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Ochenta y cinco lápidas localizadas.
Veintiún desaparecidos.
Un solo muerto.
Aquel año, el universo pareció conspirar para que mis Navidades y las de casi toda mi gente acabaran siendo una auténtica mierda.
No obstante, a toro pasado, me doy cuenta de la gran lección que nos dio a todos nosotros el universo: nos enseñó a aprender.
Aprender a comprender.
Aprender a tener paciencia.
Aprender a crecer.
Sí señor, muy inteligente el universo.
Si Paulo Coelho leyera esto, se sentiría orgullosísimo de mí, ¿no crees?
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El mes de diciembre transcurrió lento, envuelto en una monotonía a la que ya no estaba acostumbrada.
Tras mi declaración, el caso de las lápidas había quedado fuera de mi alcance y casi se le escapa de las manos a la propia Andrea. Consiguió que se lo asignaran después de mucho insistir y, ya entrado diciembre, comenzó con las labores de policía judicial, mientras aguardaba la ansiada apertura de las cerraduras de aquellas lápidas.
Día tras día aparecían nuevos nichos desperdigados por los cementerios españoles. Y, utilizando sus localizaciones como criterio de búsqueda, por cada nicho iban emergiendo, de entre los miles de desaparecidos de las bases de datos policiales, varones que casaban con nuestras premisas.
Hombres con la progresión aritmética que habíamos identificado y de aspecto muy similar al de los primeros desaparecidos, salvo por la evolución lógica de sus rasgos a lo largo de los años. Hombres cuyo perfil me dio la respuesta a la primera gran pregunta que nos habíamos hecho José Luis y yo en Sevilla.
La escasez de notas de prensa sobre los desaparecidos se debía a la mayoría de edad de las víctimas y a un cuidado exquisito a la hora de elegirlas. A partir de 1988, todos fueron varones independientes, con escasos lazos familiares y con tendencia a ausencias temporales, tal como pudo corroborar Andrea hablando con las familias.
Sin embargo, aparte de los avances en el caso, la inspectora no lograba encontrar pistas claras que la acercaran al Pintor.
Ochenta y cinco lápidas localizadas.
Veintiún desaparecidos.
Un solo muerto.
El resto de los cadáveres, si es que los había, estaban realmente bien escondidos.
La sensación de impotencia obligó a Andrea a ser paciente y a aguardar con calma la llegada de la orden que le permitiera abrir todas aquellas tumbas. Pero, claro está, eso dependía del señor juez, y algo nos decía a ambas que, sencillamente, aquéllas no eran las mejores fechas.
Se acercaba a toda prisa la época de los muñecos de nieve, los belenes y los árboles cargados de bolas de colores con regalos a sus pies.
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No creas que me fue fácil mantenerme al margen del tema de las lápidas. Me subía por las paredes sintiéndome, de golpe y porrazo, apartada por completo. Sin embargo, no pude hacer otra cosa más que controlarme, después de una de esas charlas con Enrico cargadas de leñazos de humildad. Él tenía toda la razón del mundo: yo era investigadora privada, no policía, y debía darme con un canto en los dientes, teniendo en cuenta que Andrea había accedido a compartir conmigo todos sus avances, cosa que, de descubrirse, la habría perjudicado mucho.
Tras la charla con Enrico, habiendo aceptado mis limitaciones y con el caso de las lápidas en standby dentro de mi cabeza, mi vida se vio, de nuevo, sumida en la rutina.
Mis jornadas en La Napolitana acabaron siendo abundantes debido a la irregularidad creciente de Carmina. Además, Enrico volvió a delegar en mí algunos de sus propios encargos. Me enfrenté a varios seguimientos sencillos y a mi primer trabajo como «cliente misterioso», algo completamente nuevo para mí.
Debía acudir, repetidas veces y de incógnito, a una de las tiendas del centro para observar la atención al cliente de los empleados. Al principio no me pareció buena idea porque no me gustaba la posibilidad de llegar a ser la causante del despido de alguien. No obstante, accedí a hacerlo, diciéndome a mí misma que mi trabajo no sólo podía tener cosas buenas. No siempre podía ser aséptico.
No puedes ni imaginarte lo bien que me sentí cuando, después de haber instalado las microcámaras correspondientes acompañada de la dueña del local, acabé descubriendo que uno de los empleados se dedicaba a grabar vídeos de las mujeres que accedían a los probadores. Sus cámaras eran muy parecidas a las que Enrico y yo empleábamos, y estaban tan bien escondidas que al instalar yo las mías no me percaté de las suyas.
¿Quién iba a decirlo? Un chaval de veinticinco años, perfectamente normal en apariencia, y aficionado a colgar vídeos en internet de señoras mayores probándose ropa. En fin… cosas más raras se han visto.
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También me ocupé un par de días más de Tulipán ya que Flor, para mi sorpresa, seguía avanzando a pasos de gigante en eso de salir y conocer gente nueva. Bueno, gente y, en especial, a un señor de su edad llamado Joaquín.
Se conocieron en el viaje a París.
Los dos viudos.
Los dos viajeros primerizos y solitarios.
No parecieron congeniar en un principio. De hecho, en París apenas hablaron, o eso fue lo que me contó Flor. Sin embargo, al llegar al aeropuerto, antes de embarcar en sus respectivos aviones, ella tuvo un impulso e intercambiaron sus números de teléfono.
Un par de citas castas… Y luego otro par más.
Flor parecía feliz, pero asustada. Si bien, con cada una de las visitas de Joaquín desde Málaga ella parecía enfrentarse al miedo y vencerlo con más rapidez.
Yo tenía la sensación de que todo estaba yendo excesivamente rápido para ella, teniendo en cuenta a lo que me tenía acostumbrada mi querida Flor. Pero se la veía tan animada y feliz que no quise decirle nada. Después de todo, ¿quién era yo para dar consejos en el ámbito del amor y la espontaneidad?
El virus del amor también pareció haber atacado a Cristina. Mi amiga apareció una noche en La Napolitana con uno de sus «amigos». La vi tan acaramelada que no pude evitar preguntarle.
—Ada, creo que se está convirtiendo en un amigo demasiado especial —me explicó ella con el pecho cargado hasta los topes de alegría.
Y, del virus del amor, al de la desesperanza. Enrico tuvo que asistir, inerme, al intenso y sorpresivo reencuentro entre Carmina y Gennaro. Mientras más se veían nieta y abuelo, más deprimido encontraba yo a mi compañero.
Deprimido… y herido.
Carmina parecía recuperar a su familia de sangre y alejarse cada vez más de su familia del alma.
—Créeme, por una vez en tu vida, sin hacer preguntas —le dije, buscando tranquilizarlo—. Carmina va a regresar.
Mis palabras le hicieron pensar, pero no parecieron sosegarlo.
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Creo que he dejado el tema «Hugo» para el final por una sencilla razón: sigue costándome demasiado enfrentarme a lo que nos pasó.
Aquel mes de diciembre tuvimos cinco o seis encuentros más.
Puro sexo; cada vez más excitante, más violento y placentero.
Sin embargo, al mismo tiempo que aumentaba la intensidad de mis orgasmos, también crecía el roto que, hacía ya semanas, se había abierto en mi corazón.
Cada vez que aparecía en la puerta de mi piso, volvía a abandonarme la determinación que había ido acumulando a base de repetirme las dolorosas frases «Déjalo marchar a tiempo» y «Esto se ha acabado». No era capaz de hacerlo. No tras encontrarme con esos preciosos ojos bicolores capaces de evocar nuestros más tiernos recuerdos.
Me dejaba llevar por el momento y sucumbía por completo al ritmo de sus caderas. Sin embargo, el placer era poco duradero y el arrepentimiento llegaba inmediatamente después, cuando volvía a ser consciente de que Hugo se había negado a reconocerme y trataba de eliminar su frustración dominando nuestro sexo.
Yo me hundía en la miseria cada vez que lo veía salir por la puerta, sintiendo el profundo rasguño de los olvidados «Te quiero» y añorando aquel pasado en el que taladraba con sus ojos mi alma.
—No voy a dejarte entrar —le dije tras abrir la puerta aquel 23 de diciembre—. Lo siento, hoy no voy a hacerlo.
Le pedí que retrocediera un paso y que aguardara al otro lado de la puerta con el móvil en la mano.
Yo: Sé que estas cosas no se dicen por WhatsApp, pero soy incapaz de decírtelo mirándote a la cara.
Yo: Siento mucho el daño que te he hecho.
Yo: Y siento no haber sido capaz de darte lo que necesitabas.
Yo: Llevo tiempo diciéndome que debo dejarte marchar antes de que sea demasiado tarde, pero no he tenido el valor suficiente para hacerlo.
Yo: Siempre he dicho que te quería tanto que a veces me dolía. Y ahora me doy cuenta de que, desde que te conocí, he estado equivocada.
Yo: El amor no puede doler.
Yo: Y si duele es porque no hay equilibrio.
Yo: Si duele…
Yo: Si duele es porque no hemos encontrado la forma de querernos bien.
Yo: Y te juro que te quiero. Pero te quiero tanto y tan mal, que me duele demasiado.
Yo: Puede que no sea nuestro momento y que no hayamos querido reconocerlo.
Yo: Te prometo aprender a cuidarme. Sobre todo, a protegerme.
Yo: Pero ahora sé que debo hacerlo sola porque no quiero que acabemos haciéndonos añicos.
Yo: Te quiero, Hugo.
Pasaron unos interminables segundos antes de que me llegara una respuesta.
Hugo: Yo también te quiero, mi amor.
Una bruma densa y húmeda se asentó en mi cabeza y se concentró en la cuenca de mis ojos. Me dejé caer de espaldas sobre la puerta y fui deslizándome por su superficie hasta acabar sentada en el suelo.
Miré el móvil con ansiedad.
Releí los mensajes y susurré el suyo.
—«Yo también te quiero, mi amor».
Fue al escuchar mi voz cuando llegó el arrepentimiento.
El miedo a no volver a verlo.
El deseo de regresar atrás en el tiempo, tan sólo un par de minutos, y haber tenido el valor de sentarme a hablar con él para tratar de arreglarlo. O para romperlo todo con valentía, no con una puerta y un móvil de por medio.
«No quiero que se vaya», dije para mis adentros.
—No quiero que se vaya —repetí en voz baja.
Y, una vez más, el sonido de mi voz y sus palabras trajeron un nuevo sentimiento: la esperanza. Todavía estábamos a tiempo.
Me levanté de un salto y abrí la puerta corriendo.
—¡No quiero que te vayas! —dije con energía.
Pero mis palabras se perdieron en el aire. Pronuncié en voz alta mi deseo ante aquel rellano vacío y frío.
«Se ha ido», me dijo mi cabeza.
«Se ha ido», repitió dolorosamente, de nuevo.
Y, de pronto, me sentí vacía.
Vacía y rota.
Rota y sola.
Sola…
Sí, sola de nuevo.
En el suelo, junto a la puerta, el juego de llaves que tenía Hugo de mi piso.
Sola de nuevo.