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24 de noviembre

Querida señora [tachado]

Querida señorita Nachtigall [tachado]

Querida señorita Beatrice Nightingale,

Haga el favor de perdonarme por escribir esta carta repentina. Mi marido no desea que la escriba, pero a raíz de nuestras muchas dificultades accede a que lo haga. El inglés lo leo con más facilidad de la que lo escribo o lo hablo, pero eso es lo que ocurre con una lengua que no es la materna. Por favor, disculpe mis errores, y también mi caligrafía en este pobre papel. Ya no tengo acceso a la máquina de escribir desde que perdí mi antiguo empleo. El poco dinero que me quedó tras el despido ya se ha agotado.

Escribo ahora porque me han dicho que es usted profesora en una escuela norteamericana, y me creo capacitada para dar clases en una escuela norteamericana. Tengo un diploma (¿así se dice?) en Lengua Moderna de la Universidad de Bucarest, donde estudié, pero desgraciadamente toda prueba documental no existe, por tristes razones.

Puedo enseñar francés, italiano, español y (si es necesario) alemán. (¡Creo que el rumano no sirve de nada en una escuela norteamericana!) Humildemente me gustaría saber si es usted de la opinión que esa clase de puesto puede estar a mi alcance, en su escuela o en cualquier otra parte. También traduzco, aunque quizá en Estados Unidos no sea de tanta utilidad. Aquí en París, he estado las últimas semanas traduciendo obras literarias del rumano al francés. Mi marido no tiene empleo.

A causa de muchas dificultades (me doy cuenta de que digo esto dos veces; desgraciadamente es cierto) aquí no llevamos buena vida. Estamos pensando en ir a Estados Unidos. Con mi trabajo de traducción, que no da para mucho, hemos sacado ya no obstante pasajes para el barco. Como mi marido es ciudadano estadounidense, nos garantiza mi entrada en el país sin grandes impedimentos. Humildemente y con gratitud le pido, ¿puede acogernos en su casa por un breve tiempo? Llegamos a Nueva York dentro de nueve días. Por favor, responda por correo aéreo a Poste restante, 51, París.

Atentamente,

LILI NACHTIGALL

Tal vez se pregunte, ¿qué va a hacer mi marido en Estados Unidos? Retomará los estudios.

Así que el plan estaba en marcha, pensó. Machaconamente, la artería y la mezquindad del cerebro de Marvin habían acabado por invadir también su cabeza. Las sospechas de Marvin, su cinismo inteligente y enrevesado. Su astuta desconfianza. El plan de Lili, ¿qué otra cosa podía ser, si no un plan? «Mi marido, mi marido», y mientras a Julian no se lo veía por ningún lado, ni por activa ni por pasiva. Un chico con una mujer a su cargo es un hombre, y no se puede dejar que un hombre casado se hunda. Lili lo había engatusado para que recuperara lo que le correspondía: que volviera a los Estados Unidos que lo habían visto nacer, y recuperara de paso a su padre y los dólares que al padre le sobraban. Apaleada por la vida y sumida en la miseria, era una mujer ladina que se las había ingeniado para que un joven norteamericano rico se casara con ella y acceder así a la fortuna de su familia, siempre que se mantuviera dócil; sucede desde que el mundo es mundo. Era una mujer cauta, inteligente, lo haría paso a paso, falsedad tras falsedad. La falsedad de ese deseo de independencia, que de todos modos era ridícula: una presunta profesora nacida en un país de la Europa del Este convertido en comunista hacía poco tiempo, en un momento (¿quién podía saberlo mejor que Bea?) en que los directores de todas las escuelas presionaban para que los docentes firmaran juramentos de lealtad, ¿qué posibilidad tenía? Y la falsedad, más improbable aún, de que Julian se plegara a los designios de su padre, sin mayor resistencia: «Retomará los estudios». ¡Qué astucia, qué frío cálculo!

Y todo dependía de Bea. De que Bea abriera su puerta a los vagabundos y les concediera un respiro antes de emprender la gran carga transcontinental contra la dorada California. De que Bea hubiera allanado el terreno con Marvin y lo hubiera predispuesto a la reconciliación... ¡Ah, pero aunque Lili contara con ello, no lo había hecho! Qué deliberados, qué explícitos aquellos astutos preparativos antes de dar el salto, aquellos viejos y hábiles ruegos: «Deberías contarle lo que sabes... Ahora no hay nada oculto, ¿lo ves?». Y el más astuto de todos: «Le hago bien».

Así funcionaba el cerebro de Marvin, la obsesión de Marvin. ¡Cómo conseguía meterse en el cerebro ajeno, cómo lograba abrirse paso hasta las convicciones propias!

Sin embargo, era aquel último comentario lo que hacía dudar a Bea. ¿Realmente era una estratagema, respondía a un plan? «Le hago bien»: el sonido de aquellas palabras, a pesar de todas las dudas, ensanchaba el mundo.