18
«Equilibrio».
Jamás me había parado a pensarlo.
Me encontraba sentada en la cafetería del aeropuerto de Sevilla, tomándome un zumo de piña con hielo y mirando una vez más aquellas imágenes, cuando me pareció ver a un hombre de cuarenta y largos años saludándome a lo lejos.
Al principio dudé. Pensé que no podía dirigirse a mí, a pesar de estar mirándome directamente. Disimulé un poco, miré a ambos lados para comprobar que no tenía a nadie detrás y, como estaba yo sola, decidí saludar con timidez.
—Vaya, vaya… No has cambiado nada, chiquilla —me dijo aquel hombre con una voz que me resultaba un tanto familiar.
—¿José Luis? ¿Tú eres José Luis? —le pregunté, pasmada—. Pues yo me alegro de poder decir que has cambiado una barbaridad desde la última vez que te vi.
No podía creerlo. Definitivamente, aquél no era el periodista sevillano destrozado y al borde del suicidio que había conocido dos años atrás. Su aspecto era inmejorable: afeitado, aseado y bien vestido de los pies a la cabeza. Se le veía francamente bien, y había ganado peso. El José Luis que yo conocí estaba muy delgado y plegado hacia dentro. Este José Luis, en cambio, se presentaba ante mí con la postura abierta, los hombros alineados y una barriguita cervecera que, en su caso, me pareció el mejor de los aspectos para él. Recorrían su rostro unos delgados surcos que interpreté como la huella perenne de su decadencia, junto con un leve tono grisáceo que matizaba el castaño oscuro de su pelo.
—Te juro que nos cruzamos por la calle y ni le habrías dado un aire al recuerdo que tenía de ti —le confesé—. Me alegro muchísimo de verte, José Luis… sobre todo de verte así. —Le di un abrazo sincero.
Al separarnos, me sonrió con ganas, como si él fuese un crío pequeño y yo acabara de decirle lo bonita que era su cometa, o su tablet PC, que es de lo que suelen presumir los niños de hoy en día, ¿no?
—Regresan los viejos tiempos —me dijo—. Venga, vamos para mi casa que tenemos mucho trabajo.

No era sólo el aspecto de José Luis lo que había cambiado. También lo había hecho su vida, y de una forma muy radical, quizá demasiado.
Había pasado a ser periodista freelance y colaboraba con un número importante de periódicos de la provincia cubriendo todo lo referente a sucesos y noticias, digamos, escandalosos. De hecho, me hizo prometer que cuando todo aquello pudiera salir a la luz él sería el primero en difundirlo.
También había dejado atrás su piso en el centro de Sevilla para mudarse a Umbrete, donde había comprado la casa de su hermana.
Llegamos hasta allí en una media hora, a causa del intenso tráfico.
A la luz del día, el pueblo y el vecindario no tenían nada de amenazador, pero aún me estremecía al rememorar mi primera visita a aquel lugar. A oscuras, en una casa vacía e iluminada tan sólo con velas y linternas.
Lo que encontré no se parecía en nada a mi recuerdo.
La casa estaba completamente amueblada, con una decoración no demasiado masculina; eso sí, muy utilitaria. Parecía haber allí todo lo que José Luis pudiera necesitar. Había convertido el salón en un lugar acogedor, con mobiliario cómodo y discreto, con una buena carga de tecnología. La manzanita de Apple estaba por todas partes.
—¿Qué te parece mi nueva casa? —me preguntó.
—Nada que ver con lo que conocí hace dos años —respondí sonriendo—. ¿Dónde dejo mis cosas?
—Ah, sí, claro. —Lo noté apurado—. Es que ya no estoy acostumbrado a recibir visitas y se me olvidan los buenos modales. Ven por aquí, he preparado tu habitación arriba.
Lo acompañé a la planta superior y, para mi sorpresa, se adelantó apresurado a cerrar la puerta de una habitación contigua a la mía. No se excusó, simplemente trató de disimular aquella prisa que le había entrado al ver la puerta abierta. Yo, por supuesto, comencé a sentir un interés inmediato por lo que pudiera esconder José Luis en aquel rincón. Pero, dispuesta a comportarme como una persona respetuosa, me dije a mí misma que no iba a intentar descubrirlo, a no ser que me lo mostrara él mismo.
—Éste será tu dormitorio —me indicó, volviendo sobre sus pasos—. Yo duermo abajo, en la habitación que hay junto al salón. Cuando me mudé a esta casa quise tener en ella algo parecido a una habitación de hotel. Todo lo que necesito está abajo en un radio minúsculo.
Me dejó un momento a solas.
La habitación era bastante acogedora. Tenía baño propio y todo lo que podía necesitar para sentirme cómoda.
Solté mi pequeña maleta, cogí la mochila y bajé dispuesta a ponerme a trabajar. Al llegar al salón, justo antes de poder abrir la boca, sonó en mi teléfono «Stoptime Rag» de Joplin. Era la melodía que identificaba a Hugo.
—¡Hola! Por fin puedo hablar contigo —le dije nada más contestar.
—Hola, Ada. Acabo de llegar a Granada. He visto ahora mismo tus mensajes.
Su voz sonaba un tanto seria.
—¿Estás bien? —quise saber.
—Sí, estoy bien. Es sólo que ayer, cuando hablamos, no me dijiste que ibas a quedarte a dormir en la casa del periodista. —Sí, su voz sonaba realmente seria.
—Ay, pobrecito mi Hugo, que se ha puesto celoso —quise bromear.
—¡Ada, no me toques los…! —Se frenó a tiempo—. Perdona, es que esto ya me está poniendo un poco de los nervios.
Como intuí que aquella conversación no iba a ser un camino de rosas ni mucho menos, me excusé con José Luis y salí a hablar al jardín por una puerta acristalada que había al otro lado del salón.
—A ver, ¿me explicas qué te pasa? —le pedí.
—El problema es que te lo tengo que explicar, Ada. Ése es el problema.
Yo no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo. El día anterior habíamos tenido una conversación de lo más bonita, cargada de un intenso deseo de vernos y de tocarnos. De repente, en aquel momento, todo parecía ir mal. Respiré hondo y pedí tranquilidad al universo.
—Primero fueron las pesadillas, una consecuencia totalmente normal después de una experiencia tan dura como la que viviste. Intento ayudarte con ello pero, según tú, no te ocurre nada. —Había comenzado a hablar de forma atropellada—. Yo me obligo a creer en lo que me dices, confío en que lo superarás sola y me callo. Después, te obsesionas con unas lápidas y te cuelas en un cementerio de noche para profanar una tumba. Y yo, cuando me entero, no te digo nada. Me lo trago y se me va tanto la olla que os sigo la corriente a Andrea y a ti y me cuelo con vosotras para hacer algo que es ilegal. —Respiró hondo antes de continuar—. Pero bueno, no pasa nada, porque creo que, a pesar de que hayas metido la pata, ésa es la mejor solución. Luego viene lo de Enrico, que está metido hasta el cuello en un problema con la mafia napolitana y no se le ocurre otra cosa que mandar a mi novia a Nápoles a comprobar si un tipo ha muerto. Y tú, cómo no, vas a Nápoles, como si fueses a subirte a un castillo hinchable en una feria. Simplemente, haces la maleta y te vas. Y yo me callo de nuevo, porque estás segura de que no va a pasarte nada. Me lo trago. Me lo trago todo. —Su voz cada vez era más acelerada—. Estoy seguro, porque te conozco más de lo que piensas, de que en Nápoles ha pasado mucho más de lo que me has contado. Y, a pesar de estar seguro, cuando me dices que vuelves con las manos vacías hago como que te creo y no digo ni pío de nuevo. Pero ya no puedo callarme más, Ada. Lo siento. No voy a ser tan imbécil para esperar sentado en casa a que vuelvas sana y salva después de haber hecho otra de esas barbaridades que, según tú, no te van a perjudicar en nada.
—A ver, Hugo, me estoy agobiando un poco. —Comencé con aquello porque no sabía qué otra cosa decir—. Cuando entraste en mi vida ya sabías a qué me dedicaba o, al menos, a qué pretendía dedicarme. Entiendo que puedan generarte inseguridad algunas de las cosas que hago, pero creo que les das más importancia de la que realmente tienen.
—Ada, acabo de leer unos mensajes de WhatsApp en los que me dices que no regresas a Granada hasta mañana, o pasado, porque José Luis ha encontrado información sobre lo de las lápidas. Hasta ahí todo bien, yo entiendo que ese hombre te fue de mucha utilidad en el pasado y piensas que ahora también puede ayudarte. Lo que me ha hecho llevarme las manos a la cabeza es que no se te haya ocurrido otra cosa que quedarte a dormir en su casa. ¡Por Dios, Ada! ¿Es que no hay hoteles? —Hugo estaba realmente nervioso—. Cariño, que vas a pasar la noche con el mismo periodista sevillano del que me contabas que no te inspiraba ninguna seguridad. Un hombre que, según tú, te acorraló hace un par de años en medio de un ataque de locura y que, también has sido tú quien me lo ha dicho, ¡estaba obsesionado con su escopeta! —El tono de su voz estaba siendo mucho más alto de lo normal—. Perdona, cariño, si después de leer tus mensajes en lo único que puedo pensar es en coger el coche e ir a por ti a Sevilla para alejarte de ese tipo y de su maldita locura.
Si te soy sincera, sabía que Hugo tenía razón. Cuando comprobé que José Luis había recabado tanta información, en lo único que pensé fue en conseguir más. No me detuve ni por un instante a repasar mis recuerdos, y he de reconocer que lo último que esperaba era encontrar a un José Luis recuperado y llevando una vida normal, como si jamás hubiesen existido Silvia o la escopeta. En definitiva, que aquella vez, como en tantas otras ocasiones, había tomado mi decisión sin valorar las posibles consecuencias.
Pero, claro, aquello no podía reconocérselo. ¿Cómo iba yo a decirle a Hugo «Tienes razón, cariño»? ¿Cómo iba a dejarlo más tranquilo pidiéndole que cogiese el coche y viniera a buscarme?
No.
Eso habría sido el equivalente a comportarme como una persona normal y coherente. Y, por aquel entonces, ni la normalidad ni la coherencia eran cualidades que pudieran meterse en el paquete «Ada Levy». De hecho, por aquel entonces ese paquete estaba bastante incompleto aún y, he de reconocerlo, casi todas mis carencias afectaban a la seguridad. Me miro hoy, muy poco tiempo después y, comparándome con mi moto, es como si en aquella época no fuese equipada ni con ABS ni con control de tracción, como si me faltaran los guardapuños y las defensas para el motor. Me enfrentaba a los problemas prácticamente desnuda, tanto por dentro como por fuera.
Y, lo que era aún peor, mi cabezonería me llevaba una y otra vez a meter la pata con la persona que más me quería y más se preocupaba por mi seguridad.
—No es necesario que vengas a por mí —le dije un poco molesta ante aquella evidencia que estaba dispuesta a ignorar—. José Luis es un hombre nuevo. Ha cambiado tanto que ni siquiera lo reconozco. —Tal vez, pensé, había cambiado demasiado para creerlo—. Vale que no supiera que iba a encontrármelo así, pero la realidad es que ahora es perfectamente normal. Inofensivo… —Cuando pronuncié la palabra «inofensivo», un leve escalofrío me recorrió el cuerpo; recordé la habitación que había cerrado con tanta prisa.
—¡Ada, joder, que para ti nada en este mundo es arriesgado hasta que te clavan un cuchillo en el pecho!
Otro escalofrío al recordar aquel cuchillo con el que intentó atravesarme el Asesino de la Hoguera y que no me mató de milagro gracias a la espaldera de Hugo.
—De verdad, Ada, yo ya no sé qué hacer contigo —me confesó—. Tú no te proteges y a mí no me permites protegerte. Sólo existo para ti en los buenos momentos. Ni en los miedos, ni en las dificultades, ni en las situaciones delicadas… Sólo en los buenos momentos. —Respiró hondo de nuevo—. Por más que lo busco, no encuentro el equilibrio.
«Equilibrio».
Jamás me había parado a pensarlo.
¿Teníamos o no una relación equilibrada?
Me daba a mí que, en aquel momento, ni equilibrio ni nada.
—Hugo, escúchame, por favor —le pedí—. Te prometo que aquí todo va a ir bien. En dos días estaré de vuelta y podremos acurrucarnos juntos en el sofá. Ya lo verás.
Aquel silencio fue demasiado largo.
—De nuevo me prometes que estaremos bien en otro de tus momentos buenos. —Sonó algo derrotado—. A veces desearía que trabajaras de camarera o de cajera en un supermercado, y que nuestras conversaciones girasen en torno a temas sin importancia. Seguirías siendo la misma, ante los problemas te cerrarías en banda, pero al menos tendría la tranquilidad de que lo más peligroso que podría pasarte sería que te echaras encima un sencillo e inofensivo plato de espaguetis o que te pillaras un dedo con la caja registradora. —Su enfado parecía diluirse en una profunda sensación de impotencia.
—Pues lo siento, Hugo. Mi trabajo y mi vida son los que son. Y ya eran así cuando me conociste. —Era ahora mi voz la que salía por mi garganta con dureza.
—Ya… —me dijo un poco cortado—. Bueno, te dejo trabajar. Voy a darme una ducha y a meterme en la cama. Estoy muy cansado.
—¿Te acordarás de ponerle de comer a Clemente? —le pregunté.
—Hoy no voy a poder, Ada —me respondió—. Esta noche dormiré en mi piso.

Tuve ganas de echar a correr y no parar hasta que mis fuerzas no dieran para más. Hugo aquella noche no durmió en casa. Tampoco lo haría la noche siguiente, y cuando ya en Granada le pregunté si regresaría al piso, no supo qué responder.
Aquél fue el primer gran aviso de la inestabilidad de nuestra relación y yo, en lugar de coger un tren con destino a Granada y mandar todo lo demás a tomar por culo, entré de nuevo en casa de aquel periodista sevillano y me sumergí de lleno en el caso de las lápidas, como si nada más importara.
Como si los problemas, al no mirarlos, se solucionaran solos.