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Phillip Parsons (su padre insistió en la doble ele antes de desaparecer) nació en Pittsburgh, el quinto hijo tras cuatro hermanas (y la razón, como supo después, de la desaparición de su padre). Se graduó en el instituto de estudios secundarios local, lo llamaron a filas, se formó como médico de campaña y participó en la batalla de Anzio. Embarrado, ensangrentado y diezmado, su regimiento pasó por la aldea rural de Montalbano. A él se le antojó un nombre bonito. Unas pocas ancianas salieron de sus casas bajas de piedra a ofrecer a los norteamericanos agua en tazas de hojalata. Era agua de pozo, fría y pura; casi le pareció tragar una luz clara. Y después siguieron hasta las Ardenas, donde acabó arrodillado en el polvo tras la matanza, con un velo rojizo en los ojos, y después una delirante semana triunfal en un París estragado pero con una extraña efervescencia; risas norteamericanas estentóreas, bravuconas, entre los destrozos. Al final de la guerra soportó un año de universidad gracias a la ley en beneficio de los excombatientes, pero la normalidad se había instalado tan rápido en todas partes, y tan rotunda y simplemente, que se sentía ajeno a todo. De repente su familia le parecía de una estupidez supina, ¿qué tenía que ver él con cualquiera de aquellas cabezas huecas? Su madre había vuelto a casarse, sus cuatro hermanas mayores estaban ensimismadas en sus tediosas vidas. Recordó Montalbano y el agua con sabor a luz fría.
Y recordó la vertiginosa semana que había pasado en París; París, fuera lo que fuese, no era Pittsburgh. Trabajó de camillero hasta reunir el dinero necesario para un billete de avión y poco más. El hospital le deprimía; no las enfermedades, ni las heridas ni los moribundos, a los que se había hecho inmune, sino la blancura terrible: las paredes y los techos blancos, las sábanas blancas, los catres pintados de blanco, las cofias y los zuecos blancos de las enfermeras, los pantalones blancos que él mismo llevaba. Solo los médicos, de traje y corbata, escapaban a la blancura; solo ellos tenían autoridad. A los camilleros se los menospreciaba, a las enfermeras no se las valoraba. Los médicos, en cambio, eran más que respetados. Se confiaba en ellos y se los reverenciaba.
En el barco transatlántico compartió uno de los camarotes más baratos de la bodega, no mayor que una garita, con un estudiante francocanadiense que iba a ingresar en la Sorbona. Fue un viaje de varios días, sin mucha conversación: se pasó casi todo el tiempo con mareos, agarrado a la litera con una palangana de plástico. Cuando el estudiante le ofreció un trago de su petaca y le preguntó el nombre, rechazó el vino con un gruñido y, como pudo, farfulló cuatro sílabas: «Montalbano». La noche del segundo día estaba mejor, salvo por el hipo, y charló de buena gana. Y, cuando atracaron en El Havre ya era el doctor Montalbano. En París, enseguida hizo amistad con Alfred. O Alfred con él, era difícil precisarlo, porque Alfred hacía amistad con todos, incluidos perros, gatos y sus dueños, y por eso al principio creyó que el doctor Montalbano era veterinario. Por una cantidad irrisoria vendaba patas heridas, salvaba de morir asfixiados a gatos que se habían tragado tontamente un botón o calmaba la sarna con ungüentos preparados en una cocinilla de dos fogones; además empezó a dar clases de adiestramiento canino. Las clases se las inventaba, al igual que los ungüentos, y desde luego no adiestraba a los perros, sino a sus dueños. Se dio cuenta de que tenía talento para la persuasión, para crear una intimidad instantánea con las personas; lo sintió como una presencia en un órgano interno cuyo nombre desconociera o una glándula en apariencia inútil a la espera de entrar en funcionamiento, y supo que era una cualidad que hasta entonces no había hallado aplicación, ni en casa con su madre y sus hermanas, ni desde luego durante la guerra. Cuando una noche Alfred le llevó a un muchacho desangrándose por un navajazo, cortó la hemorragia y vendó la herida; fue relativamente sencillo, nada comparado con lo que había visto en las Ardenas. El chico no quería ir al hospital, temía que lo denunciaran a la policía por prostitución.
—Eran dos —dijo Alfred— y se estaban peleando por mí, porque no podía decidir a cuál amo más. Los dos son monísimos.
Asombroso: el chico tenía cientos de francos escondidos en una faltriquera y, antes de marcharse y despedirse de Alfred con un beso, dejó en el estante sobre la cocinilla el equivalente a cincuenta dólares estadounidenses.
Alfred rompió a llorar de pronto. Nadie lo amaba de verdad, dijo; era demasiado feo, la gente se acercaba a él para pedirle favores, o para pasárselo bien a su costa, porque era un bufón, un payaso estúpido, era por la peluca, por la enfermedad infantil que le había dejado sin pelo en todo el cuerpo, ni siquiera en las cejas y las pestañas. ¡Si ni al hacer aquella broma del vello púbico el pelo era suyo! Y cuando se quitaba el peluquín era horrible, se daba cuenta de la repugnancia que todo el mundo sentía al ver aquella ridícula cúpula desnuda, una cabeza que parecía el pomo reluciente de una puerta, una pieza de ajedrez. No soportaba llevar aquel felpudo, pero si lo quemaba sería aún peor. Los perros eran los únicos que no se inmutaban al mirarlo, a los perros les daba igual.
—¿Has visto ese beso? —dijo—. No significa nada.
Tal vez fue entonces cuando Phillip Parsons se convirtió realmente en el doctor Montalbano. Hasta entonces el nombre era una impostura, los ungüentos eran una impostura, el adiestramiento canino era una impostura y él mismo era un impostor. Pero en ese momento rasgó un pedazo de la gasa con la que había vendado al chico y le enjugó el rostro a Alfred. Le secó la mejilla con la gasa y se la pasó por debajo de la nariz. No es que sirviera de nada, porque el llanto continuó.
—Tienes cara de bebé —le dijo—, uno de esos bebés con alas.
Y dejó que Alfred sollozara en su pecho y le empapara la camisa. Alfred estaba borracho, iba como una cuba, era un trapo chorreando de alcohol, de encender una cerilla ardería en llamas; sin embargo, cuando le dijo que parecía un querubín no fue una impostura. Tenía la boquita rosada de un querubín, unas orejas menudas y redondas, unos ojos castaños redondos y una frente abombada que se arrugaba bajo el peluquín amarillo. Era bello.
Y así halló su método el doctor Montalbano. Hizo de su vocación un método. ¿Quién no necesita un espejo? El sanador se convierte en el espejo y permite que quien se mira vea lo que desea ver. En eso consiste la práctica de los chamanes, que creen en sí mismos, pero... ¿creen de veras? Tal vez. En los francos que el chico había dejado en el estante, sobre la cocinilla de dos fogones, el doctor Montalbano también vio que su vocación le serviría para cenar mejor. Alfred era bello, el mundo entero era bello e inocente y se prestaba a la persuasión; bastaba con saber ser un espejo y sumarle luego una o dos panaceas. Para elaborar ese elixir bastaría con combinar los ingredientes oportunos, aunque le haría falta un caldero más hondo y, ya puestos, un lugar más grande para recibir a las visitas. Alfred le llevó a los primeros clientes, que pronto a su vez llevaron a otros, hasta que pareció necesario anunciarse con unas credenciales apropiadas. A tal fin, recurrió al alfabeto. En ese punto se le antojó profético que su padre antes de fugarse duplicara la ele de su nombre, como un heraldo de la futura duplicación de la pe, de manera que (añadiéndole la floritura de una francófila e final) adoptó un regio Phillippe. Y al majestuoso Phillippe Montalbano le añadió una larga cola de serpiente de acrónimos con aire científico, de manera que su tarjeta de visita, y más tarde los folletos que imprimió, denotaban altos títulos y arcanos laboratorios:
Docteur Phillippe Montalbano, IAEAC,1 ANB,2 SPE,3 POF,4 FCMEE,5 CCA,6 LSO,7 ARV,8 etc.
1. Diplomado por el Instituto de Análisis de Equidad de Alimentos Crudos.
2. Rector de la Academia de Nutrientes Botánicos.
3. Fundador de la Sociedad de Prevención del Envejecimiento.
4. Profesor de Orgánica Funcional. Universidad de Tratamientos Naturales (fund. 1950, Pittsburgh, Estados Unidos).
5. Consultor de la Fundación Cuerpo-Mente en pro de la Elevación del Espíritu.
6. Presidente del Consejo de la Comisión de Antilácteos.
7. Vicepresidente de la Liga de Salud Oxidativa.
8. Secretario ejecutivo de la Alianza de Respiración Védica.
Etcétera.
La lista se fue alargando a medida que creció su clientela, y los tres consultorios que puso en ciudades distintas se trasladaron a clínicas de varias salas en direcciones respetables. Y, mientras la dieta de sus clientes quedaba restringida a bulgur de espelta y puré de zanahoria, el doctor Montalbano se agasajaba con rosbif y cremas espesas. No todo hedonista es un hipócrita, y el doctor Montalbano no se consideraba un charlatán. El ejercicio de su profesión, a medida que se extendió hacia el sur, hasta Lyon, y más al sur todavía, hasta Milán, se caracterizó siempre por una notable generosidad. Cobraba unos honorarios razonables y visitaba gratuitamente a pacientes sin medios. La gente depositaba en él una fe ciega, e incluso había quien decía que era mejor que ir a Lourdes, por más que ningún tullido tirara sus muletas para echar a andar o que los enfermos graves murieran de todos modos, aunque con una sonrisa de gratitud en los labios. Y, entretanto, la retahila de credenciales cambiaba forzosamente de forma y contenido de vez en cuando, para satisfacer las investigaciones de funcionarios que sospechaban que ejercía la medicina sin licencia. Bien mirado, el doctor Montalbano nunca dijo ser médico. Se definía como un corazón bondadoso, alguien que daba consejos sensatos, un cocinero ingenioso por encima de todo. En realidad era un chef; más parisino imposible. Antes que consultorios, sus clínicas eran cocinas. En alguna ocasión, con un guiño de complicidad fingida, incluso accedía a llamarse vidente. No es que pudiese adivinar el futuro, pero desde luego existe una lógica inherente en las cosas que permite saber cómo acabará un matrimonio en disputa, prever un divorcio, olerse quién recobrará la salud y quién no; y, en cuanto a los amantes, sus destinos están escritos en las estrellas, y el doctor Montalbano tenía por la mano las inercias de los cuerpos astrales. Venus era una de sus especialidades. Si era necesario preparaba al baño María una poción que aumentaba la potencia sexual, aunque a él personalmente nunca le había hecho falta: con las chicas tenía un imán. Por esa razón se empleó a fondo con el italiano, el dialecto del norte. Hablaba ya un francés casi impecable, salvo por las inflexiones de Pittsburgh que le calaban el acento y de las que nunca consiguió librarse.
Cuando Alfred le llevó a Julian, el doctor Montalbano se disponía a irse a Milán, donde lo esperaba una tal Adriana, una antigua clienta. Le había curado una verruga en un pecho aplicándole cada semana un bálsamo ácido de invención propia, según su costumbre, pero le había quedado una cicatriz insignificante y, tras el arreglo, el pecho cobró una turgencia rosada y tentadora. Alfred lo escuchó hoscamente; no le interesaba la teta de una italiana cualquiera, quería hablarle de su amigo Julian, el chico se cree poeta o algo así, y se ha emperrado en una tipeja rara que tiene ya sus añitos, y busca un sitio donde vivir hasta que ella se lo lleve a quién sabe dónde, Jerusalén o Constantinopla, o algún otro rincón de la Biblia...
—No quiero que me destrocen los muebles —dijo el doctor Montalbano—. ¿Beben?
—Julian es un chaval de Los Ángeles, allí beben sol y leche.
—¿Y la mujer?
—No es ninguna cría. Le pasa algo raro en un brazo. Es una de esas...
El doctor Montalbano caviló.
—No me importaría que una pareja cuidase de esto mientras estoy fuera. La portera, esa bruja cockney, se me pega siempre a la espalda y se harta de chismorrear, cree que regento un burdel. Pero antes tengo que ver al chico, no quiero a ninguno de tus amigotes vomitando en mis alfombras...
Julian, que sabía que su alma estaba hecha con una horma distinta a la de su padre (en el supuesto de que su padre tuviese alma), había heredado su buen ojo para juzgar a primera vista. Se dio cuenta de que el doctor Montalbano era una especie de fraude (¡todas aquellas siglas después de su nombre!) con la misma rapidez que el doctor Montalbano vio que Julian era un blando: no uno de los vándalos de Alfred, sino un chico de merengue que creía poseer un alma. Al doctor Montalbano le pareció que con él sus mesas y sus sillas estarían a salvo.
—No ha venido tu novia —le reprochó.
—No ha podido. Trabaja.
Más tranquilizador aún.
—Solo una cosa —dijo el doctor Montalbano—. Cuando vuelva, os tendréis que marchar. Inmediatamente. ¿Qué me dices, tenéis algún sitio adonde ir?
—No pasa nada —dijo Julian—. Ya nos las arreglaremos.
Y el trato quedó cerrado.