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Iris volvió a sentirse ridículamente alta, un Gulliver entre las personas diminutas que se movían sin parar en las diez hileras de asientos delante de ella y en todas las que hubiera detrás, así como en las butacas tapizadas con felpa que se prolongaban a izquierda y a derecha. El hombre que pudo ser su tío en ningún momento le había insinuado que Una bicoca para Betsy era una película para niños y, peor aún, ¡de dibujos animados! Betsy resultó ser una castora rolliza con un delantal de bolsillos generosos, dueña de una tienda de golosinas en el interior de un tronco hueco a la vera de un arroyo, cerca de un dique. El dique es un baluarte contra un bosque amenazador, donde un brujo malvado con una lúbrica máscara de lobo oculta su siniestra fábrica en una cripta subterránea plagada de telarañas, frascos de vidrio, vasijas y urnas, todos llenos de falsas golosinas de vivos colores. Una noche, mientras Betsy duerme a ronquido limpio, el brujo destruye el dique de lodo y palos construido por la castora e invade su puestecillo, con el macabro propósito de sustituir las bolitas de sospechoso aspecto que él elabora por las saludables gominolas de Betsy, que saben a nata montada pero están bañadas con vitaminas de zanahoria, espinaca y col. Todos los niños del vecindario suelen acudir al feliz puesto de Betsy: ratones, ardillas y mapaches, uno o dos simpáticos puercoespines, y una pandilla de polluelos charlatanes, así como los sobrinos y sobrinas de la propia Betsy, chiquillos de pelambre castaño que baten la plana cola con entusiasmo. En una encantadora escena del principio, acompañada por los trinos de un arpa, los niños animales bailan en corro mientras Betsy, desde el centro, hurga en el fondo de los bolsillos y lanza una lluvia de ricas gominolas. Y ahí, mientras los niños se dispersan llenos de contento a la rebatiña, los gorgoritos de la música se hacen más alegres y vivaces, como mariposas elevándose en una nube pulverulenta: ¡el scherzo de Leo Coopersmith!
Sin embargo, Iris no había ido allí por segunda vez en ese mismo día a escuchar este pasaje de armonías risueñas, y aguardar pacientemente a todo lo demás: cómo el brujo con cara de lobo se desliza a oscuras en el puestecillo para sustituir el saludable contenido de los tarros de Betsy por sus siniestras imitaciones; y cómo los niños animales, al ingerir inocentemente las golosinas malas, caen en un letargo y marchan obedientes con andar rígido hasta cruzar el dique roto para trabajar en la fábrica subterránea; y cómo, mudos y con la mirada fija, el brujo les ordena remover las grandes cubas humeantes de la golosina falsa, una tanda tras otra, a fin de conseguir atraer a un nuevo ejército de niños que se ponga al servicio de sus oscuras maquinaciones. Y entonces Iris se deja mecer por un tronar grave de contrabajo, un temblor penetrante de pífanos, los embates densos de un tambor, sonidos todos aterradores. A su alrededor, los niños humanos respiran entrecortadamente y gritan —algunos berrean y lloran a lágrima viva— hasta que por fin irrumpe Betsy con una patrulla de castores policías... Y así hasta que el rescate culmina con éxito y vuelve a sonar el delicioso scherzo.
En el puesto de golosinas del concurrido vestíbulo del cine, Iris se fijó en un gran cajón de golosinas rojas, verdes, amarillas, azules y moradas envueltas en celofán y con la etiqueta GOMINOLAS LA BICOCA DE BETSY. No acertó a recordar en qué momento de la trama se podía pensar en una bicoca o nada que se le pareciera. ¿Habrían cortado a los guionistas la idea principal de su historia? ¿O acaso el título se refería a que cuando liberan a los niños los engatusan para unirse a la urgente tarea de reconstruir el dique? El rescate tiene un precio, una forma de servidumbre por otra. ¿Y si los niños hubieran optado por seguir con la vida silenciosa y oscura bajo tierra? Un truco, pensó Iris: el trabajo arduo y servil en el dique anunciado como alegre empeño de la comunidad. Sin embargo, eso a los espectadores que salían en tropel no les importaba, y en menos de cinco minutos se habían acabado todas las gominolas del cajón.
A Iris tampoco le importaba. Eran las viejas patrañas de siempre, al más rancio estilo de Disney, el flautista de Hamelín con una gota o dos del ogro de la mata de habichuelas mágicas: las criaturas parlantes, los remolinos de colores, la animación acartonada, ¡ñoñeces! Ñoñeces venenosas. Las penalidades de la pantalla eran bazofia que nada tenía que ver con los sentimientos... A excepción, tal vez, de los bolsillos de aquel delantal, que esparcen sin querer las siniestras golosinas del brujo. La muerte cabe en un bolsillo. De todos modos, aunque hubiera sido una película para adultos como Solo ante el peligro (Iris había visto a Gary Cooper en los carteles por todas partes, fue una de las dos grandes películas estadounidenses en París aquel verano, junto con Vientos susurrantes), el trabajo del director, del cámara y el argumento mismo no la habrían entretenido más que los vanos dibujos animados que acababa de ver. Conocer los entresijos y los misterios del cine era una perfecta inutilidad. Y aun así llevaba dos semanas indagando en un fondo de películas clásicas de Santa Ménica y en una sala de reposiciones de Pasadena, a la vez que estaba atenta a cualquier patio de butacas donde pudiera sumergirse en las crecidas y los reflujos de las emociones de Leo Coopersmith. Iba en busca de las emociones, de los estremecimientos. Y en esas músicas, tantas, se hallaba el meollo íntimo que ella se proponía desentrañar: qué había en el marido para que Bea hubiese podido apartarlo de su vida y dejarlo ir. Un marido que aparecía como por ensalmo tras un larguísimo eclipse, con la intención expresa de volver a introducirse en la límpida órbita de Bea. Sin embargo, Bea se había distanciado para siempre, más allá de cualquier intento de rescate. Se había casado, había tenido marido y lo había soltado. Ese mecanismo esencial de soltar a alguien, un pestillo interior que cede y franquea el paso, ¿en qué consistía?
Las músicas lo revelarían. Iris escuchó una y otra vez, cerrando los ojos y rastreando el fondo con una red. Apresó lascivas cópulas entre los arremolinamientos de las flautas. Le repugnó la cópula que gobernaba el mundo. Novios, amantes, maridos, pasatiempos ociosos (¿acaso ella misma no había estado a punto de flirtear con el hombre que pudo haber sido su tío?), mientras en las regiones ocultas de la tierra aguardaban montañas nevadas y lagos arrugados por la luna, y en la marmórea ciudad de Roma ¡el poderoso Moisés de Miguel Ángel! (Las promesas truncadas de Phillip, ¿qué había sido de Florencia, del lago de Como y de los Alpes vistos desde Milán?) En lugar de eso, todas estas cópulas de procreación. La funesta cópula entre su padre y su madre, un par opuesto, que había exacerbado la codicia de su padre y la insensatez de su madre. Su hermano y su mujer extranjera, lejos, probablemente en otro país, aferrados uno al otro y protegiéndose bajo enramadas de calabacera del tórrido sol mediterráneo; y al llegar la noche, los sonidos de la carroña, muertes angustiadas y furiosas. Y Phillip desnudo, pregonando promesas de montañas y lagos, la desnudez sórdida de la noche, la fuerza descarnada que desencadena: la cópula, el apareamiento. Las aterradoras penetraciones. El coito, un ansia de fecundar la diminuta simiente secreta que acecha en su vientre... ¡Sus apacibles cristales de proteínas proliferaban en la cámara frigorífica del laboratorio sin los imperativos de la carne! Siguió rastreando las cópulas en todas las músicas, su calor y su latido contaminantes, transitorios y cambiantes. Escuchaba; veía. La respuesta de Bea yacía enroscada en estas crecidas y estos reflujos, estas irrupciones súbitas y estos repliegues, estos ímpetus y estas retiradas, estos lazos que se ceñían y se deshacían... Y Bea se había liberado de todo ello, había dejado marchar las músicas. El hombre que había sido su marido nunca la recuperaría, sin importar la deuda que creyera tener con ella, sin importar cómo se propusiera sobornarla con la bicoca de unas melodías que llegaban demasiado tarde.
En la sala en penumbra, vivos destellos anaranjados, bermellones y violetas relampagueaban desde la pantalla iluminada e inundaban las caritas atentas de los niños con arcoíris centelleantes. Iris se irguió por encima de ellos como un ogro rubicundo y grotesco, apostada sobre sus largas piernas, las pantorrillas duras como la piedra. Deseó volver a ser una niña entre todos los niños que la rodeaban. Deseó ser una chiquilla y estar al lado de su hermano pequeño, chupando a hurtadillas los adornos rojos y verdes del árbol de Navidad. Deseó ser capaz de despojarse de sus muslos de mujer y la fábrica subterránea que era su vientre. Nunca volvería a caer en la locura de la cópula, nunca iba a tener marido. Viviría con su padre para siempre. Deseó ser libre. Deseó ser Bea.