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El barón Guillaume de Saghan, primo lejano de Marcel Proust —desgraciadamente por la rama Weil, o sea, de parte de madre—, había fundado el Centre des Émigrés por una cuestión de conciencia, y a condición de que fuera un servicio temporal; cuando se completara la tarea, desaparecería. Lo había hecho por una cuestión de conciencia, desde luego, pero movido por algo más. Podía ser cierto que había mantenido un vínculo turbio con Vichy, pero podía no serlo. Un rumor de esa naturaleza era difícil de probar, y además ¿qué importaba en las circunstancias presentes, si estaba claro que ahora se dedicaba a hacer el bien? Por otra parte, si la acusación se hubiese sostenido en algún hecho probado, por mínimo que fuera, podría haberse dicho que fundar aquella organización benéfica era un oportuno acto de arrepentimiento. Al mismo tiempo podía ser cierto que, aunque el vínculo con madame Proust, la hija de un corredor de bolsa judío, era remoto, tal parentesco no le pasaba por alto y de ese modo «se ocupaba de los suyos», como decían sus detractores. Ocuparse de los suyos era lo que habían hecho todas las demás agencias y organizaciones de socorro que acudieron en aluvión desde Nueva York después de la guerra, hostigando a los desplazados para embarcarlos a toda costa en barcos con destino a Haifa o cualquier otro sucio puerto del litoral del Levante mediterráneo recién hebraizado. El barón no conocía la geografía de la Terre Sacrée, y tampoco tenía ningunas ganas: lo habían obligado a aprendérsela de niño y solo se acordaba del Gólgota, un monte en Jerusalén, y del río Jordán, que en su imaginación rugía en forma de caudalosa catarata, aunque por lo visto en la actualidad no era más que un arroyuelo de escasa profundidad. ¿Y acaso no podía haberse secado en los siglos transcurridos entre la aparición del Salvador sobre la tierra y nuestros tiempos?

Aquellas elucubraciones cristianas lo tranquilizaban. Estaba haciendo el bien. Los restos indecorosos de aquellas tribus perseguidas no habían desaparecido del todo, los veía pulular aún en París a diario. Hablaban una jerga políglota, tenían un hambre melancólica grabada en sus rostros extranjeros y cedían a extravagantes arranques que los llevaban a preguntar como locos, como si no toleraran una negativa. ¿Qué temían que se les negara? La normalidad, suponía, todo lo que les habían arrebatado. Sin embargo, allí no eran personas normales; ni podrían ser jamás como aquellos sefardíes de antaño que se habían afincado en Francia desde el siglo XV, franceses ya hasta los tuétanos y tan aceptables como el que más. El barón había invertido su dinero en el centro de ayuda a los desplazados a condición de que posteriormente se cerrase; en cinco años no debía quedar un solo judío extranjero en París. Y lo había ubicado en el Marais porque allí era donde los extranjeros se quedaban.

Rara vez visitaba el lugar, pues le provocaba un profundo rechazo; imaginaba que conservaba el viejo olor a carne sacrificada de manera ritual, por más que reconociera que era una estupidez, e incluso un prejuicio impropio de su generosidad y sus actos públicos de misericordia. La gestión del centro la había dejado en manos de su director, un polaco apellidado Kleinman, que era también un desplazado y se había encargado de contratar y formar al resto del personal, compuesto por cinco hombres y cinco mujeres. Kleinman fue quien ideó la separación en cubículos, a fin de que cada entrevistador pudiera ofrecer privacidad a los afligidos que acudieran en busca de ayuda. A menudo lloraban tras las mamparas. Cuanto más gemían, antes solían desaparecer. La dificultad no residía tanto en sacarlos de París, por supuesto, como en que los admitieran en otro lugar. La Terre Sacrée, la región que estaba en manos de los judíos, aguardaba con las puertas y los brazos abiertos. En cambio, no se entendía que una persona normal quisiera vivir a los pies de un árido Gólgota y a orillas de un Jordán seco, ¡pero es que aquella gente no era normal! Se habían ido allí en desbandaba, como si fuera la bendición que les concedía su dios maltrecho y medio olvidado. Muchos, pero no todos: los más contumaces eran también los más dados a sufrir alucinaciones de reencuentros sentimentales con parientes fantasmales diseminados por toda la dura faz de la tierra. Guardaban de pie, pacientemente, las largas colas y entraban a los cubículos aferrados a pedazos de papel apergaminados que de algún modo se habían conservado durante décadas, en los que figuraban antiguas direcciones remotas de familiares distantes que apenas recordaban de la infancia. ¿Existían realmente esos parientes soñados? De vez en cuando conseguía desenterrarse a un presunto primo, o a los hijos de dicho primo, en Buenos Aires, o en Cincinnati, o en Estocolmo, o en Melbourne, o en Santo Domingo, o a saber dónde. Kleinman, tan obstinado como esos buscadores esperanzados, había cosechado unos pocos éxitos. Y si no, como último recurso, siempre quedaba Palestina, la región que estaba en poder de los judíos. Para empezar hubo que lidiar con el galimatías de las colas y a tal fin Kleinman encontró a su equipo multilingüe en las calles veteadas del Marais. No le duraban mucho, ya que ellos también tenían el corazón en otra parte. Incluso Kleinman había avisado de que pronto se marcharía, nada menos que a San Antonio, un lugar que debía pertenecer a España pero en realidad estaba, por absurdo que pareciera, en el estado norteamericano de Texas.

A las cinco y media de aquella tarde de lunes, el barón pasó a buscar las últimas cuentas. Kleinman las cuadró: solo en la última semana, habían mandado veintitrés desplazados a Río de Janeiro, dieciocho a Roma (como lugar de paso, eso sí) y cincuenta y uno a Israel. ¿Y a Nueva York, cuántos? Los de costumbre.

La jornada había terminado; el personal se había ido a casa. Kleinman se caló el sombrero. Se había quedado a barrer los pedazos de papel arrugado que la gente tiraba al suelo en su desesperación; muchas de aquellas antiguas calles, demasiadas, resultaban ser callejones sin salida. El barón examinó al hombre adusto y descarnado: con aquel sombrero parecía un ciudadano corriente. Le incomodaba que su empleado fuera tan alto como él, si bien más delgado de cintura, y que sus ojos fueran tan grises como los de cualquier francés, y que su sombrero tuviera la osadía de parecer casi nuevo, sin duda a costa de los francos del barón. De hecho, señor, le informó Kleinman, las colas empiezan a disminuir, y Lipkinoff, su valioso intérprete de ruso y georgiano —que admirablemente también hablaba gruzínico—, era uno de los afortunados con destino a Nueva York. Así pues, quedarían seis empleados atendiendo los cubículos, cuando a decir verdad con cinco bastaba, al menos por el momento.

—Entonces deja que uno se vaya —ordenó el barón—. No tendré a gente en plantilla inútilmente.

—Sería una lástima —dijo Kleinman en un francés con marcado acento polaco—. Todos están tan necesitados. —Pronunció la erre de pauvre martilleando maquinalmente el paladar con la lengua. El barón no pudo ocultar su disgusto: ese repugnante sonido eslavo era una de las razones por la que existía el Centre des Émigrés: se imponía acabar con esa clase de agravios. El barón estaba convencido de que se necesitaban varias generaciones para que el idioma francés alcanzase la pureza, y París, y ni que decir la propia Francia, se veían mancilladas por desagradables gorgoteos y traiciones.

De uno de los cubículos en penumbra salió un sonido grave, algo entre un arrullo y un hipido.

El barón trazó con los pies un pequeño círculo como muestra de irritación.

—Pensaba —dijo de mala manera— que toda su gente había terminado por hoy.

—Así es —dijo Kleinman.

—¿Está seguro? He oído algo.

Escucharon. La mirada del barón parecía penetrar en las frágiles mamparas que desfilaban en hileras geométricas hasta la pared del fondo, donde los ganchos de carnicería oxidados sobresalían como guadañas.

—Tal vez haya un rezagado —dijo Kleinman—. A veces...

Pero se interrumpió al ver que el barón se ponía como la grana.

—¿Qué quiere decir «un rezagado»? El inmueble debe desalojarse por la noche, eso es responsabilidad suya.

Kleinman se debatió sin saber qué decir, pero pensó que cinco semanas después lo recibiría la anciana señora Davis, cuñada de una tía abuela recién descubierta, fallecida hacía mucho. La señora Davis había firmado un papel en su nombre y ya no tendría que dar cuentas al barón nunca más.

—A veces, señor —dijo—, cuando acaban de llegar a la ciudad, cuando están desorientados y no tienen un lugar donde dormir... Guardo aquí una manta para que el suelo no esté tan duro, no tiene nada de malo...

—¿Conque ha montado un hotel en mi centre?

—No, no, solo ofrezco un techo a veces, porque tampoco se contradice tanto con el propósito...

—¡Esto no es una casa de acogida para vagabundos! —vociferó el barón, y volvió a recorrer el aro que seguían sus pies. Entonces vio a la mujer saliendo del cubículo del fondo, sollozando.

—¡Lili! —exclamó Kleinman—. ¿Ha ocurrido algo, estás bien? ¿Qué pasa, estás enferma? ¡Dime!

Sin embargo, fue el barón el que habló.

—¿Es de tu gente?

Ella guardó silencio. Llevaba puesto el abrigo, que tenía el cuello mojado.

—Muy bien, pues en adelante prescindirás de ella.

—Señor, es una empleada excelente en todos los sentidos.

—Esta mujer se estaba escondiendo. ¿Qué mujer normal se esconde? Y encima llorando a moco tendido. Aquí no queremos a una llorona que aliente a los que hacen cola para que haya un diluvio. —En este punto, el barón sonrió—. Porque aquí no hay Noé. No soy el Noé de nadie, Kleinman, y este lugar no es un arca, ríest-ce pas?

No, no es un arca, pensó Kleinman. Más bien una tolva. Un sifón. Antes de la guerra, antes de la embestida, había sido estadístico en una reputada empresa de seguros, tenía mujer y dos hijas. Ahora estaba solo. La señora Davis le había prometido el puesto de contable en el consultorio dental de su nieto. De joven, antes de casarse, antes de la embestida, Kleinman disfrutaba viendo las películas de vaqueros, con las reses, los cactus, los caballos, el cielo. Sabía cuántas posibilidades había en Texas.