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La había envuelto en tres capas de papel de seda y protegido con un par de cartones antes de meterla en un sobre acolchado de correo, y a pesar de todo Leo sabía que aquel envoltorio no podría retenerla o contenerla más que si hubiese intentado recubrir una llama con un puñado de hojarasca. Seguía ardiendo, ardía a través de cualquier cosa que la cubriera o la ocultara. ¡A ella le quemaría las manos! Esas manos que lo habían hecho enloquecer, la izquierda estirada en toda su envergadura, como el ala de un cormorán; la derecha prieta, encogida en un martillo rapaz. Las huellas dactilares se borrarían y los nudillos se convertirían en dados ennegrecidos; ella había ido a cobrarse su castigo, era un súcubo vengador que se había abalanzado sobre él súbitamente, en una emboscada, decidida a quitarle la hombría, a amedrentarlo. El castigo era la ceguera de cuanto ella veía, la ciega clarividencia de aquella mujer; él la obligaría a contemplar las negras notas redondas sobre sus tallos, como oscuras cigüeñas graznando, el criptograma de manchas y filamentos descifrables únicamente a través del sonido, ¡y ella, que se había burlado de su impotencia, no oiría nada, no sería capaz de oír! Sus oídos eran ciegos frente a aquella lluvia de gotitas de sangre negra con estelas, acuchilladas, algunas confinadas en su clave y otras liberadas para corretear por encima y por debajo de ella, en cuyo territorio caótico atesoraban silogismos incluso cuando estallaban en turbulenta crisis...
Era un acto consumado. Había logrado arrancársela al Blüthner, arrancarla de sus propios pulmones, de sus ensayos, de su ambición, de su lujuria machacada y reseca. Era una venganza alimentada por la ira. Y percibía, igual que un filósofo percibe la Verdad, que aquí y allá nacía la Belleza. Él llevaba la ira tatuada en la carne, pero una fuerza tras el velo le había concedido el acceso a la sublimación. Así que para castigarla aprovecharía su incapacidad de acceder a la sublimación desde la jaula de su desconocimiento, y la clave, el código, la voz de las notas serían solo silencio para ella. Siempre había sabido que era una inepta musical.
¡Y pensar que de aquellas manos ineptas, ciegas y sordas, el puño y el spagat, había llegado la exultación! Más allá del rencor, alcanzó a ver la gloria. La orquesta en pleno, las salas de conciertos (Chicago, Nueva York), el director de blanca melena —repasó a sus lumbreras predilectas—, y el público en pie, extasiado, un éxtasis esplendoroso que nacía de las emanaciones del útero de su cerebro, sus cuatro movimientos culminando en un golpe maestro, una coral en falsete cantada por enanos de voz aguda (ya se las arreglaría para contratarlos), en contrapunto con la dinamita de los timbales. Esperaba que la obra se conociera como la Sinfonía en si menor de Coopersmith; así es como la gente se referiría a ella.
Sin embargo no podía contentarse con la mera atribución de la obra y, de todos modos —la experiencia de Leo en el negocio del cine le había dado desde hacía mucho lecciones de amargo realismo—, lo más probable era que nunca llegara a ejecutarse: en todo el país pululan sinfonías fracasadas. Daba igual, porque estaba hecha y consumada. Una victoria sobre la incredulidad de Bea.
Y aun asi, ¿cómo iba a mandársela? ¿En qué lugar de Nueva York vivía? Al cabo de tantos años no podía seguir en aquel atelier viejo y atestado del Bronx...
El hermano. El magnate suplicante. El hermano le había dejado una tarjeta de visita, aunque ni siquiera tuvo intención de conservarla.
—Toma esto, aquí están todos mis números, y por favor hazme saber si te enteras de algo razonable donde pueda encajar un chaval con dotes para la escritura, mi hijo por lo visto se cree bueno en eso, supongo que habrá algún hueco para hacer guiones cinematográficos. Me encargaré de compensarte si me traes algo, cualquier cosa...
Leo había despachado sin miramientos al tipo zafio que quería explotar el marchito vínculo con su hermana: un matrimonio muerto, enterrado, olvidado. Desprecio. Asco. ¿Por qué Leo Coopersmith iba a dejarse acosar por el recuerdo de un antiguo capricho, de un giro equivocado de la vida? Equivocado e innecesario, ¿qué bien le había hecho a él aquella mujer? Acosarlo con expectativas, que para colmo eran sus propias suposiciones y perspectivas, lo cual hacía la situación tanto más irritante. ¡Y este tipo zafio, barrigón y jadeante tenía el valor de endosarle una tarjeta de visita a un cuñado de antaño que ahora era un desconocido! De pie en el vestíbulo, donde de vez en cuando detectaba aún la estela apestosa del perro del actor mudo, Leo lanzó la tarjeta por encima del hombro con la misma actitud con que el populacho supersticioso escupe para evitar una maldición. Se había desembarazado de aquellos hostigamientos y ruegos y había acompañado al tipo a la puerta.
Un mes después descubrió a MARVIN NACHTIGALL, DISEÑADOR AERONÁUTICO, un poco arrugado por las esquinas, en una encimera de la cocina. Cora, suponiendo que se trataba de algo de valor, había recuperado la tarjeta. Un hallazgo fortuito, porque para llegar a Bea necesitaba al hermano.
Sin embargo fue una chica la que le abrió la puerta. Una chica nerviosa con una falda larga, ajustándose el pasador que llevaba en el pelo. Pelo del color de uno de los cristales ambarinos del montante que había encima de la puerta.
—Oh —exclamó desconcertada al verle—. Claro, por eso no se oía ninguna canción.
—¿Canción? —repitió él.
—Villancicos. Los coros suelen venir alrededor de esta hora cantando.
Leo la observó. Detectó su nerviosismo en el temblor de las aletas de la nariz, en la lengua que asomó furtivamente para humedecer los labios. Tras ella, en las estancias en penumbra del interior de la casa, atisbó un árbol adornado de arriba abajo con abalorios, aunque sin luces. Pero ningún indicio de celebración. Oscuridad y silencio más allá del umbral.
—¿Está recaudando dinero para algo? Si es así, aquí tiene cinco dólares —dijo, y se dispuso a cerrar la puerta.
—¿Marvin Nachtigall? —declaró—. Si no me equivoco, esta es su casa. En realidad busco a su hermana. Beatrice Nachtigall.
Eso la detuvo.
—Pero ella es mí tía. La hermana de mi padre.
—Y es tu padre con quien me gustaría hablar. Sobre su hermana, para saber cómo dar con ella.
—Eso se lo puedo decir yo. ¿Por qué quiere localizarla?
—Tengo un asunto pendiente con ella. —Volvió a empezar—: He estado intentando llamar por teléfono, así que si pudiera ver a tu padre...
—Ya no se llama Nachtigall, ha cambiado de apellido.
El pellizco de la sorpresa.
—Entonces, ¿se ha casado?
—Estuvo casada, pero hace siglos. —Clavó de nuevo el pasador en el pelo, como si la fuerza del gesto pudiera acobardarle. Había tomado por nerviosismo lo que en realidad era impaciencia—. ¿Qué asunto tiene pendiente con ella?
—Le debo un regalo. Un regalo musical. —¡Cómo se le ocurría desvelar sin asomo de vacilación algo tan trascendental allí, en la calle, a la intemperie! La temeridad del anonimato. Se sintió un impostor. Así que dijo—: No sé si la música te interesa. —¿Cómo iba a interesarle? Su linaje se lo prohibía.
—Por lo visto a mi madre no se le daba mal... Una vez nos contó que de adolescente tuvo que cantar en el coro de la iglesia, aunque ella no quería. Pero está muerta, falleció. —Los párpados pálidos de la chica temblaron—. En mi familia a casi nadie se le da bien, la verdad. Mi tía Bea es la única, tiene un piano de cola enorme y lo trata como si fuera una especie de altar...
—Era mío —dijo él.
—¿Suyo? —Sopesó la respuesta.
—Ahora tengo otro. —Esbozó lo que perversamente sabía que era una sonrisa peligrosa—. Otro instrumento, y también otra vida. Incluso he tenido otras mujeres.
—¿Otras mujeres? —Electrizada, iba dejando atrás la perplejidad y empezaba a comprender.
—Se llamaba Beatrice Nachtigall cuando nos conocimos —dijo.
—Ahora se hace llamar Nightingale, ruiseñor.
—Y tiene un oído de cuervo. Así que si haces el favor de decirme dónde mandarle...
—Pase un momento, le escribiré su dirección.
—De acuerdo. —Y enseguida lo pensó mejor. Con la chica se apañaría, estaba de más encontrarse con el padre. Además, las tornas se habían vuelto: ¿quién suplicaría ahora, quién acudía a pedir un favor?
—Y por favor, no se preocupe por mi padre —le advirtió la chica—. Si no es por negocios, no habla con nadie. Está pasando por una especie de depresión. No será usted de su agrado, últimamente nadie lo es.
Petulancia. ¿O era furia? Aburrimiento, tal vez.
—Esperaré aquí —dijo Leo.
Cuando la chica volvió a la puerta, le tendió un pedazo cuadrado de papel de carta.
—¿A qué se refería con eso del cuervo? —le preguntó.
—Olvídate de los cuentos de hadas. En la vida real —la adoctrinó— los ruiseñores no cantan mejor que los cuervos.
El comentario mereció una sonrisa de la chica. Entrevio el destello de los dientes superiores: una bonita hilera de pequeñas teclas blancas.
—¿Vas al cine de vez en cuando? —le preguntó.
—¿Me está proponiendo una cita?
—Me temo que no, soy demasiado viejo para eso.
En París tuve un novio de cuarenta años, así que eso no me importaría.
—¿París?
—Viajo bastante. Al menos hasta hace poco.
—Bueno, si por casualidad ves una horrenda película titulada Una bicoca para Betsy, que ahora está en todas las salas, que sepas que de ahora en adelante te dedico la música a ti.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa?
—Por conducirme hasta tu tía. Oirás un par de scherzos preciosos.
—¿Qué le hace pensar que eso puede interesarme?
—Los compuse yo.
—¿De veras? Tenía entendido —le soltó como un látigo— que usted solo tocaba el oboe.
En ese momento quiso abofetearla. Hacía como mínimo diez minutos que sabía quién era; había estado jugando con él, como quien tienta a un gato con una madeja de hilo. Peor aún, había heredado la capacidad para el insulto de su padre. Sin embargo era una monada, una especie de scherzo hecho muchacha, saltando de un estado de ánimo a otro; no era ninguna ingenua. Le contó que había dejado de estudiar, al menos temporalmente. Le dijo que su madre sufrió un accidente en la autopista, y que había abandonado a Phillip en París, y que había trabajado en una clínica, y que se exasperaba con su padre, que a veces era un bravucón, aunque ahora se estaba comportando. Y que fue su padre quien le puso su caprichoso nombre, en honor a la diosa virgen que habita en las nubes; dejó caer esta extravagancia, aunque Leo se dio cuenta, por la agresividad con que volvía a retorcer el pasador en el pelo, que la había inventado sobre la marcha.
Todo esto en el umbral, bajo el montante en forma de arco.
—En cierto sentido —dijo Iris, y su sonrisa adoptó un sesgo conspirador—, prácticamente eres mi tío.
Eso le tocó la fibra, fue como encontrar el tempo preciso a una melodía casual e intrascendente.
Desde el final de la calle iba acercándose un coro de villancicos. «Venite adoremus», cantaban.
Y, por una razón que no supo precisar, fue en el umbral de la casa de Iris Nachtigall, al recordar vagamente un cuento alojado en la memoria de una infancia lánguida y libresca, donde a Leo Coopersmith se le reveló la verdadera esencia de su gran obra. La llamaría —el mundo la conocería— por el nombre con que se conocía a un ave cuestionable de pico mordaz.