52

A las ocho de la mañana, un aguado sol decembrino estaba convirtiendo las alcantarillas en ríos invadeables. Bea se calzó las botas de agua; iba a trabajar. La vuelta a lo ordinario, lo predecible: en cuestión de una hora César sería asesinado, y sus hombrecitos (ya casi eran hombres) estallarían en un pandemonio festivo. Shakespeare estaba enseñándoles lo que era el cinismo, ¿y por qué no?

La puerta del dormitorio se abrió. Apareció Lili, aún en camisón.

—¿Julian está bien? —preguntó Bea.

—Ahora duerme. Hoy nos vamos.

Era un camisón sin mangas. Una hondonada en el antebrazo. Una segunda boca, desplazada; sin labios, sin habla.

—¿Hoy? ¿Tan pronto?

—Mi marido así lo quiere.

—Pensé que os quedaríais unos días más...

—Así lo quiere él.

—Es natural, le hice daño. No tuve más remedio —dijo Bea—. No pude evitarlo. Su madre... Tenía que contárselo, tenía que saberlo.

—A veces —dijo Lili— los locos persiguen la muerte.

—Nadie sabe lo que Margaret tenía en mente.

«La nota en su bolsillo, ¿tengo yo la culpa?»

—Pero ¿mentalmente no estaba bien?

—Sí y no. Es difícil de saber, apenas nos conocíamos. Pobre Julian, le he roto el corazón.

—Su madre estaba mal, ¿no?

«Los borrones fecales, la huida descalza.»

—Supongo que sí —dijo Bea.

—Esa otra mujer estaba cuerda. Y era inteligente.

—¿A quién te refieres, qué otra mujer?

—La artista, la mujer que pinta...

—Ah —dijo Bea. Qué transparente era para la mujer de Julian: como si se hubiera casado con una sibila.

—Ahora él guardará en su recuerdo a esa otra mujer. La madre inteligente que pinta.

—No es verdad, Lili. Sabes que no es verdad.

—Para mi marido es verdad. ¡Qué buena eres! —dijo.

—¿No va a darse cuenta? Tú lo has hecho...

—Es como un ángel, como un niño, lo ve todo y al mismo tiempo no ve nada.

—Una vez dijiste que era un hombre —sentenció Bea con tristeza.

En el rostro pequeño y oscuro de Lili, los surcos del cansancio formaron un delta atigrado.

—Solo un hombre llora en su cama —contestó. Y añadió de nuevo—: ¡Qué buena eres!