lápida. —Me la volvió a mostrar.

Andrea inspiró profundamente, se tragó la emoción y reorganizó de nuevo sus pensamientos.

Yo estaba hecha un guiñapo. Después de lo de Enrico, lo último que habría esperado era una historia como aquélla.

—Con la desaparición de mi hermano Daniel, también se fueron mis padres —continuó—. No físicamente, claro, pero yo me sentí la niña más sola del mundo. Fui dando tumbos de un lado a otro. Primero a casa de mis tíos, luego con mis abuelos. Nadie me explicaba nada y yo, tan pequeñita como era, me sentí abandonada.

»En pocos meses pasamos de ser una familia feliz a otra tremendamente desestructurada. Niña apartada y protegida de la realidad. Madre que culpa a su marido por no hacer nada más. Padre que, desesperado, acaba pendiendo de un olivo, con una soga al cuello.

—Lo siento mucho, Andrea —atiné a decir.

—No lo sientas —me replicó, molesta—. Fue un cobarde. Nos dejó solas a mi madre y a mí.

«Fue un cobarde».

Aquella frase retumbó en mi cabeza durante un rato. ¿Cobardía? Tener el valor de quitarse la vida, ¿una cobardía? No lo sé. Siempre había creído que el suicidio era un tema lo bastante serio para no juzgarlo a la ligera. Pero podía entender la postura de Andrea: probablemente era más fácil para ella culpar a su padre que comprender su sensación de impotencia.

Fue justo eso, la muerte de su padre, lo que provocó la reacción de la madre de Andrea. Dos años y medio después de la desaparición de Daniel, decidió perder la esperanza de encontrarlo y centrarse en su pequeña.

Se mudaron a Granada y estrenaron vida nueva. Una vida cargada de malos recuerdos, eso sí, pero una vida al fin y al cabo.

Su madre encontró trabajo de camarera, compró un pisito en un pueblo de las afueras con lo que le habían dado por su casa en el centro de Jaén y educó a su hija lo mejor que pudo, a pesar de vivir con un miedo constante a perderla.

Supongo que el pasado de Andrea y esa sobreprotección de su madre fue lo que la llevó a convertirse en la inspectora de policía distante y recta que yo conocía.

—De eso hace ya treinta y dos años, Ada. Si Dani estuviera vivo, ahora tendría cuarenta y seis —me explicó—. Y, aunque mi madre la hubiera perdido, yo siempre conservé la esperanza de encontrarlo con vida. Cada año, en su cumpleaños, solía imaginármelo celebrándolo con alguien querido a su lado. Fantaseaba con su aspecto actual. ¿Sería gordo o delgado? ¿Conservaría aún las pecas que yo recordaba? ¿Tendría ya canas? A mí me salió la primera al cumplir los veinticinco. Pero ya no —me dijo mirándome fijamente a la cara y con un pesar en el rostro que acabó doliéndome por dentro—. Ya no… Desde que me diste esta esclava he dejado de imaginarlo con vida. Lo veo muerto en algún sitio, con sus catorce años recién cumplidos. Catorce años que duran ya treinta y dos, Ada. Catorce años eternos.

Hizo una pausa para respirar hondo. Se tragó el llanto.

—No he conseguido dormir desde que me la entregaste. He intentado dar sentido a todo esto. Esta esclava me dice que Daniel murió hace tiempo, pero ¿por qué no estaba en esa tumba? ¿Dónde está el cuerpo de mi hermano? —me preguntó, angustiada, sin buscar en mí esa respuesta—. Y, lo que más me aterra de todo, ¿para qué tantas tumbas?

Su cuerpo pareció languidecer por un instante, como vencido por la pena y la incertidumbre. Acto seguido, se recompuso y continuó hablando.

—Había pensado enviar una petición formal para tratar de reabrir el caso de la desaparición de mi hermano. Incluiría en el informe lo de las lápidas repetidas y desperdigadas por los cementerios españoles y fotos de lo que encontraste en el interior del nicho de Jaén. Sin embargo, denegarían mi petición porque no podría explicar cómo fueron sustraídos de la tumba los dos objetos.

Guardé silencio un instante.

—Gracias, Andrea —dije al fin, sintiéndome un poco egoísta—. No sé cómo agradecértelo, acabo de recibir mi licencia y comenzaba a pensar que iba a perderla por esto.

—No me lo agradezcas, de nada me serviría explicar que has sido tú quien ha abierto la tumba. Probablemente habrían desestimado las pruebas. Y, en caso de haberlas tenido en cuenta, me habría perjudicado el hecho de que la esclava perteneciera a mi hermano. He dado muchas vueltas al tema. A mí lo que realmente me interesa es que no se sepa que tengo una relación personal con este caso. No puedo permitir por nada del mundo que me aparten de él. Por eso lo que pretendo es que esta esclava desaparezca hasta que llegue el momento adecuado.

No la entendí. Quería hacer desaparecer la esclava, pero ¿cómo? La lápida ya estaba rota y habían pasado dos días.

—¿Y qué tienes pensado hacer? —le pregunté, aun intuyendo que lo que iba a contarme no me gustaría.

—Lo que estoy haciendo en este momento. —Su cara parecía haber recuperado toda la fuerza—. Contratar a una detective privada para que reúna las pruebas suficientes que me permitan abrir este caso.

En aquel momento Andrea volvió a ser la mujer fuerte y distante que yo conocía. Lo tenía todo calculado milimétricamente: yo la ayudaría a dejar la lápida de Jaén tal cual estaba antes de que yo la abriera. Un par de amigas de confianza ya se habían encargado de comprar por separado la lápida de granito verde y las letras. Ellas mismas pegarían la inscripción para que pudiéramos tener la lápida lista para el día siguiente.

Tras colocarla en su sitio y rezar para que nadie se diera cuenta de que un nicho destrozado, de repente, volvía a aparecer como nuevo, yo me encargaría de buscar datos que relacionaran las tumbas repetidas con hechos delictivos ocurridos en las zonas donde se encontraban.

Andrea estaba convencida de que si la lápida de Jaén estaba relacionada con la desaparición de su hermano, el resto de las lápidas también encerrarían algún misterio, y yo debía encargarme de resolverlo.

No sé cómo lo verás tú ahora, pero a mí en su momento me pareció todo muy complicado. Andrea necesitaba encontrar a Daniel y no quería por nada del mundo que la apartasen de aquel caso. Pero, mirándolo fríamente, ¿no habría sido más sano para ella que otro se encargara de su hermano? En aquel momento preferí no decir nada. Andrea estaba obsesionada con llevar personalmente el tema, y yo no quería meter aún más la pata.

Cuando llegué a casa aquella noche estaba al borde de un ataque de ansiedad. Me encontraba frente a mi primer caso real como detective con licencia, sin saber muy bien si debía sentirme culpable u orgullosa por haber abierto aquel nicho. No tenía ni idea de cómo afrontar aquello. De hecho, no quería afrontarlo, pero me había generado la obligación moral de hacerlo con aquel maldito golpe de mala suerte.

¿Abrir una tumba, movida por una obsesión de mujer irresponsable, y acabar encontrando indicios de la muerte del hermano de una amiga? ¡Venga ya! Eso no es una casualidad, es una putada.

¿Cómo iba a ayudar a Enrico? Porque mi compañero también me necesitaba. Y, más descorazonador aún, ¿a quién pediría yo ayuda?

Me veía de nuevo sola ante un caso que se me hacía aún más difícil que el de Mari Vila.

Sola.

—Ada, cielo, parece que has visto a un muerto —me dijo Hugo nada más entrar yo por la puerta.

¿Sola?