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Fue en su primer año en Princeton cuando Marvin supo qué significaba ser objeto de desprecio, aunque ocultó ese conocimiento bajo una aparente confianza, no siempre natural. Su madre confiaba especialmente en él, porque a fin de cuentas había pasado el examen de acceso a secundaria del Townsend Harris, y ¿cuántos chicos consiguen eso? Marvin era brillante. En el instituto no importó que detestara el latín y no le viera ninguna utilidad, aparte de repetir las viejas burlas manidas (Diarrea iacta est), porque era bueno en matemáticas y ciencias. Resultó que, por más que su hermana fuese el ratón de biblioteca, él era capaz de escribir un ensayo académico pasable cuando estaba de humor o cuando veía que podía ser de utilidad. Ganarse la aprobación de los demás era útil. Algunos de sus maestros eran reliquias decimonónicas, y a Marvin le gustaba emular (aunque solo sobre el papel) la escritura elaborada inspirada en el estilo cultivado y caballeresco de aquellos estetas ancianos descoloridos de huesos frágiles, que en su caso era un artificio destinado a congraciarse con los demás; de lo contrario, con sus compañeros hablaba la jerga callejera de Nueva York. Era el favorito de su madre, que lo estimulaba, presumía de él y lo acicateaba. Su padre, en cambio, era más distante y también más fácil de complacer. No le importaban los suelos de madera gastados de la tienda que le había caído en suerte como un mandato de la naturaleza, mientras que la madre de Marvin, arrodillada con un cubo y un cepillo ancho, no podía evitar lustrar aquellos listones arañados pulgada a pulgada, hasta eliminar la última astilla y realzar el brillo meloso de la madera. Entonces Marvin estaba orgulloso de ella; llevaba dos años en Townsend Harris, antes de que la modernidad y su madre diesen el salto a la luz fluorescente, y aún no había entendido que una madre arrodillada en una ferretería mal iluminada es una vergüenza que hay que ocultar, o cuando menos contener; o que un padre sin espíritu y con una novela en la mano día sí y día también es una mala imagen que hay que superar.

Si la introspección es pensamiento, Marvin no era introspectivo. El desprecio por la vileza en que vivía era una sensación pura, igual que el calor que te inunda las orejas, las cuencas de los ojos, la maraña de ganglios encapsulados por el cráneo. Y el desprecio no parecía en nada distinto del miedo. En Princeton se volvió temeroso. Cayó en la cuenta de que allí no bastaba con ser brillante (todos los chicos de Townsend Harris eran brillantes), había que encajar. Por primera vez tomó verdadera conciencia de lo que era el derecho de nacimiento: había quien resbalaba del útero materno agarrándolo con los puños diminutos, como un certificado que garantizaba que el titular sabría cómo hablar y cómo vestir, cómo menospreciar e intimidar con perfecto descaro a todo el que estuviera condenado a venir al mundo con las manos vacías. No es que Marvin estuviera absolutamente desposeído, pues contaba con una beca y, sobre todo, con el motor de su voluntad y la penosa carga de su dolor. Resistió la humillación aceptándola, por momentos incluso aparentando prestarse a ella; eso le enseñó qué era conveniente y qué no. Jamás tropezó dos veces con la misma piedra, fue meticuloso y siempre estuvo atento. Eso le impidió ser tan libre como otros, pero le concedió una ventaja: la ventaja del observador sobre el observado; la ventaja de la tenacidad sobre la holgura. Cuando un hombre se propone reinventarse —el vástago de un ferretero, pongamos por caso, que quiere convertirse en un aristócrata condenado por un derecho inalienable— evita la arrogancia y se mueve sin ruido. En el plan de Marvin (si bien apenas reconocía un plan, pues evolucionó de una manera tan orgánica como nace el primer brote de la semilla silenciosa de la humillación) cabía cualquier cosa salvo la negación de sí mismo. Siguió siendo el hijo diligente de su madre, con ganas de aspirar y medrar. No negó ni repudió nada, simplemente abrazó todo lo nuevo. Por afinidad, por anhelo. En otra clase de muchacho, alguien menos ligado que Marvin a los datos del quemador Bunsen y a la doctrina de la fórmula, sus afanes podrían haber pasado por manifestaciones de la imaginación. Pero la ciencia de Marvin era mundana, más limitada que infinita. Servía para fabricar cosas útiles. No lo alentaban los sueños ni los deseos, sino un apetito salvaje. Lo movían las ganas de conseguir lo que veía. El elegante quiebro de muñeca que hacía Breckinridge al sacar el reloj del bolsillo del chaleco y mecerlo de la fina cadena. Y la dócil hermana de Breckinridge, con sus cejas perfectas y el labio inferior con un leve toque de carmín, más redondeado y grueso que el superior, como una uva tierna de piel rosada, y la barbilla nivea de muñeca. ¡Y su voz!

Iba en coche desde Mount Holyoke a Nueva York para ver cuadros, cuando sintió el impulso de visitar a su hermano por el camino. Estaba estudiando historia del arte, había una exposición de la escuela del río Hudson en el Metropolitan todo el mes..., pero ¿dónde estaba Peter, si podía saberse?

—Tiene un montón de clases seguidas esta mañana —le dijo Marvin.

—No le dije que pensaba pasar por aquí. ¿Crees que debería esperarle? ¿A qué hora volverá?

Cada sílaba que articulaba, apenas un susurro, era dubitativa. El tono reflejaba una duda constante. ¡Y eso que era una chica con coche propio!

—Luego entrena a rugby. —Marvin podía dar cuenta de todos los movimientos de Breckinridge: un lacayo atento.

—Vaya, entonces parece que no voy a verle. ¿Le dirás...?

No terminó la frase. Era un truco para que su voz quedara en suspenso, de manera que lo que quería decir ondeara con vaguedad en busca de dirección.

—Le diré que has venido —dijo—. ¿Sois mellizos?

—No, no, Peter es tres años mayor. Aunque solo una pulgada más alto. ¿Crees que me parezco a él? Nunca me lo habían dicho. Además, aunque fuésemos mellizos no podríamos parecemos tanto, ¿verdad? ¿O te parezco masculina? Eso me horrorizaría...

—Tenéis la misma boca. —Aquel labio inferior, que era una protuberancia predadora en el varón y una preciosa loma en la fémina.

—¿Y eso es bueno o malo?

Marvin no pudo precisar si flirteaba o pretendía provocarlo.

—Depende de lo que salga por ella —dijo.

—Bueno, procuro...

Y de nuevo el resto quedó pendiente, sin resolver. Indecisa, titubeante: dócil. Marvin temió tanto su docilidad como las agudezas de Breckinridge. No estaba acostumbrado a la docilidad en una mujer. Su madre no era dócil, sus tías no eran dóciles y Bea podía desencadenar mareas de obstinación y quedarse fascinada con un tipo que tocaba el oboe, por ejemplo.

Sin embargo, Marvin era un experto en manipular el pequeño nudo de su temor.

—Imagino que no te apetecerá comer algo antes de irte —dijo.

—¿No tienes clase también?

—A veces me tomo un día libre para adelantar trabajos atrasados.

—Peter te menciona de vez en cuando. Dice que eres muy juicioso.

Marvin sabía lo que significaba: a veces le llamaban «el judicioso». No era invención de Breckinridge, aunque en boca suya tampoco fuera una palabra extraña.

—Mejor vamos a pie —dijo cuando la chica señaló su descapotable verde. Marvin buscó una mesa libre en una cafetería muy concurrida del vecindario. La chica no quiso tomar nada aparte de agua—. Nos echarán si no pides por lo menos un sándwich —le advirtió Marvin.

—Pide tú y yo miraré cómo comes.

—Como al mono del zoo...

—Más bien como al león de la selva.

Marvin comprendió entonces que no había escisión alguna entre lo que era flirteo y lo que tal vez fuese burla. ¿Aquella chica había ido de verdad en busca de su hermano, o la movía la curiosidad por la bestia que, según los rumores, vivía en la residencia?

—Entonces, ¿por qué has venido conmigo?

—Por la compañía. Se supone que es lo que tengo que decir, ¿verdad? Pero si de verdad quieres saberlo...

Se interrumpió para tomar un sorbo de agua y Marvin vio el borde de cristal del vaso deslizarse por los labios entreabiertos. Nunca había observado aquella acción con tanto suspense; se le antojó de una lentitud dolorosa.

—Es para fastidiar a Peter —dijo la chica—. Por eso he venido.

—En ese caso —contestó él con rapidez—, no le diré que has estado aquí.

—Me has prometido que se lo dirías. Y además quiero fastidiarlo. —Se inclinó hacia él. Marvin vio el destello de una gotita en la comisura de sus labios—. Suele gustarme lo que los demás aborrecen.

Marvin no le preguntó a qué se refería. No detectó el insulto, si pretendía serlo. Era natural, pues esa era la condición de su vida en aquel momento, que él aceptaba pasivamente, a la espera de que llegara su oportunidad. Y en la hermana de Breckinridge vio la oportunidad. La chica se estaba quitando los guantes, unos guantes blancos salpicados de minúsculos pétalos bordados.

Dejó caer una mano sobre las suyas. Ella no las apartó.

—Pues yo creo —dijo Marvin, con un nuevo talante, distinto al resquemor del miedo— que cuando alguien dice que quiere ir a comer, tiene que comer.

—De acuerdo —dijo la chica—, beicon con tomate. ¿Y tú?

Marvin sintió sus nudillos pequeños y duros bajo la palma de la mano. Una hilera de piedras, pero sumisas, prestas a ceder. Un misterio veló el gesto aquiescente de la muchacha al agachar la cabeza. No acertó a descifrar su mirada (a falta de introspección, imposible intuir el pensamiento del otro), pero la frente despejada de la chica, al inclinarse, de algún modo le habló: una pared blanca y clara, en la que aún no había inscripciones más complicadas que el agrado y el desagrado.

—Lo mismo —dijo. Cortejar y enmendar fue el plan que trazó su corazón, formulado en aquel mismo instante al fulgor del relámpago de la blanca frente de la joven. Ella sería su América, su tierra recién descubierta, la muda de una piel demasiado ceñida para poder respirar.