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La curiosa casualidad acabó revelando
todo un cúmulo de causalidades.
Había pasado casi toda la noche en vela, tratando de localizar más fotos y haciendo búsquedas por internet. Me metí en la cama a eso de las seis de la mañana, y no llevaría ni dos horas durmiendo cuando sentí su agradable contacto sobre mi piel. Una sonrisilla cambió mi rictus de cansancio e, inmóvil, aguardé a que aquella lengua juguetona fuese despertando, poco a poco, cada miembro de mi cuerpo. Un gustoso rastro húmedo iba recorriendo mi piel, a la vez que dos grandes manos masajeaban mis muslos, mis brazos, mis pechos… Deseé, por un momento, despertar cada mañana de mi vida así. Abrí los ojos y me encontré con sus preciosos iris bicolores. Su mirada me sonreía.
—Buenos días —susurré.
—Buenos días —susurró él, y regresó de nuevo bajo las sábanas para darme uno de los mejores despertares que jamás habría podido imaginar.
![](/epubstore/P/C-Penalver/El-Juego-De-Los-Cementerios/OEBPS/Images/musica.jpg)
A pesar del cansancio, me levanté con Hugo a desayunar y, mientras se tostaba el pan, envuelta en el rico aroma del café y de la suave voz de Mildred Bailey, interpretando «Georgia on my mind», no pude evitar mirar un poco hacia el pasado.
Habían transcurrido casi seis meses desde aquel caso que me llevó a perder el dedo meñique de mi mano izquierda.
Seis meses…
Si lo analizaba un poco, me era fácil reconocer lo mucho que había cambiado mi vida y, por suerte, casi todos esos cambios habían sido para bien. El tono rosáceo de la cicatriz de mi dedo ausente iba desapareciendo poco a poco, mi vida con Hugo se asentaba cada vez más y la decisión que había tomado de convertirme en detective privada parecía que, por fin, iba avanzando hacia buen puerto.
En general, todo seguía más o menos igual: Flor y su música al otro lado del rellano, mi madre disfrutando de la vida en Londres, Enrico y su gente en La Napolitana, Cristina tan traviesa con los hombres como de costumbre y Clemente… Bueno, Clemente, mi pez negro y horroroso, continuaba nadando aún en su pecera sin sospechar en absoluto el trágico final que lo aguardaba tras la llegada de Tulipán.
—¿Regresarías de las nubes si te dijera que, a pesar de esas ojeras, sigues pareciéndome la mujer más bonita del mundo?
La frase de Hugo cumplió su cometido. Descendí de la troposfera, sintiendo un rubor en la cara típico de chica tonta enamorada. Fue en ese instante cuando recordé el motivo de mi insomnio.
—¡No te vas a creer lo que encontré anoche! —exclamé.
Fui corriendo al salón y cogí el portátil.
—Ayer, seleccionando fotos para los artículos, me topé con esto.
Tardé muy poco en dar con las dos fotografías. Las abrí en dos ventanas diferentes y las puse una al lado de la otra para que Hugo pudiera verlas bien en la pantalla.
—¿Ves? —le pregunté completamente emocionada.
Él no pareció ver nada extraño en las dos imágenes, así que lo intenté de nuevo.
—Fíjate en esto: las dos tumbas, además de ser iguales, tienen la misma inscripción en letras de acero. —Señalé y leí en voz alta la inscripción—: «El mejor olor, el del pan; el mejor sabor, el de la sal; el mejor amor, el de los niños». ¡Son exactamente iguales! —le dije, entusiasmada.
Hugo permaneció un momento en silencio. No sé si intentando contagiarse de mi júbilo o si disminuyendo el suyo para no subirme a mí por las nubes de nuevo.
—Podría ser la misma tumba. Puede que hicieras dos veces la misma foto —me sugirió, quitando importancia al asunto.
—Pensé en esa posibilidad anoche, pero lo he comprobado. Una es del cementerio de Avilés y la otra de un pueblo de Sevilla. Estaban en sus respectivas carpetas, tienen fechas diferentes y, si te fijas, los nichos de alrededor son distintos también —le expliqué.
—Pues me parece una bonita coincidencia.
—Sí, si no fuera porque he encontrado otra. —En ese momento tuve en mi cabeza la frase «¿A que esto sí que no te lo esperabas?», pero traté de que no se notara demasiado—. Por eso no he dormido prácticamente nada; he pasado toda la noche revisando fotos y he acabado localizando otra tumba igual muy cerquita de aquí, en el cementerio de Jódar, en la provincia de Jaén. —Le mostré la foto mientras se lo contaba—. No se ve de frente y está algo desenfocada, pero parece idéntica: la lápida verde, las margaritas en las esquinas y la inscripción central que, aunque no puede leerse, todo indica que ocupa el mismo espacio. A mí se me antoja un pelín extraño. ¿A ti no?
—A ver, cielo, ¿cuántos cementerios has podido visitar en los últimos seis meses? —me preguntó la voz de la razón.
Hice cálculos mentalmente y no llegué a una cifra concreta. Intuí que superaban los cien, quizá los doscientos, pero no estaba del todo segura.
—Supongo que si te dedicas a visitar cada cementerio de España acabas topándote con cosas como ésta —añadió Hugo—. Me parece curioso. Puede que sea una moda o algo así.
Vaya chasco me llevé. No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que lo de las lápidas repetidas no le había parecido el descubrimiento del siglo, y acabé planteándome que tal vez no lo fuera. No, definitivamente no lo era.
Casualidades.
¿Cuántos de los grandes descubrimientos o inventos de la historia de la humanidad habían sido concebidos por varias personas a la vez? Un buen número de ellos. Y ¿quién acababa llevándose el mérito y apareciendo en todos los libros? Pues la más rápida en patentar su invento o en dar a conocer su descubrimiento. Y si no que se lo digan al difunto Antonio Meucci, a quien se considera el creador del teléfono (para él, el teletrófono) cerca de veinte años antes de que Graham Bell lo patentara; el pobre Antonio no tenía fondos para hacerlo. Coincidencias de ese tipo existían.
Supongo que era fácil ir a una funeraria y acabar escogiendo, de entre todas las lápidas y todas las inscripciones y todas las flores posibles, justo aquéllas. En tres cementerios diferentes. En lugares alejadísimos. Sí, las coincidencias ocurrían y siguen ocurriendo.
No obstante, en el caso de las tumbas, iba a ser que no.
Aquel día la extraña coincidencia de las lápidas quedó guardada en un cajón y permaneció oculta tras la maravillosa rutina diaria. Ya tenía bastantes frentes abiertos como para andar obsesionándome con casualidades.
Sin embargo, aquello no permaneció en el olvido por mucho tiempo. La curiosa casualidad acabó revelando todo un cúmulo de causalidades. Un año después de aquello, las lápidas reaparecieron para poner mi vida patas arriba. Por su culpa, y casi sin pretenderlo, me vi de nuevo inmersa en una historia repleta de muerte, tristeza y más juguetitos rotos.
Vamos, justo ese tipo de líos en los que siempre acabo metida hasta el cuello.