19
Una de sus obras, quizá la más oscura de todas.
Su título: La habitación de Jack el Destripador.
[…] Contemplarla resulta espeluznante.
—¿Te encuentras bien? Parece que has visto un muerto —me dijo José Luis cuando me vio entrar en el salón.
—No te preocupes, enseguida se me pasa —afirmé, sintiéndome un poco descompuesta—. Vamos a empezar, a ver hasta dónde llegamos.
Por suerte, no siguió preguntando. De lo contrario, no sé si me habría puesto a llorar desconsoladamente o a gritar como una histérica. Tomó asiento a la mesa del ordenador y me invitó a ocupar la silla que había justo a su lado.
Al fin nos pusimos a trabajar.
—Por más que busco, no encuentro noticias en prensa sobre desaparecidos más allá de 1987. Tampoco he localizado nada previo. Sólo hay datos de estos siete chicos —me dijo José Luis al cabo de un rato.
Aquél fue uno de sus mayores hallazgos: junto con el hermano de Andrea, había seis desapariciones más y, a falta de uno por confirmar, en zonas cercanas a cementerios con lápidas repetidas. Demasiado cercanas para ser una simple casualidad: menos de diez kilómetros de distancia entre sus residencias y los cementerios.
Mi primera impresión, aún en Nápoles y sin haber visto todavía aquellas fotos, no fue demasiado buena. «En todas partes desaparece gente», pensé.
Sin embargo, mi visión dio un giro de ciento ochenta grados cuando conocí el perfil de las víctimas. Lo único que hacía falta para poder meter a los siete chicos en el mismo saco era localizar la lápida que correspondía al desaparecido de 1985.
Pedí a José Luis que me mostrara de nuevo las imágenes y los recortes de periódico. Lo había obtenido casi todo en los archivos de la Biblioteca Provincial y había ido fotografiando cuanto pudiera tener relación con el caso.
—¿Dónde vivía el chico que desapareció en 1985? —pregunté a José Luis—. Tendré que intentar localizar alguna lápida en la zona.
—A ver, creo que estaba por aquí. —Se puso a buscarlo—. Aquí está.
Miguel Rodríguez era de Águilas, un bonito pueblo costero de Murcia que yo había visitado en moto hacía algún tiempo. Tenía dieciséis años cuando desapareció. También en el mes de mayo.
«¿Por qué en mayo?», pensé.
Olvidé inmediatamente lo del mes de mayo y me centré en un pequeño detalle que no habíamos tenido en cuenta antes.
—Has dicho dieciséis años, ¿no? Creo que acabamos de dar con un dato importante —le dije—. Daniel, el hermano de Andrea, desapareció en 1983 y tenía catorce años. Creo recordar que el más jovencito tenía doce. Compruébalo, por favor.
—Tienes razón —apuntó—. Raúl Pérez tenía doce años y desapareció en 1981. ¿Qué es lo que intentas decirme?
José Luis aún no se había dado cuenta de que la edad de aquellos chicos seguía una progresión aritmética: cada año desaparecía un chaval un año mayor. Y no nos habíamos percatado en un principio porque el aspecto de aquellos desaparecidos era tan aniñado que casi no se notaba la diferencia de edad que existía entre los de los extremos.
—¡Tienes razón! Cada chico es un año mayor que el anterior —dijo el periodista al cabo de un rato; se quedó embobado mirando los recortes de periódico—. Voy a organizarlo todo en un momento.
Tardó unos veinte minutos en hacer un PDF con toda la información que teníamos. Lo ordenó por fechas, especificando el nombre y la edad del desaparecido en una página previa a las fotos que había hecho de los artículos de prensa.
Yo, mientras tanto, le daba vueltas a la cabeza, tratando inútilmente de encontrar algún sentido a aquella curiosa progresión.
Como veía que esa línea de pensamiento no me llevaba a ningún sitio, salté al siguiente punto: teníamos a un chico sin lápida. Cogí el cuaderno y lo abrí por la página en la que había anotado todos los camposantos con tumbas repetidas para ver si en Murcia había alguna.
—Tendré que viajar hasta Águilas para visitar el cementerio. Estoy casi convencida de que las lápidas se extienden por toda España y aún veo aquí algunas provincias vacías —concluí.
Continuamos un rato más, dando vueltas a todos los datos con los que contábamos, y poco a poco la maraña desordenada de preguntas que me oprimía el coco fue deshaciéndose en interrogantes concretos y con objetivos claros.
—Vamos a ver… Estamos de acuerdo en que estos chicos tienen demasiadas cosas en común, ¿verdad? —propuse mientras sacaba la foto de Daniel que tenía guardada en la cartera—. Y si Daniel, el hermano de Andrea, está relacionado con el nicho del cementerio de Jaén, apostaría el cuello a que los otros seis chicos también guardan relación con las lápidas cercanas a ellos.
—Pero ¿cómo estás tan segura de que la desaparición del hermano de esa inspectora y el nicho están relacionados? —quiso saber José Luis.
—Créeme, lo están —respondí sin más, y me puse tensa esperando su reacción.
No quedó muy convencido con aquella respuesta carente de información, pero, por suerte, no insistió. Se limitó a sonreír, como diciendo «Sí… ya…», y continuó trasteando en internet.
Por una vez en la vida me había propuesto ser discreta de verdad. Decidí omitir detalles como lo de las «excursiones» al cementerio de Jaén, no sólo por mi propia seguridad, sino también por la de Andrea. Nadie, aparte de Hugo y de mí, debía saber que la inspectora de policía estaba relacionada con el caso hasta el extremo de haber ocultado pruebas. Por supuesto, había una clara excepción: Enrico. En él sí que podía confiar, y seguro que podría serme de gran ayuda dada su experiencia. Aunque, por desgracia, el pobre no tenía la cabeza en aquel momento ni para tumbas ni para chicos extraviados.
—De acuerdo —me dijo José Luis—. Las desapariciones comienzan en 1981. Una cada año, en torno al mes de mayo, con chicos un año mayores cada vez. Todo, aparentemente, muy bien organizado. Y digo «aparentemente» porque partimos de la premisa de que las lápidas estaban antes de que estos chicos se esfumaran, ¿no es cierto? —quiso saber José Luis—. Es que en ningún momento me has dicho cuándo se adquirieron ni si tienen dueño, y creo que son datos cruciales.
José Luis tenía toda la razón del mundo. Debía comprobar las fechas de compra de los nichos porque, hasta aquel momento, ni siquiera me había planteado si ya existían cuando los chicos desaparecieron o si, por el contrario, las lápidas fueron surgiendo poco a poco.
—Estoy de acuerdo contigo —admití—, lo primero que debo hacer es averiguar en qué año se compraron y quiénes son sus dueños.
—Bien, quedamos entonces pendientes de eso para poder dar por buena la vía de las lápidas, ¿de acuerdo?
Cuando creyó verme conforme con la propuesta, continuó analizando el tema, aunque no es que yo estuviera lo que se dice muy conforme. Intuía, por lo que había visto dentro de aquel nicho, que las lápidas estaban relacionadas. Lo que no tenía claro era hasta qué punto lo estaban, pero sí que veía un paralelismo evidente. También debía tener en cuenta que José Luis estaba a una esclava y una pintura de distancia con respecto a mí; para él, creer aquello era un auténtico acto de fe.
—Por algún motivo que desconocemos, deja de haber noticias sobre desapariciones de chicos después de 1987, y a mí esto me parece raro, no sé a ti. —Se me quedó mirando, pensativo—. Si realmente las lápidas están relacionadas con las desapariciones, volviendo a tu premisa inicial, ¿para qué tantas si sólo hubo siete víctimas? Y eso suponiendo que el chico de 1985 tenga su propia lápida, claro está. Aquí hay algo que no cuadra.
—A mí también me extraña —admití—. Pero hazme caso, no saques las lápidas de la ecuación. Yo tengo claro que están relacionadas. Tan sólo necesito fechas y propietarios para saber cómo de íntima es esa relación —insistí en ello y continué con los chicos desaparecidos—. Puede que en 1987 ocurriera algo que lo obligó a dejar de matar… Bueno, de secuestrar —me corregí al instante, porque debía tener en cuenta que, si no había cuerpos, podía no haber muertos—. Aunque me cuesta creer que esos chavales sigan vivos.
—Yo hablaría más de un asesino que de un secuestrador, Ada. Seamos realistas —concluyó José Luis con toda la razón del mundo—. Veo muy poco probable que la intención de ese tipo fuera crear un cielo en la tierra lleno de rostros angelicales. La esperanza de encontrarlos con vida déjasela a los familiares.
—Es cierto —admití—. Ya sé que soy muy inocente, pero es que me cuesta mucho pensar en esos críos como víctimas de un asesinato. Mira sus caras. Si es que lo único que despiertan es ternura —le expliqué—. Pero bueno, sigamos avanzando. —Me obligué a quitarme la tristeza de encima—. ¿Qué crees que pudo hacerle parar? No quiero hacer comparaciones tan extremas, pero hay una teoría que dice que Jack el Destripador no continuó matando porque algún hecho fortuito se lo impidió. Puede que ese tipo enfermara… o muriera —propuse—. Aunque…
Sin darme cuenta, acababa de comenzar a tirar de un cordel anclado muy hondo en mis recuerdos. Regresé a mis años de estudiante de criminología, a la época en la que llegué a estar un poco obsesionada con un puñado de asesinos en serie.
Ya sabes… Mis obsesiones y yo.
Rescaté de mi memoria un nombre: Walter Sickert.
Fue la escritora Patricia Cornwell quien, movida por una profunda curiosidad en torno a la figura de Jack el Destripador y ayudada por un buen puñado de dinero (seis millones de dólares, ni más ni menos), estableció una relación bastante intensa entre el asesino de Whitechapel y el pintor alemán Walter Richard Sickert.
Recogió sus conclusiones en un libro titulado Retrato de un asesino: Jack el Destripador. Caso cerrado. En él estableció una relación bastante próxima entre la obra del pintor impresionista y las atrocidades del Destripador. De hecho, Cornwell comenzó a interesarse por Walter Sickert a partir de la temática de sus obras, excesivamente cercanas a las escenas que Jack fue dejando por las calles de Londres. Sickert tenía un gusto extremo por los ambientes sórdidos, los desnudos de prostitutas y las historias de asesinatos. Tan extremo era que, en aquella época, finales del siglo XIX, desafió unos cuantos tabúes sociales.
Patricia Cornwell afirmaba en su obra que Jack el Destripador y Walter Sickert fueron la misma persona, basándose en unas pruebas que realizó comparando ADN mitocondrial de estos dos personajes y barajando la posibilidad de que el propio Sickert decidiera hacer desaparecer a su álter ego cuando él comenzaba a alcanzar cierta fama como pintor.
No me convencieron del todo sus conclusiones después de leer el libro. Para mí no fueron importantes ni la sórdida oscuridad de los cuadros de Sickert, ni el posible trauma de la infancia del que hablaba Cornwell ni las coincidencias de ADN. Lo que me impidió eliminar de mi mente al pintor impresionista como el verdadero Jack el Destripador fue una de sus obras, quizá la más oscura de todas. Su título: La habitación de Jack el Destripador. Te puedo asegurar que contemplarla resulta espeluznante.
—Ada, ¿estás ahí? —me preguntó José Luis posando su mano derecha sobre mi hombro.
Aquel contacto me enervó. Me resultó excesivamente pegajoso para ser una mera llamada de atención. Me retiré y lo miré a la cara, mientras terminaba de regresar a la realidad.
«¿Qué pasa aquí?», pensé. Pero sacudí la cabeza y me obligué a relajar mis facciones de nuevo.
—Sí, perdona, es que estaba recordando algo —le dije mientras me apartaba un poco más de él.
—¿Y bien? —me preguntó—. ¿Era algo importante?
Asentí con la cabeza y traté de dar un poco de forma a todo aquello.
—¿Y si no podemos encontrar más noticias en prensa porque quienquiera que se llevara a esos chicos de pronto tuvo necesidad de permanecer en el anonimato? —planteé—. Piénsalo un poco. Siempre dicen que para permanecer mucho tiempo en un lugar sin tener problemas, lo mejor es ser discreto; no hablarán de ti si tú no das motivos para que lo hagan. Se me ocurre que si pretendes convertirte en un asesino con una larga trayectoria, si persigues algún fin a largo plazo, lo más seguro para ti y para tu fin es evitar ser un personaje mediático, ¿no crees?
—Me da a mí que estás hilando muy fino, Ada —me confesó José Luis—. ¿Un fin a largo plazo? No tienes ni idea de si todo esto tiene un fin o no. Puede que sólo hubiera siete desapariciones y ya está. Puede que quien se llevó a esos chicos hizo lo que tuviera que hacer con ellos y paró. Punto.
Quizá yo estaba hilando fino, pero si sabía algo sobre asesinos en serie era que no paraban a menos que las circunstancias los obligaran. En mi cabeza sólo cabían dos posibilidades: o no habían desaparecido más chicos porque el tipo que se los llevó estaba muerto o en la cárcel, o eran muchos más los desaparecidos, pero de un modo más silencioso y discreto.
Además, estaba el tema de las edades ascendentes.
¿Hasta qué edad querría llegar?
Esa pregunta me daba mucho miedo.
—Tú hazme un favor —le pedí—, busca alguna muerte en extrañas circunstancias de varones más allá de los ochenta. Mira a ver si en los años noventa o más adelante apareció algún cadáver que hasta hoy no haya sido identificado. Puede que el hecho de que se hiciera silencioso no le eximiera de cometer algún error.
A José Luis le pareció una petición un poco descabellada. Aun así, se puso manos a la obra.
—Yo voy a hacer una llamada mientras tanto —le dije.
—¿Andrea? Perdona por las horas, pero he tenido una corazonada y esto sólo puedes investigarlo tú.
—No te preocupes, no podía dormir de todas formas —me respondió, un poco ida—. ¿Tienes algo que pueda servirnos? —Su voz apareció de pronto cargada de urgencia.
—Puede que sí, pero mañana te cuento con más detalle. Voy a enviarte algunas fotos de chicos desaparecidos. Verás que tienen una fisonomía muy parecida a la de tu hermano —le avisé—. Necesito que mañana busques, entre las denuncias antiguas de desaparecidos, a varones con ese mismo aspecto. Si estoy en lo cierto, deberías encontrar casos con edades ascendentes cada año.
—¿Cómo? No lo entiendo.
—Sí, edades ascendentes. Busca en 1988 a un chico de diecinueve años; en 1989, a uno de veinte y así en adelante —le expliqué—. Cuando recibas mi correo lo entenderás.
Me pareció oír algo de ruido de fondo y quise saber qué ocurría.
—Estoy cogiendo algunas cosas. Salgo ahora mismo para la comisaría —me explicó Andrea—. Tú envíame eso y a ver qué encuentro.
Me colgó antes de que pudiera despedirme de ella.
Permanecí en pie, con el teléfono en la mano, sin saber muy bien qué hacer.
«¿Qué estás haciendo, Ada? —me pregunté a mí misma—. Estás jugando a los detectives, y en este país los detectives no juegan así».
La inseguridad me atacó de nuevo. Temí que Andrea estuviera tomándose demasiado en serio mi trabajo. Incluso temí ser yo misma la que estaba dándose importancia de más.
Me vi tan inexperta, tan poquita cosa, que más que buscando pruebas me parecía que estaba echando una partidita al Cluedo. Y, siéndote honesta, creo que no he ganado al Cluedo en mi vida.
—Mierda —dije en voz alta—. ¡Malditas lápidas!
Me obligué a centrarme y entré de nuevo en el salón en busca de José Luis.
—Envíame todo lo que tenemos por ahora en un correo. Voy a seleccionar las fotos para que una amiga pueda ayudarnos con las búsquedas —pedí a José Luis.
Abandonó por un momento lo que estaba haciendo y abrió su cuenta de Gmail.
—Comprueba tu e-mail —me dijo.
El correo electrónico me llegó enseguida. Le di las gracias y se lo reenvié a Andrea. Le expliqué brevemente en el cuerpo del mensaje lo que le estaba mandando en el archivo PDF y quedé en llamarla al día siguiente.
Mientras José Luis permanecía con los ojos soldados a la pantalla del ordenador, yo me dediqué a hacer un pequeño esquema en mi libreta con lo que teníamos hasta el momento. No es que tuviéramos demasiado, pero sí lo suficiente para comenzar a tomarme el tema de las lápidas totalmente en serio.
«¿Qué mejor lugar para ocultar los rastros de un crimen que un cementerio?», pensé.
Mi siguiente idea comenzó a girar en torno a la esclava y la pintura. Aquellos dos objetos con los que aún no podía contar. Comenzaba a verlos como trofeos, objetos personales que el causante de aquellas desapariciones había decidido guardar. Los tesoros de su depravación. Y lo que más minaba mi moral era el escrúpulo con el que había ocultado esos trofeos. Demasiado cuidado para ser un asesino puntual. Excesivo mimo para tratarse de unos cuantos casos aislados.
— Cuarenta y seis lápidas repetidas
— Una esclava y una pintura en el cementerio de
Jaén
— Primera conexión: la esclava era de Daniel (hermano de
Andrea)
— En prensa aparecen siete desapariciones:
• De 1981 a 1987
• Edades ascendentes: 12-18 años
• Misma fisonomía y complexión
• Todos desaparecen en torno a mayo
• 6 vivían cerca de una lápida repetida
• 1 pendiente de confirmar
— MIS SIGUIENTES PASOS:
• Averiguar año de compra de las lápidas y nombres de los dueños
• Intentar localizar la lápida correspondiente al chico de Águilas
• Comprar un mapa mudo de España
• Aguardar noticias de Andrea y de José Luis
• MIRAR MI DAFO CON MÁS FRECUENCIA
—Creo que por ahora ya está —dije en voz alta.
No pude evitar bostezar y sentí curiosidad por saber cuántas horas llevaba aquel día en pie.
Cuando miré la hora en el móvil y vi que eran cerca de las tres de la madrugada no me lo podía creer. «Tanto tiempo para tan poca cosa», pensé. Lo cierto era que estaba agotada y, para colmo, tenía un dolor de cabeza de esos que no puedes aguantar.
—¿Qué tal vas? —pregunté a José Luis.
Volvió la cabeza para mirarme y también lo noté cansado.
—Pues no muy bien, para qué te voy a engañar —me confesó.
Se levantó y fue en dirección a la cocina. Regresó con una botella de Chivas y un par de vasos cortos. Me ofreció uno.
—No, gracias —le dije—. Ahora sólo puedo pensar en dormir. No quiero alcohol.
Le sonreí justo después de aguantarme un bostezo. Él se sirvió medio vaso de whisky y se lo bebió de un trago.
—Yo, si quiero dormir, necesito una ayudita —me dijo mostrándome la botella.
—¿Vas a seguir delante del ordenador mucho rato? —quise saber.
José Luis miró de soslayo la pantalla y se volvió hacia mí de nuevo. Me pareció atisbar en él un extraño cambio de actitud.
—No mucho. Del año 2000 en adelante no he localizado nada. Y mientras más me aleje hacia atrás en el tiempo, menos datos voy a encontrar. Recuerda que Google y la era de la información son muy recientes —me advirtió—. Mañana me tocará volver a la biblioteca.
»Creo que también intentaré hacer perfiles lo más completos posibles de los desaparecidos con los recortes de prensa, a ver si teniéndolo todo bien atado logramos avanzar.
Por increíble que parezca, ni siquiera me había planteado aquello. Estaba tan acostumbrada a san Google bendito que ya no recordaba la época en la que había sido capaz de respirar y vivir sin él. ¿Realmente existió esa etapa de mi vida? Puede que ya naciera con trece años y con aquel rudimentario internet y sus chats. Lo cierto es que, fuese o no reciente, siempre había definido mi memoria selectiva de un modo un tanto particular: «Dícese de ese trozo de mi cerebro que, ante una nueva información, se pregunta: ¿esto puedo localizarlo fácilmente en Google? Y, si la respuesta es sí, pues no lo memoriza y punto».