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Estaba enfadada.

¿Impaciencia?

¿Cabezonería?

¿Exceso de confianza?

¿Confundir valentía con temeridad?

¿Tomar decisiones en caliente?

No sé lo que habría hecho si Hugo no hubiera estado a mi lado aquel día. Mi cabeza era una tormenta descontrolada de pensamientos inconexos, y me sentía tan perdida que sólo podía pensar en meterme en la cama y olvidarme del mundo hasta que todo hubiera pasado.

Unos minutos después de que Andrea se marchara de casa, recibí una llamada de Enrico.

—Ada, creo que a Domenico le ha pasado algo.

Tuve que sentarme al oír aquello. El tema de Enrico se revelaba aún más grave de lo que ninguno de los dos habíamos pensado.

—Necesito comprobar que todo anda bien, saber cómo están las cosas por allí. Pero yo no puedo ausentarme de Granada. No quiero dejar a Carmina sola en estos momentos.

Cuando dejé a Enrico en La Napolitana, lo primero que hizo fue tratar de hablar con Domenico para ver si se encontraba bien. No logró localizarlo por ningún medio y acabó temiendo lo peor. La única forma de comprobar que todo marchaba bien era viajar a Nápoles y, como él no quería alejarse de su sobrina, me lo pidió a mí.

Con aquella llamada, Enrico me demostró que confiaba plenamente en mí. Tanto, que me encomendaba cuidar una parte de su pasado que él había mantenido guardada bajo llave durante años.

Por eso mismo me sentí tan mal cuando fui consciente de que debía decirle que no.

—Podrías salir pasado mañana desde Málaga. Te daría un par de direcciones y nombres. Sería sencillo.

Me sentí tan ahogada por la angustia que estaba viviendo Enrico, tan mal por tener que negarme a ayudarlo, que no fui capaz de hacerlo.

—¿Puedo confirmártelo luego? —le pregunté un poco agobiada—. Es que estoy metida hasta el cuello en otro tema y tengo que ver cómo me organizo.

—Claro, claro. —Su voz sonó contrariada—. Pero ¿tú estás bien? —quiso saber.

—Sí, no te preocupes —le aseguré—. Lo que pasa es que al final ha resultado que lo de las lápidas venía con sorpresa. Ya te contaré. Voy a ver si me organizo y te digo luego, ¿OK?

Hablé con él con una entereza nada propia de mí. De hecho, cuando colgué el teléfono y evalué lo que acababa de pasar, casi entro en pánico. A Andrea no le iba a hacer ninguna gracia que me largara a Nápoles estando lo de su hermano de por medio.

—A ver, ¿me lo explicas? —me preguntó Hugo.

—¿Que si te lo explico? Pues es muy sencillo: que me va a dar un ataque al corazón.

Hugo se llevó las manos a la cabeza cuando le conté lo del viaje a Nápoles. Me razonó de todas las formas posibles lo desaconsejable que era para mí hacerle aquel favor a Enrico. Pero estaba librando una batalla perdida de antemano: en situaciones puramente emocionales, mi capacidad de razonamiento suele verse reducida al cero por ciento.

—Te entiendo —le dije—, pero tengo que hacerlo. Ahora mismo mi vida tiene cuatro patas y una de ellas es Enrico. Lo siento, pero no puedo fallarle.

Con el tiempo, aprendí a interpretar los silencios de Hugo. En aquella ocasión, aquel mutismo y el paseo a la cocina a por un vaso de agua los interpreté como un «Voy a tragarme lo que pienso y a averiguar cómo seguir ayudando». Me falló un detalle primordial del que no me he dado cuenta hasta que ha faltado en mi vida: muchos de sus silencios los causaba una herida que yo misma había ido abriendo poco a poco. Supongo que para Hugo fue muy duro sentir que, de esas cuatro patas sobre las que se asentaba mi vida, la menos importante para mí parecía ser la que él representaba. Y digo parecía, porque la realidad era otra muy diferente.

Es una mierda sentir y no ser capaz de demostrarlo, ¿no crees?

—A ver… ¿qué necesitas? —me preguntó cuando regresó de la cocina.

Salimos de casa en torno a las cinco de la tarde y fuimos directos a Carling a comprar una Moleskine.

Cuando ocurrió lo del Asesino de la Hoguera, el cuaderno de notas que compré se convirtió en algo casi sagrado para mí, mi fuente de creatividad e información, así que pensé que estrenar una Moleskine con el caso de los cementerios podría ser una buena idea. De hecho, los cuadernos de notas acabaron convirtiéndose en una costumbre obligada. Tengo un cajón con tantas libretas Moleskine como casos he llevado.

Después de la compra decidimos resguardarnos de la lluvia otoñal en el centro comercial Serrallo Plaza. No soy demasiado de centros comerciales, pero, para mí, un lugar en el que una música agradable, muchas veces jazz, suele acompañarte allá donde te encuentres acaba teniendo puntos extra. Eso sí, siempre que no transmitan los partidos de fútbol en una pantalla gigantesca.

Ocupamos una mesa en la cafetería Bombón Café y, cuando nos sirvieron, la tormenta de pensamientos regresó a mi cabeza aún más cargada de truenos y relámpagos.

—Me va a explotar el cerebro, Hugo. Sé lo que tengo que hacer, pero no cómo hacerlo —le confesé—. Y lo que más agobiada me tiene es lo de Enrico. Me juré a mí misma no repetir jamás lo que hice con Mari Vila.

Ya habíamos hablado sobre aquello alguna vez. Es cierto que saqué muchas cosas positivas de mi viaje a Galicia. Conocer a Hugo fue una de ellas. Pero, a pesar de todo, no podía perdonarme a mí misma el haber huido de la angustia que me provocaba no encontrar a María. Tengo que ser crítica conmigo: si no hubiese sido por un buen puñado de golpes de suerte, jamás habría dado con ella.

Puede que fuera aquello lo que me tenía tan nerviosa: encajar de nuevo un viaje teniendo pendiente una investigación importante. Lo que me había encargado Andrea me resultaba lo más difícil del mundo, sobre todo teniendo en cuenta que las únicas pruebas que teníamos iban a desaparecer en cuestión de horas en lo más profundo de aquel nicho.

—A ver, cielo, mírame. —Hugo me cogió de la mano para sacarme de mis pensamientos—. No tengo conocimientos de criminología, y mucho menos experiencia en investigación privada, pero lo que sí puedo asegurarte es que soy bueno solucionando problemas.

Ahí tenía razón. Hugo era muy bueno en su trabajo y pocos casos se le resistían. Aún me sonreía al recordar el día que me dio su tarjeta. «Solucionador de problemas», rezaba aquel pedazo de cartulina. Lo que no podía imaginar era que aquella frase fuese tan cercana a la realidad.

—Saca tu cuaderno que voy a enseñarte cómo se hace un DAFO.

Y eso hicimos aquella tarde: un DAFO de mí misma. Me pidió que dibujara un cuadrado en la primera hoja y que, a su vez, dividiera ese cuadrado en cuatro partes iguales.

A nivel empresarial, los análisis DAFO ayudan a plantear las soluciones que deberían ponerse en marcha para aprovechar las oportunidades detectadas y preparar a la organización contra las amenazas teniendo en cuenta tanto nuestras debilidades como nuestras fortalezas. Vamos, que Hugo se puso a hacer aquella tarde un análisis de Ada Levy como si Ada Levy fuese una de sus empresas. Lo más sorprendente de todo es que funcionó.

—Vamos a simplificarlo todo un poco, ¿vale? —me propuso—. Esto es lo más sencillo y eficaz que se me ocurre para ayudarte a tomar tus próximas decisiones. En un análisis DAFO, las oportunidades y las amenazas son factores externos que pueden facilitarnos o hacernos más difícil la consecución de nuestro objetivo, mientras que las debilidades y las fortalezas son cualidades propias, son puntos débiles y puntos fuertes internos. ¿Lo entiendes?

Claro que lo entendía. Había visto a Hugo mil veces analizar empresas utilizando los cuadraditos. Siempre me decía que, a la larga, lo más simple era lo más eficaz y por eso comenzaba su trabajo desde la base que le proporcionaban los análisis DAFO.

—Venga, rellena mi cuadrado —le pedí.

—De acuerdo. Que conste que yo te digo lo que veo y puede que, en algún caso, no te guste lo que vas a oír. Empezamos por la parte más difícil de asimilar: los puntos débiles.

Respiré bien hondo para no saltar a la primera de cambio. Me dije a mí misma que Hugo sólo intentaba ayudarme y que todo lo que estaba a punto de decir tenía como único fin sacar lo mejor de mi persona.

—Creo que tus principales debilidades son querer abarcarlo todo, confundir valentía con temeridad, la inexperiencia, la impaciencia, la cabezonería, el exceso de confianza y el tomar decisiones en caliente —enumeró—. ¿Añadirías algo más?

Estaba enfadada.

¿Impaciencia?

¿Cabezonería?

¿Exceso de confianza?

¿Confundir valentía con temeridad?

¿Tomar decisiones en caliente?

Quise replicarle, pero todas las explicaciones en torno a mis supuestas debilidades me parecían más excusas que otra cosa. Así que acabé tragándome aquel puñado de verdades y traté de no atragantarme con ellas.

—No tengo nada que añadir. Continúa —le pedí un poco molesta.

—De acuerdo, continúo. Pero recuerda que está en tu mano parar esto cuando quieras. Podemos hacerlo a tu manera. —Hizo una pausa para ver cómo reaccionaba yo, y al no haber respuesta por mi parte, prosiguió—. Pasemos a tus fortalezas. Tienes una gran capacidad de intuición, lo demostraste en tu primer caso con Mari Vila y lo veo cada día que paso contigo. Es una de tus principales cualidades.

La cosa ya no iba tan mal. Cuando pasamos de mis defectos y nos centramos en mis virtudes, lo del análisis DAFO volvió a parecerme una buena idea.

—Junto a tu intuición, yo destacaría la cabezonería de nuevo, porque es lo que hace que no te rindas jamás; y también tu capacidad de trabajo, tu optimismo y tu creatividad. Yo añadiría alguna más, pero creo que son las mejores cualidades que puedes tener en un trabajo como el tuyo. Ah, y casi se me olvida la más importante de todas: tu increíble capacidad de empatía. Sabes dar a cada uno lo que necesita y eso, en tu oficio, es tremendamente importante. Y ahora, ¿cuáles crees que son tus principales amenazas?

Cogí el cuaderno y eché un ojo a lo que había escrito Hugo en los recuadros correspondientes a debilidades y fortalezas. Luego miré los que aún estaban por rellenar y pensé en las amenazas. ¿Qué cosas que no dependían de mí podían hacerme difícil avanzar?

—No poder contar con las pruebas que ya teníamos es una putada —solté de pronto.

—Desde luego, eso es una clara amenaza. Tenías unas pruebas que no vas a poder usar porque tienen que dejar de existir. Pero, por el contrario, esas pruebas te han aportado una información valiosa, una gran oportunidad: sabes que la tumba de Jaén está relacionada con la desaparición del hermano de Andrea, y ese detalle da una gran importancia al resto de las lápidas repetidas. No lo olvides —me aclaró Hugo con su bonita sonrisa mellada acompañando a sus palabras.

—Tienes razón —admití—. Otra amenaza es la ausencia de registros a nivel nacional que me permita tener información sobre las tumbas. Pero… —me apresuré a añadir antes de que Hugo se me adelantara—. Pero ahí mi creatividad me ayudó a dar con una oportunidad. Gracias a «El Juego de los Cementerios» ahora tengo el número aproximado de esas lápidas. Espero que no sean muchas más.

Analizándolo de aquel modo, la cosa no iba tan mal. Sobre todo si tenía en cuenta la mayor fortaleza con la que podía contar: mi gente. La gente que me rodeaba fue crucial a la hora de encontrar a Mari Vila y podría serme de gran ayuda en aquella nueva aventura. Era consciente de que Enrico iba a estar solo a medias, pero yo tenía allí a mi tío guapo de los ojos bicolores, dispuesto a sacudirme las inseguridades y a ayudarme a abrir camino. Además, me había olvidado de una de las personas más importantes en mi primera gran investigación, alguien de quien no había tenido noticias desde hacía cerca de un año y que tenía una capacidad envidiable para conseguir y contrastar información.

Respiré aliviada cuando me acordé de él y, por un momento, tuve la certeza de que todo saldría bien. Mi cabeza comenzó a funcionar a mil por hora y el caos que tanto me agobiaba hacía tan sólo unos minutos fue diluyéndose en una creciente sensación de control.

—Mañana a primera hora tengo que localizar a José Luis.

No quise hacer caso al gesto alarmado de Hugo al oír aquello.