11
Un palacio, había dicho Iris en su carta. A una estadounidense como Bea, aquel domingo por la mañana se le antojó un venerable edificio europeo: ventanas románicas, que en la planta baja se abombaban con barrotes de forja torneados, gruesas losas oscuras y oblongas levantando una fachada inmensa, una puerta maciza de doble hoja con prietos racimos de uva y Bacos barrigones tallados en la madera bruñida. El conjunto desprendía una opulencia casi olfativa. O quizá fueran imitaciones recientes, restauraciones del París manchado por la guerra, la falsificación premeditada o el homenaje obsequioso de un arquitecto, la Europa moderna trasnochada que fingía la solera de la antigua Europa. Una de las dos hojas de la puerta estaba abierta y Bea vio la tenue luz de una lámpara, un escritorio de mármol y una portera sentada tras él. Así que, bien mirado, no era la residencia de un duque, solo una casa de vecinos de clase media, aunque muy distinta de las que se veían en Nueva York.
Allí vivía Julian.
Le dio su nombre a la portera, que resultó hablar inglés con un marcado acento cockney y de buena gana le explicó por qué: pasaba el día entero sola sentada en la penumbra, sin un alma con quien charlar y tan solo distraída por las idas y venidas de la gente que vivía arriba y el chirrido del ascensor, que le daba escalofríos cada vez que lo oía. Y claro, era inglesa, cualquiera se daba cuenta enseguida; se había casado con su segundo marido, un francés de La Rochelle, de la costa, donde se habían conocido cuando ella cruzó a Normandía para visitar la tumba de su primer marido, un soldado británico, ¿sabe?, y ahí estaba ahora, atrancada en París, porque su segundo marido había fallecido de la enfermedad esa que solo se puede nombrar en voz baja... Perdone, ¿puede repetírmelo?
—Nachtigall —dijo Bea—. Julian Nachtigall.
—No tengo a nadie con ese nombre en mi lista y, créame —añadió dándose unos golpecitos en la frente—, los tengo a todos aquí.
—Un hombre joven. De veintipocos años. Estadounidense.
—Hay un médico norteamericano en el último piso, habla francés la mar de bien, pero no está casi nunca. ¿No será el doctor Montalbano a quien busca?
—No, no, Nachtigall.
—Con tanto nombre extranjero va a pensar usted que vivimos entre judíos. —La portera plisó las comisuras de la boca en una sonrisa—. Ya sé a quién está buscando. El que usted busca sí es judío, pero no me gusta que se corra la voz. Un inquilino ilegal, con otra de la misma calaña, aunque ahora hay otra más, no me pregunte por qué. Me extraña que el doctor Montalbano los haya metido ahí arriba; es un bicho raro, quién sabe en qué andan...
Verborrea sin ninguna credibilidad, pero ¿qué era creíble?
¿Acaso era creíble que Julian hubiera ascendido de aquel antro a esta nueva vivienda, como el mendigo que acaba instalado en palacio? La mujer ensanchó los labios atezados en una sonrisa sabihonda, dispuesta a reanudar la cháchara, así que Bea aprovechó para escabullirse por el vestíbulo alfombrado hacia el resplandor de la minúscula jaula del ascensor, que subió a trompicones estridentes, uno, dos, tres, cuatro, cinco pisos, y se paró en el rellano del sexto ante la única puerta que había.
Un timbre corriente.
Se estaba fresco allí, y reinaba el silencio. Bea se demoró un instante, aguzando el oído. Ningún ruido detrás de la puerta, solo una expectación fiera: ella misma atrapada en una fijación, un fotograma arrancado de una escena de crisis, el instante congelado de su dedo en alto aproximándose al timbre, el timbre que estaba a punto de violar el silencio tras la puerta (el dedo en alto de Iris segundos antes de caer ciegamente en una tecla violada)... Oyó un sonido ahogado; después nada; siguió sin oír nada y, finalmente, el sonido de un ladrido entrecortado, aunque le pareció un ladrido humano. Un roce de pies pesados, como si arrastraran cierta cojera, como si quien así caminaba llevara los cordones desatados, y el gruñido de una voz con acento norteamericano que se acercaba.
—Estupendo, otra vez, justo cuando estoy quedándome dormido tenéis que salir y olvidaros la maldita llave...
Apareció un hombre joven de cuello fofo, con un bigotito rubio horizontal y los ojos llorosos, tapándose la boca con un pañuelo. Tos volcánica seguida de un río de francés.
—Inglés, por favor —dijo Bea.
—Ah, disculpe, con este estúpido resfriado, pensé que era..., y cuando vi que no... —Una serie de respiraciones ahogadas—. Ahora está fuera, pasará todo el mes en Milán.
—No, no —dijo Bea. Y luego, como lanzada por una catapulta, añadió—: Estuve aquí en julio, traté de encontrarte. ¿Eres Julian? ¿Julian Nachtigall? Tengo una carta de tu hermana... —Bea dejó de hablar y lo miró con detenimiento; realmente no era mucho más que un crío. Ni siquiera el bigote había terminado de desarrollarse.
El chico la miró a su vez. «Son los ojos de mi padre», pensó Bea: unos párpados tártaros caídos sobre las comisuras.
—Mi hermana. —Dos gruñidos rencorosos. Le dio la espalda, revelando un desgarrón en el cuello de la camisa, y se alejó arrastrando los pies hasta una amplia sala en el centro de la vivienda, desde donde se abrían otras habitaciones, imposible precisar cuántas.
Un palacio, y demasiados muebles, sofás y sillones desperdigados aquí y allá. Una colección de prendas de mujer colgadas por doquier; había una media suspendida de una lámpara y otra apresada al caer en el marco de un cuadro. Una manta en el suelo. Bea entró y cerró la puerta tras de sí, aunque a él pareció no importarle si estaba abierta o cerrada, ni que ella se quedara o se fuera; le era indiferente. Se fijó en los cordones de los zapatos, rezagados, sin atar. Una selva, todo allí era provisional. Incoherente. El chico recogió la manta, se la echó sobre los hombros y se hundió en los cojines de un diván.
—Debes de ser la tía de Iris —dijo.
—Y tuya también.
Que la reconociera con aquella brusquedad, que supiera quién era y la amenaza que parecía encarnar, casi le impidió calibrar su reacción. El joven había dado por hecho sin vacilar el motivo principal de su visita, con un instinto tan certero que caía en la arrogancia. Eran indicios de una intuición poderosa, indicios de una vida interior; pero ¡qué elocuente era lo que se veía por fuera!
—Me dijo que pasó una noche en tu casa —dijo el chico—. Vino para ahorrarte el viaje. Te pidió que te mantuvieras al margen. —Lo sacudió una descarga de toses; se secó los ojos con un zarpazo—. Te ha mandado mi padre, ¿verdad? Es él quien te ha hecho venir.
—He venido porque he querido.
—Pero él quería que vinieras, eso no puedes negarlo. Aunque creas que algo es idea tuya, él está detrás. Así van las cosas con mi padre, y no digas que no. Siempre se sale con la suya.
—Contigo no. Te ha pedido que vuelvas y no lo haces.
—Mi madre cree que me han secuestrado, supongo que lo sabes. A lo mejor piensa que me han abducido unos marcianitos verdes. —Soltó un quejido lleno de resentimiento y se cubrió la cabeza con la manta—. Dios, ¡te presentas aquí como si fueras la representante de la compañía o la portavoz de la familia, cuando no he sabido nada de ti en toda mi vida! Igual también piensas que ando en algo turbio, pero desde luego no es asunto tuyo. Y tampoco de mi padre. —Se irguió, temblando, bajo la manta—. Maldita sea, ¿por qué no han vuelto todavía?
Bea observó los labios resecos e inflamados, las aletas de la nariz enrojecidas, el desamparo febril de un crío enfermo, hosco y obstinado que se compadecía de sí mismo. Sin embargo lo había sorprendido como sorprende una erupción, una aparición injusta y brutal. Allí de pie, titubeante y dolida, cara a cara con su sobrino —Julian, el caso difícil—, no se había detenido a mirar a su alrededor entre todas aquellas mesas bajas, alfombras raídas, una cómoda o dos y la plétora de sillas, en busca de un lugar donde sentarse. Todo parecía indicar que estaban en una sala de reuniones con demasiado trasiego, desarreglada, un lugar público venido a menos. No hacía ni tres minutos que había entrado y se estaba urdiendo ya un atropello. ¿Había atravesado un océano para que la despacharan con tanto desprecio?
Deliberadamente se hizo un hueco en el extremo más alejado del diván, a los pies de Julian.
—Tu padre no sabe que estoy aquí. No le he dicho que venía.
—Entonces, ¿qué quieres?
La pregunta, aun empapada en flemas, era diáfana. ¿Qué quería? No estaba en París porque se hubiera compadecido de Marvin, por inconcebible que fuera eso..., ¿cuándo había precisado Marvin de su compasión? El chico estaba en lo cierto: al final, por una u otra razón, estaba haciendo lo que a Marvin se le antojaba. Aunque había que reconocer que no era por capricho. Había que encontrar el modo de sacar al chico de allí. Hedía a caos, lo envolvía un aliento de desorden. El caos de su rabia, el caos de aquel apartamento abandonado, precario, desaliñado. ¿Cómo se las arreglaba para vivir? Sin hogar, sin trabajo, sin futuro. Sin preocuparse por nada: ni se molestaba en atarse los cordones de los zapatos, y peor aún, tampoco se molestaba en ponerse calcetines. Bea advirtió que estaba sentada encima de un par sucio, con agujeros en los talones.
El chirrido del ascensor, alboroto en el pasillo, una voz aguda de mujer. Arañazos en el ojo de la cerradura; no habían olvidado la llave. Seguida de una mujer más contenida, Iris entró como un vendaval, hablando a gritos.
—Eh, enfermo, te hemos traído un curalotodo, y también una de esas viejas bolsas de agua para que la abuelita pachucha se caliente los pies en la cama... ¡Cógela!
Un objeto de goma roja aterrizó en el regazo de Bea. Un homúnculo de cuello recio, sin cara. Y ahí estaba Iris, con la mano levantada en el aire, la boca inmóvil en el comienzo de un grito, que sin embargo cayó bajo una custodia instantánea. Y lenta, fríamente, la mirada pálida de Iris se desplazó desde su tía, que acunaba el objeto de goma, hacia la cara de pocos amigos de su hermano, con la barbilla regordeta enrojecida, hasta posarse en su media, que colgaba de la litografía enmarcada de un salto de agua.
—Tía Bea... —Y dejó que las sílabas se apagaran.
La otra sacó una ampolla cilíndrica del envoltorio de papel y la dejó encima de la mesa; luego siguió de pie sin decir nada.
—No tiene sentido —dijo Iris—. No hay marcha atrás. Es absurdo que estés aquí. No puedes hacer nada, y ahora ya da igual.
Julian se levantó liberándose de sus envolturas y rodeó con los brazos a la otra mujer. Era menuda, morena y delgada, de mirada impertérrita. Canija más que esbelta, advirtió Bea, con unos hombros como aristas. No era joven, o en cualquier caso no era joven como Iris; era una mujer en sentido pleno. Tenía las clavículas prominentes. Fijó su mirada cauta en Bea, la intrusa, y se recostó con familiaridad intencionada en el pecho de Julian, deslizando las manos del chico hacia abajo por la camisa de manga larga que ella llevaba, una camisa de hombre bajo la que se ocultaban sus pechos cálidos. No le preocupaba ir así vestida ni su aspecto. Manga larga a pesar de que no hacía nada de frío.
—Lili —dijo Julian, con una voz rugiente y señorial en la que Bea advirtió el acecho del sexo, una voz escurridiza y penetrante como un olor. Los impulsos de la lujuria. Las yemas de los dedos de Julian debían de estar apretando los pezones gemelos bajo la camisa. Bea lo imaginó, imaginó sus propios pechos bajo las palmas de las manos apremiantes de un hombre, apretando, sobándola, los nudillos lastimando la carne sensible, las delicadas glándulas. Imaginó que su cuerpo era una vitrina flotante, a la vista de todos, lo imaginó como en una película en la que la música asciende formando remolinos, la cámara avanza lentamente para captar los primeros planos, las palpitaciones de los ovarios y el útero contrayéndose, el hígado reluciente, el bazo donde se segregaba la bilis amarilla, uno de los humores medievales... ¿Cuáles eran los otros tres? Este era el hijo de su hermano, su sobrino. ¿Vida interior? El chico no era más que un salvaje. Curiosamente estaba rollizo, incluso los párpados eran rosados, carnosos y gruesos como pétalos. De la punta de la ancha nariz le colgaba una gota; por los orificios dilatados caía el moco. Y con voz áspera, tosiendo entre palabra y palabra, quiso burlarse de ella.
—Lili —dijo—, puesto que parece que esto va a convertirse en una reunión familiar, también tú puedes conocer a la hermana de mi padre, que ha venido a salvarnos a todos.
¡Bilis, estaba lleno de bilis!