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Iris no era la primera ayudante de Montalbano. Anteriormente había reclutado —«empleado» no se adecuaba con exactitud al caso— una larga lista de ellas, sobre todo en Milán, donde además se benefició de contar con una serie de entusiastas de pelo y ojos oscuros. Una a una las fue perdiendo; las más vengativas tenían por costumbre informar de ciertos aspectos de sus prácticas a las autoridades. No importaba: conservaba siempre un «fondo navideño», que en el argot de Pittsburgh es la cuenta bancada reservada para eventualidades concretas, y de la que echaba mano para untar a los funcionarios competentes y evitar castigos peores que una multa. Italia era laxa en este sentido, a diferencia de París, y más aún de Lyon, donde reinaba un ambiente más severo. Sin embargo, Iris era su primera ayudante norteamericana, y tan rubia como Patsy y Mary Alice, las dos hermanas que le habían precedido, aunque con una diferencia crucial: Iris irradiaba un aire de indulgencia, una gran expectación, e incluso la sensación de estar en deuda con ella, como si mereciera que la recompensaran por sus logros. Se sorprendió al constatar que era virgen. No era ninguna cría, pasaba de largo los veinte. Creyó que se trataba simplemente de cierta mojigatería común en Estados Unidos, distinta de la europea, más fundada en la duplicidad que en los principios. Había visto en Patsy y Mary Alice ese desenfreno reprimido antes de que se casaran; no dejaban traspasar los límites y enloquecían a sus novios, que abandonaban a las tres de la mañana con las braguetas abultadas, mientras ellas se iban a la cama riéndose, con los dientes manchados de carmín y los labios hinchados.

En Iris no había risas, no había provocación, por lo menos con él; la gratitud la amansaba. Por el contrario, se entregó completamente en serio, igual que si acometiera una asignatura difícil en la escuela, queriendo hacerlo bien. Se puso rígida como un cadáver... ¿Acaso la primera vez que la vio no había creído que estaba muerta? Eyaculó demasiado rápido, le dio rabia. Era como si Iris no tuviera instintos y hubiera que enseñarla, o como si dentro de su cabeza oyera otras instrucciones. En esas ocasiones hablaba de su hermano y de la mujer de su hermano, preguntaba si todo el mundo hace el amor igual.

—¡Caray, para qué crees que sirve la anatomía humana! —le decía él.

—No, quiero decir si alguien ha sufrido lesiones —aclaraba ella—, si el cuerpo de una persona queda destrozado para siempre y le falta un miembro o tiene un agujero donde no debe, ¿no cambia eso el modo en que uno siente?

—Mira, nena —le dijo—, el único agujero que importa está donde tiene que estar...

Ni siquiera entonces se reía. Aunque le dijera guarrerías no se reía. La había acompañado a aquella espantosa pensión, donde había una casera que hablaba a gritos y soltaba palabrotas, pero su hermano ya había desaparecido.

En la cama —ella seguía considerándola su cama— lo ponía nervioso por momentos. La había tomado por una de esas chicas estadounidenses con dinero que se dejan el pelo largo hasta la cintura y siguen el último grito exótico en boga, a veces un cantante africano, a veces un cineasta griego, porque París se deja llevar por modas pasajeras. Hasta el momento se había apartado de las chicas estadounidenses, un hombre con cuatro hermanas en su Pittsburgh natal tiene motivos de sobras, pero a esta se la había encontrado borracha al traspasar el umbral de su casa, así que no pudo esquivarla ni pudo echarla en aquel estado. Le dio asco el olor. Su madre había olido así toda la vida, porque cuando su padre se fue empezó a trabajar en uno de esos bares restaurantes que son más bares que restaurantes. Sus vestidos de algodón salían de la lavadora apestando a cerveza. Se quedó pasmado cuando acogió a la chica con la condición de que no hubiera más botellas y ella dejó de beber al instante, como si nada. Eso escapaba a su capacidad de comprensión, y también a su experiencia anterior. Nunca fue capaz de conseguir que Alfred lo dejara; ni Alfred ni nadie, en realidad: un borracho es un borracho.

Lo entendió el día que fueron a buscar al hermano.

—Se acabó —dijo Iris.

—¿El qué se acabó? —preguntó él.

—Lo que me había propuesto.

—¿Y qué era lo que te habías propuesto?

—Que volviéramos a querernos como nos queríamos en casa. Vine aquí para que se sintiera mejor, y no solo gracias al dinero. Y no quiso, no me necesitaba, porque ya tenía a Lili.

Era una mujer de proyectos. Se asignaba tareas, seguía un plan. Tenía una mente científica; dejó entrever que su padre se dedicaba a algo relacionado con la química, con los plásticos. Llegó a la conclusión de que en su caso el vino había sido una vía de escape deliberada, así como lo fueron los devaneos de Freud con la cocaína, por poner un ejemplo. Fallido el proyecto del hermano, se dio al vino, sondeando la sensación y los efectos que ejercía en ella; pero al tocar fondo, después de estallar en flor, después del descenso, no hubo nada. Estupor, lagunas, sueño. Quedó tendida boca abajo, como un cadáver, al otro lado de su puerta. Él le pidió que lo dejase y ella lo dejó. Así de tenaz era. Primero su hermano, luego el vino, y ahora debía abrirse de piernas para cumplir con él. Vio que se proponía satisfacerle, se metía en faena con diligencia, como si fuese un trance que hubiera que superar, una prueba que requería culminar con éxito. Estaba convencida —¿de dónde habría sacado semejante idea?— de que tenía que haber ruidos, pequeños gemidos, jadeos. Incluso gritos de liberación.

En la clínica era eficaz y emprendedora. Un día se personó allí una pareja de gendarmes que pidió examinar sus tarjetas de visita; solía ser el primer paso, él ya sabía lo que vendría después. Sospechaba de la portera, aunque bien podía tratarse también de algún cliente contrariado. Por lo general sus pócimas eran inocuas, pero lógicamente de vez en cuando a alguien le salía un sarpullido, o incluso se habían dado males mayores. Tenía los medios para tratar la reacción, cualquiera que fuese, pero en ocasiones no lograba atenuar el resentimiento. Los gendarmes volvieron con argumentos más amenazadores. No podía ver a la policía y se quedó escondido, mientras Iris, gesticulando en el umbral con los rudimentos de francés aprendidos en la escuela (de los que él apenas oyó un par de palabras), los convencía para que se fueran.

Al marcharse sonreían de oreja a oreja y la visita no volvió a repetirse.

Le preguntó cómo lo había conseguido.

«Igual que lo habrías hecho tú —dijo ella—. Con paparruchas.»

Así se medían la admiración y la confianza que depositaba en él. Admiraba y confiaba en el trato que daba a sus clientes. No por lo que les hiciera masticar o tragar, o por lo que les aconsejara frotarse en la piel o restregarse entre los dedos del pie; era por cómo ponía en funcionamiento la imaginación de sus pacientes. Que, en buena medida, no era más que el funcionamiento de su propia imaginación. Sus paparruchas —como había empezado a llamarlas casi desde el principio— no eran más falsas que la naturaleza misma. La naturaleza era el verdadero chamán; Iris se daba cuenta de eso, lo comprendía después de haber observado las transmutaciones que se producían en los vasos de precipitados y en los viales, de líquidos a sólidos, de sólidos a gases, de gases nuevamente a líquidos, al ver mohos inertes en placas de petri que florecen de la noche a la mañana, al ver crecer cristales. Ni una sola de las anteriores era tan inteligente como ella; en la larga lista de chicas alegres instaladas en esta o aquella ciudad, todas sexualmente flexibles, ni una sola era dada a prestar la mínima atención a los quejidos espectrales. Paparruchas, dijo ella, y él captó a qué se refería y se sintió halagado: naturaleza, intuición, inventiva. Y a veces fraude, ¿qué tenía de malo, si caían unos francos y unas liras, y dispensaba además un poco de alegría pasajera? No había esperado que mostrase tanto interés en los francos y las liras, seguía viéndola como la niña rica de California, hasta que recordó que de no ser por él estaría en la indigencia. Guardaba su billete de vuelta en un cajón de la cocina, entre las espátulas y los cazos pegajosos con que preparaba las pócimas, aunque él imaginaba que estaba más que caducado. Era algo que tenía en común con él, que siempre llevaba un aro con llaves medio oxidadas de varios cuartuchos de Pittsburgh tintineando en el bolsillo. Ella nunca escribía a su padre, aunque lo mencionaba con bastante frecuencia. Dio por hecho que, como todo lo demás, Iris era efímera, estaba de paso. No duraría.

Entretanto ella confiaba en él, y él confiaba en sí mismo. Confiaba en que sus apremios pronto la ahuyentarían. Ella confiaba en que no tardarían en estar juntos en la cumbre helada de una de las imponentes montañas de los Alpes, o a orillas del lago de Como. No impidió la invasión de su boca. Le enroscó un mechón de pelo alrededor de la muñeca, un grillete escurridizo. El resto de ella, sin embargo, era un enigma: desnuda bajo su desnudez, yacía como un molde pompeyano inerte en la cama, la misma que ocupó sola mientras los gemidos y los maullidos y los bramidos solemnes del hermano al hacer el amor y de los sueños espantosos de la mujer llegaban hasta sus oídos. Y cuando por la noche los embistes ciegos del miembro del curandero la golpeaban una y otra vez en lo más hondo de sus entrañas, no acertaba a distinguir un grito del otro.