39

Pero Julian no estaba. Encontró la habitación casi a oscuras, tan solo iluminada por una franja blanca en la pared, reflejo de la luz de una farola; la ventana no tenía cortina. Lili se dejó caer sobre la cama. El vientre le dolía aún, la habían vaciado, un peine de acero la había vaciado, estaba demasiado cansada para tenerse en pie o caminar o llorar siquiera. Y sin embargo las lágrimas afloraron de nuevo, ¿por qué no llorar por el viejo que había muerto en aquella misma cama? Lloró por el anciano, y por ella misma, y por lo que había hecho ese día, y lloró con una rabia profunda y sostenida porque Julian no estuviera allí, por haber dejado que se fuera. Aun sabiendo que era una insensatez, solo se negó tímidamente. Julian había salido en busca de François, que siempre le conseguía trabajo en los cafés, aunque todo fuese un poco turbio. François era amigo del tal Alfred que ahora estaba muerto, muerto como el viejo, y Lili lloró por el viejo, y por Alfred, y por ella misma, y por lo que había hecho ese día. La precaria vida de café en café, insensata e inútil, ¿de qué les serviría ahora? ¿Cómo saldrían adelante? Al despedirse por la mañana, Julian le dijo que iba en busca de François, pero ella estaba nerviosa y distraída, y solo se había negado tímidamente. Tenía la cabeza puesta en lo que iba a hacer ese día.

Tumbada en la cama sin zapatos, acurrucada para aliviar el dolor del vientre, esperó a Julian.

Volvió antes de una hora, traía un envoltorio de papel.

—La cena —anunció. Dos bollos y unos pedazos desiguales de queso de pasta dura. El viejo ardid de quedarse con las sobras de los platos. No había encontrado a François. Había buscado en un café tras otro, el Napoléon, el Monaco, todos los lugares de costumbre. Nadie tenía noticias de François, no le habían visto desde hacía semanas. Uno de los tipos de Les Deux Magots, a pesar de que era nuevo y no se podía confiar mucho en lo que dijera, creía que François se había metido en líos con la policía, por drogas, o una borrachera, o algún chapero, ¿cómo saberlo?

Lili no podía comer. No era capaz de tragar. No había nada para beber.

Julian dijo que le pediría a la casera una jarra de agua.

—No vayas —dijo Lili, pero Julian salió.

—No tiene una jarra ni nada parecido —dijo al volver—. Dice que buscará otra cosa. Le he dado algo de dinero.

—Hoy me han echado —dijo Lili.

Vio que Julian se quedaba tan alarmado como perplejo: endeble bajo la solidez de su carne de hombre joven. Aun así no le quedaba más remedio que herirle.

—Se acabó —dijo Lili—. No más. Ahora ya no hay nada.

—¿Se acabó? —repitió Julian. ¡Qué estúpido parecía!

—Despedida.

—No pasa nada —dijo—. De verdad, Lili. Te prometo que encontraré algo enseguida, mañana mismo, tiene que haber algo...

—No hay nada —dijo ella otra vez, y miró fijamente la boca de Julian. La boca de un hombre joven, húmeda y torcida en una mueca, en cuyo interior brinca la lengua. En ese instante odió esa boca, esa lengua. Odió el cuerpo de Julian en su totalidad, el abrazo traicionero de sus largos muslos viriles.

Levantó casi sin fuerzas el peso de lo que iba a contarle, de lo que Julian debía saber. Le dijo que la clínica era muy limpia, la trataron con amabilidad, habían sido muy comprensivos, no fue un mal trago, en absoluto, solo que el vientre todavía le dolía, aunque el dolor empezaba a remitir, la habían raspado, ya la habían vaciado.

—Pedí que me dejaran verlo —dijo—. No era nada. Un brote ensangrentado. Una cabecita sangrienta, nada más. No era una cabeza humana. Humana no, era la cabeza de un pez pequeño.

Ahora le había herido, sí. Lili no había visto nunca con tanta claridad lo que Julian sentía por ella, lo poco que sabía, cómo el sentimiento podía hallarse a una distancia tan remota del conocimiento, ¿y qué importaba lo que sintiera por ella si no entendía nada de nada? Qué completa, la cosa diminuta con aspecto de pez que habían arrancado del mar de sangre, qué perversidad que estuviera intacta.

Sintió el aliento de Julian demasiado cerca. Le agarró la mano y ella lo dejó, aunque tuvo el impulso de retroceder. Atrajo su cabeza y la cobijó en el pecho, y los botones de la camisa le acuchillaron la mejilla. Apoyaba la oreja sobre un rugido de caracola, el estruendoso latido del corazón de Julian.

—¿Por qué...? —dijo él—. ¿Por qué, por qué?

—¿Por qué preguntas por qué? ¡Estúpido, estúpido! —gritó Lili, apartándose de él.

—Pero estaba vivo —dijo—, estaba vivo, podría haberte resarcido de...

Se interrumpió. «Resarcido». Con el tiempo se había dado cuenta de que había ciertas expresiones que a Lili se le escapaban.

Con cautela, por temor a ella, empezó de nuevo.

—Podría haber ocupado el lugar de, el lugar de...

Lili le tapó la boca con la palma de la mano.

—¡Estúpido! ¡No puede ocuparse el lugar de nadie!

Ella le arrojaba la muerte a la cara y él no sabía estar a la altura. ¿Y por qué no iba a poder ocuparse el vacío? ¿Por qué no había posibilidad de renacer? ¿Qué otra razón si no lo impulsó a huir a París, si no era la idea de renacer? Y dejar de ser el hijo de su padre; transformarse en alguien nuevo. Había leído en los Salmos acerca de la liberación. Se sentía castigado, avergonzado. Lili sollozaba a su lado, con largos jadeos entrecortados. El viejo colchón se estremecía con su esfuerzo, y Julian recordó el salmo 6, la lentitud y el esmero con que lo había copiado al tiempo que interiorizaba el sentido: «Heme consumido a fuerza de gemir: todas las noches inundo mi lecho, riego mi estrado con mis lágrimas», copiando como un escriba medieval en el cuaderno de márgenes rojos.

Un ruido en las escaleras. Sería madame Bernard, que traía el agua; Julian había dejado la puerta abierta para cuando viniera. Le había hecho pagar por el agua, sospechaba que era uno de esos norteamericanos que se pasan el día a la bartola, y encima con aquella mujer canija de tez renegrida, probablemente judía..., un par de vagabundos, ¿sería buena idea alquilarles un cuarto? La mujer había mirado con suspicacia las sandalias gastadas de Julian. Une cruche? Su preciosa jarra de cristal bueno, un regalo de bodas que conservaba desde hacía treinta años y que reservaba para las visitas decentes. Si le daba dinero iría a buscar una botella vacía.

Era Iris la que estaba en el umbral.

—¿Julian? Uy, qué oscuro, ¿por qué estáis así?

—No te has ido —dijo él.

—Julian, ¿qué ocurre? ¿Le pasa algo a Lili?

—Se ha quedado sin trabajo. Pero ¿y a ti qué te pasa? —le rugió—. ¿Qué estás haciendo aquí, por qué no te has ido?

—He venido a contártelo. Quería contártelo...

—¡Pero si ibas a volver a casa!

—Me quedo, eso es todo. Decidí quedarme, Phillip dijo que podía quedarme. Voy a ser su ayudante, quiere que lo sea, y luego...

—Quédate, ¡pero vete! —le gritó—. ¡Vete ahora mismo y déjanos en paz! ¿No te das cuenta?

La echó, la sacó de allí de malos modos, antes de oír el taconeo escaleras abajo. Su hermana era una intrusa, un testigo. Estaba desolado, ¿cómo era posible que Iris no se diera cuenta de la conmoción que padecían? Lili mecida por espasmos infernales. Julian deseó que Dios existiera de verdad: solo en los Salmos era real, en ningún otro lugar. Julian deseó que la cosa con aspecto de pez y cabeza ensangrentada hubiera vivido.

—Lili —dijo—. Lili.

—Se acabó —contestó ella—. Basta.

En ese momento le pareció vieja: los párpados en carne viva, la nariz y los labios hinchados. Las comisuras de la boca agrietadas por la sequedad. Demacrada. El pelo revuelto. Se había terminado el llanto; recuperando el dominio de sí misma, lo daba por zanjado.

—Ha llegado el momento de que vuelvas a casa —dijo Lili.

—¿Por tu tío? Quieres irte con tu tío, ¿es eso lo que me estás diciendo?

—Ese lugar no es para ti.

—No me dejes, Lili —le rogó. Julian conocía la fuerza que anidaba en él, que lo apresaba por los hombros y las pantorrillas en tensión—. No, no me dejes —dijo. Y con su cuerpo de hombre y su temor de niño se echó sobre ella, suplicando, y ella cedió, se abrió a él, con los ojos secos, con la boca seca, sorprendida e incapaz de sorprenderse ya, sintiendo el dolor en el lugar donde la habían raspado aquel mismo día con un peine de acero, y el chico la lastimó, la lastimó hasta que quedaron tumbados y jadeantes, pecho con pecho.