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El día de Acción de Gracias siempre es una buena fecha para viajar en Estados Unidos, sobre todo en tren o en avión. Quienes vuelven a casa con la familia o a reencontrarse con los viejos amigos han llegado ya a su destino, y difícilmente se marcharán hasta por lo menos dos o tres días después. En ese ínterin, resultó que Marvin era el único pasajero en las filas delanteras ocultas tras la cortina de primera clase del vuelo de Pan Am a Los Ángeles, y que suponía una espera forzosa de dos horas en Dallas. El rugido de las cuatro hélices le dejaba siempre un pitido apagado pero constante en los oídos, la conocida sensación de llevar unas sirenas dentro de la cabeza, que no cesaría cuando acabase el viaje, sino que lo acompañaría un buen tiempo, como el ulular de los espíritus enojados. Había cogido una revista de actualidad en la terminal de La Guardia y la hojeó con desgana: en Corea tal y cual combate, Eisenhower derrota a Taft en la candidatura del Partido Republicano, pinturas rupestres de un alce irlandés descubiertas en el sur de Francia, atrocidades de los mau mau en Kenia, poetas judíos rusos condenados... Despidió a la azafata que traía la bandeja de las bebidas con un gesto de la mano, a pesar de que apenas tres minutos antes había pedido el par de gin-tonics de costumbre. Había dormido mal por culpa de la cama del hotel, blanda como un bizcocho. Asediado por los bostezos, entre las dos costas rivales del continente, tenía la impresión de no haber dormido nada. Y aun así sintió que la potencia le corría por dentro, hinchándole las venas en un derroche de euforia, como cuando una dura ronda de negociaciones acaba en el triunfo sobre un adversario, o el placer que tan bien conocía de ser más listo que sus equipos de químicos e ingenieros. Su cerebro reaccionaba bien en una crisis, era capaz de encontrar una solución donde no la había. Como siempre, una lección a los vencidos. En la ciencia de Marvin, la escasa capa que más se aproximaba a lo psicológico echaba sus raíces (así podría haberlo expresado él mismo) en la genética mendeliana. Era hijo de una madre fuerte, lo que claramente explicaba sus propias energías, pero también era el vástago de un padre débil, el hijo que ayudaba en el negocio al tendero, un incauto sin aspiraciones, dado a tumbarse durante las horas de trabajo en un sofá anticuado y dejarse los ojos en montones de libracos llenos de sandeces inverosímiles; y este imperdonable desperdicio por desgracia se había manifestado en la herencia de Julian. Sin duda debía servir de lección. No al chico, que al fin y al cabo era el triste portador de una deficiencia predeterminada, sino a su hija. Al preguntarse cuál era la lección que debía extraer su hija, no lo sabía con certeza; aunque la tenía delante de los ojos, solo la entreveía tras un velo. Su hija había ido en busca de su hermano, pero en realidad el hecho inescrutable era que se hubiera esfumado para irse a vivir con él y aquella mujer..., ¿qué significaba, qué podía presagiar? Tenía la cabeza mejor amueblada que su hermano, gracias a Mendel y sus guisantes, y gracias también a aquella tetera ancestral; y desde luego Margaret también había contribuido. Iris creció hasta convertirse en una joven competente. Siendo, como era, una pragmatista en ciernes, tal vez la razón de que echara a correr detrás de Julian había sido denunciar sin renunciar, como si la antigua cercanía entre ambos pudiese conservar su influencia. Una operación marcadamente distinta del viaje relámpago de Marvin a Nueva York: un corte rápido y limpio. No pretendía ser una lección para el chico, que era un caso perdido, sino para la chica brillante y aplicada, dotada de una mente incólume como la suya. Iris se daría cuenta de que había obrado con justicia, a partir de un calculado balance de los resultados, al repudiarlo sin incurrir en el abandono. Había una lección que extraer, una lección para su hija, pero se le escurría entre los dedos, y casi la había apresado cuando volvía a escapársele...
Pulsó el timbre para llamar a la azafata.
—¿Dónde está mi gin-tonic?
—Se lo traje antes y me dijo que no lo quería...
—Bueno, pues ahora lo quiero. Y de paso tráigame un antifaz.
Al beber sintió el ardor expandirse por el grosor de su cuello, la nuca adiposa y la grasa que envolvía la nuez de Adán, y las sirenas de los oídos disminuyeron, aunque no del todo, fantasmales; no pudo pegar ojo. Cuál era la lección..., porque si fuera capaz de rescatarla —estuvo a punto, pasó a la deriva rozando la penumbra de su pensamiento—, ¿la chica le daría credibilidad, la abrazaría, viviría de acuerdo con ella? ¿Cuáles eran los agravios de sus hijos, en qué los había ofendido? ¡El agravio eran su hijo y la mujer con la que se había casado! En cambio Iris estaba dotada de una mente incólume, como la suya, apenas un poco más maleable... A uno lo había perdido, ¿habría perdido también a la otra?
Muchas horas después, Marvin, remontando con esfuerzo el sendero hasta su casa, arrastrando la fatiga del sueño atrasado, vio con sorpresa que la puerta maciza, rematada en un montante de vidrios de colores, estaba abierta de par en par, y al ama de llaves de pelo blanco de pie en el umbral, vestida de calle y con la bolsa de la colada en la mano; hacía tiempo que se había plegado a la insistencia de Margaret para que usara uniforme de doncella, y solía llevárselo un par de veces a la semana para lavarlo. Un hombre mucho más joven —¿un motorista que pedía indicaciones?— estaba mostrándole lo que parecía un pedazo de papel sucio. El ama de llaves apremió a Marvin para que acudiera y, dando unos golpecitos al hombre en el codo, señaló hacia el dueño de la casa.
—Estaba a punto de marcharme —dijo la señora— y, Dios nos ayude, ¡han venido de la policía!
Más tarde Marvin recordó, aunque fuera un dato inútil, que el agente también iba con ropa de calle.