21

¿Qué elegir?

¿La narcosis de la esperanza o

la crudeza de la probabilidad?

¿Cuántos críos desaparecidos durante años

regresaban a casa con vida?

No logré dormir ni media hora.

Desperté sobresaltada a eso de las ocho y media de la mañana sintiendo en el pecho una intensa aleación de angustia, cansancio y prisa. Angustia por la desagradable experiencia con José Luis; cansancio por aquellos cuatro días que llevaba a cuestas, cargados hasta las trancas de viajes en avión, historias del pasado, tensión y sobresaltos, y prisa por encontrar cuanto antes información útil para Andrea.

Para colmo, no sabía qué me disgustaba más, si el susto que me había dado el maldito periodista o la consecuencia del mismo: acababa de perder una ayuda inestimable en el caso de las lápidas repetidas.

«No puedes pensar así, Ada. ¡Quién sabe lo que te habría hecho!», me regañé.

Las imágenes de aquellos chicos desaparecidos vibraban de un modo insoportable en mi cabeza. El olvido al que los había sometido el implacable paso del tiempo… Las familias rotas que perdieron la esperanza de dar con ellos, vivos o muertos… Y, lo peor de todo, la incómoda certeza que estaba terminando de asentarse en mi interior: aquellos siete chavales no iban a ser los únicos.

Como aún no tenía noticias de Hugo, supuse que seguiría durmiendo, de modo que me puse a funcionar.

Primero me di una ducha rápida, tratando de disipar un poco el cansancio. A continuación, cogí el móvil y telefoneé a Andrea para ponerla al corriente de lo que tenía hasta ese momento, y también para comprobar si ella había conseguido algo.

—En cuanto llegue a Granada pienso coger la moto y visitar los cementerios más cercanos. Creo que es importante averiguar las fechas en que se compraron los nichos y, si es posible, localizar a su propietario —le expliqué—. Te llamo mañana mismo, ¿de acuerdo?

Andrea estaba aún en la comisaría. Me dijo que lo que le había pedido, pese a parecer fácil, era un trabajo tremendamente lento.

—¿Tienes idea de cuántas personas desaparecen cada año en España? —me preguntó—. Miles —respondió ella misma—. Voy lo más rápido que puedo. Si veo que no avanzo demasiado, tendré que pedir a alguien de mi equipo que me eche un cable.

—¿Te has parado a pensar en la posibilidad de que Daniel esté vivo? —le pregunté antes de colgar.

Andrea no se esperaba aquella pregunta. Permaneció un momento en silencio, como planteándose su postura.

¿Qué elegir?

¿La narcosis de la esperanza o la crudeza de la probabilidad?

¿Cuántos críos desaparecidos durante años regresaban a casa con vida?

—Ada, hazte a la idea de que buscamos a un asesino —me respondió ella, tajante—. Un asesino muy inteligente y organizado.

Dejé el teléfono sobre la mesita de noche dando vueltas a aquellas últimas palabras.

«Un asesino muy inteligente y organizado».

—Joder, Ada, ¿cómo no has caído antes en eso? —me dije en voz alta frente al espejo del armario.

Me sentía tan tonta…

Si en algo me había esmerado cuando estudiaba criminología fue en el análisis de las mentes de sociópatas y psicópatas. Mentes que, si llegaban a traspasar la delgada línea del asesinato, tenían formas completamente diferentes a la hora de actuar.

Los asesinos con personalidad sociopática no suelen ser personas con grandes habilidades sociales. Lo normal es que vivan en soledad o con uno de sus progenitores y que no logren mantener por mucho tiempo un mismo trabajo. Tenderán a actuar de forma desorganizada, de un modo impulsivo, respondiendo a mensajes del entorno que los rodea o, yéndome un poco al extremo, a voces en su cabeza. En definitiva, suelen ser asesinos con unos vaivenes emocionales brutales que acaban matando porque no pueden evitarlo. A menudo les corroe la culpa.

Los asesinos psicópatas, sin embargo, son organizados: espían, acechan y acosan. Suelen ser personas inteligentes, con buenas habilidades sociales y trabajadores competentes. Carecen de remordimientos y suelen estar tan adaptados a la sociedad, tan bien integrados, que comúnmente viven en pareja y cuidan de sus familias.

En una ocasión, para explicar a una compañera de clase la diferencia entre ambos tipos de homicidas, utilicé como ejemplo una tableta de chocolate. Suponiendo que haya comedores de chocolate sociopáticos y psicopáticos, el primero se zamparía la tableta entera en un ataque de ansiedad, y luego se sentiría culpable por haber comido tanto chocolate y por cómo éste podría llegar a afectar a su salud y a su peso. El comedor de chocolate psicopático se comería la tableta sin ansiedad, onza a onza, y evaluaría la ganancia de peso comparándola con las calorías del chocolate y la alteración en sus niveles de glucosa en sangre después de la ingesta. Puede que sea una tontería, pero mi compañera lo comprendió. Y, debo añadir, sin sentirme demasiado orgullosa de ello, que yo soy una comedora de chocolate sociopática y que, pobrecito mi trasero, no siento el arrepentimiento hasta que he acabado con varias tabletas.

Siguiendo el consejo de Andrea me metí en la cabeza que estaba frente a la obra de un asesino que, acorde con la teoría, parecía ser bastante organizado. Así que decidí arrancar de nuevo desde aquella premisa y me propuse averiguar cómo de organizado y de inteligente era.

Estaba cogiendo mi libreta para hacer algunas anotaciones cuando alguien llamó a la puerta.

Al principio me dio por pensar que podía ser José Luis. Temí que me hubiera seguido, inmerso en su embriaguez y en su desequilibrio, y por eso me quedé callada, atenta a cualquier ruido al otro lado de la puerta.

Cuando llamaron de nuevo, una voz familiar me relajó por completo.

—Ada, soy Hugo. Abre, por favor.

Corrí hacia la puerta a abrir y allí lo encontré, con el equipo de la moto puesto y una cara de preocupación que me hizo sentir realmente mal.

—Lo siento —le dije—. Tenías razón. Jamás debí haber ido sola a la casa de José Luis. Te prometo que voy a cuidarme mucho más de ahora en adelante.

No pronunció palabra alguna y tampoco pude saber si creyó mis palabras. Al menos, noté un cambio en la expresión de su cara; parecía algo más relajado.

Lo invité a entrar y, mientras él soltaba la maleta y se quitaba las botas de la moto, yo me acerqué a la mesita a por mi cuaderno.

—Estaba despierto cuando me enviaste aquellos mensajes, por eso he llegado tan pronto. He venido en moto, era lo más rápido —me explicó—. ¿Tú estás bien?

—Sí, ya sabes que bicho malo nunca muere. —Hice una mueca que pretendía ser divertida, pero no hubo risas—. ¿Y tú?

—No me he enterado de que estabas en el hotel hasta que he llegado a Umbrete —me dijo.

Me quedé parada al oír aquello. Respiré hondo y me pregunté si quería saber o no lo que había ocurrido allí.

—¿Miraste el móvil antes de llamar al timbre? —le pregunté, rezando por que hubiese sido así.

—No.

Se quitó la chaqueta de la moto y la dejó colgada en el armario.

—¿Llamaste a la puerta de José Luis? —Sentí un leve mareo.

—Llamé a la puerta —me respondió.

—¿Y?

—Me presenté a través del telefonillo como tu novio y le expliqué que estaba allí para recogerte.

Hugo hizo una pausa para controlar su enfado. No lo había visto tan irritado desde el día que me escapé para rescatar a Mari Vila.

—Ese periodista abrió la puerta de la casa y se puso a hablar conmigo a través de la cancela. —Hugo se sentó sobre el sillón de la esquina de la habitación, hablando con tanta frialdad que sentí su hielo en la estancia—. Como comprenderás, después de tus mensajes, no me tomé muy en serio lo de que te hubieras ido ya y, como comprenderás, no tenía ninguna intención de salir de allí hasta haber comprobado que aquella casa estaba vacía —me explicó—. Y no estabas. Tú no estabas, pero sí que estaba tu maleta, así que, como comprenderás, en el estado de nervios en que me encontraba, quise saber qué te había hecho para que hubieras salido de allí corriendo sin tu equipaje.

—No me hizo nada —me apresuré a aclarar antes de que siguiera—. Te lo juro, Hugo, no me tocó ni un pelo. José Luis… ¿está bien?

Me miró un instante con incredulidad y asintió levemente antes de continuar.

—Es la primera vez en mi vida que he golpeado a alguien y lo he hecho con tanta sangre fría que no he sido capaz de reconocerme después. —Apretó los puños con fuerza—. Me dejé los guantes de la moto puestos para poder darle con las protecciones de los nudillos. —Respiró hondo y puso la mano en alto cuando traté de decir algo—. Como te digo, es la primera vez en mi vida que pego a alguien… y no me he gustado. De hecho, me he odiado por ello.

Comencé a respirar de forma acelerada para aguantar las ganas de llorar. Una impotencia tremenda comenzaba a aplastarme el pecho, y la sensación de culpa por ver a Hugo en aquel estado llegó a ser casi insoportable. Aun así, decidí callar y dejar que terminara.

—Ésta es la última vez que me preocupo por ti. Es la última vez que me convenzo a mí mismo de que lo que haces tiene algún sentido. —Sus palabras eran aplastantes—. Podría soportar tu trabajo si lo llevaras a cabo con cabeza, pero a la vista está que la cordura y tú no os lleváis demasiado bien. —Sus palabras eran como rocas—. Escúchame bien porque ésta va a ser mi última exigencia: empieza a protegerte ya porque yo no aguantaré mucho más. Tengo la sensación de que tu vida acabará destrozando la mía y, si no paras, puedo asegurarte que me marcharé antes de que eso ocurra. Te quiero muchísimo… pero he decidido que tengo que quererme a mí mismo mucho más que a ti. Me robas la felicidad, Ada.

Aquellas palabras me hicieron un roto en el corazón. Y lo peor de todo era que aquel roto lo había provocado yo.

Deseé poder ser otra persona, alguien más cabal, con la misma capacidad de amar, de respetar y de cuidar que tenía Hugo hacia mí. Alguien que no pensase únicamente en su culo y que, ante el más mínimo ofrecimiento de ayuda, no se cerrara en banda. Alguien con un concepto de libertad más cercano a lo normal.

Pese a no decirle nada por miedo a que no me creyera, decidí tratar de convertirme en ese alguien.

«Sabes qué es lo que no funciona en tu cabeza y lo vas a cambiar», me dije a mí misma cargada de determinación. Sí, estaba decidida a cambiar.

Miré a Hugo a los ojos y deseé estar con él en Galicia, de nuevo en Casa de Verdes, frente a aquella queimada. Deseé poder partir desde aquel punto en el que nuestros corazones comenzaron a latir a la par. Partir justo desde aquel instante, borrando todo aquello que, por mi culpa, nos estaba separando.

Sí, lo deseé, con todas mis fuerzas, pero siendo muy consciente de que el pasado, por desgracia, no podía borrarse.