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La monserga de Marvin, la bravata de Marvin, con todas sus contradicciones y vulnerabilidades en evidencia. La brutalidad de su lenguaje, incluso cuando se creía el colmo del refinamiento. La desagradable condescendencia de siempre. Una confesión involuntaria de desesperación: su hijo era un caso difícil, en pocas palabras. Y aun así, con un gesto de su mano señorial, pretendía embarcarla de nuevo en un viaje.
Marvin apuntaba alto. Qué feliz le hubiera hecho —le dijo Bea durante la pausa del almuerzo en la sala de profesores a la señora Bienenfeld, que daba clases de historia —ser descendiente de un Borbón, o incluso de un Borgia, aunque con un Lowell o un Eliot se habría conformado. Por desgracia, era nieto de Leib Nachtigall, un pobre paleto emigrado de una miserable aldea de la provincia de Minsk, Bielorrusia. El pobre Marvin no guardaba ninguna relación con el zar de todas las Rusias, a menos que quisiera citar cierta conexión negativa: el abuelo Leib había escapado al servicio militar obligatorio del zar viajando de polizón y desembarcando en Castle Garden, sin más equipaje que una andrajosa bolsa de cuero, para emprender su andadura en el Nuevo Mundo. Marvin, el milagroso Marvin, era el milagro obrado por la milagrosa América. A estas alturas era un californiano devoto. Y lo más admirable era que fuera conservador; republicano, de hecho, un reaccionario, ¡un Borbón o un Borgia estadounidense! O, si se insistía en bajar un peldaño en el escalafón, un Lowell o un Eliot. Y, si de verdad tenía que bajar más, apenas un poco, resultaba que se había casado con una Breckinridge, la hermana de un compañero de clase en Princeton, cuya sangre azul satisfacía las exigencias de Marvin. La joven tenía parientes en el Departamento de Estado.
Nueva York rara vez conseguía atraerlo, salvo por algún que otro viaje de negocios o los dos funerales a los que acudió con casi una década de diferencia, primero el de su madre y luego el de su padre. Bea no conocía al hijo de Marvin. Había visto a Iris solo una vez, la única ocasión en que Marvin llevó a su mujer y a su hijita al Este para asistir a una reunión de antiguos alumnos de su promoción. Iris y Julian; Bea a veces pasaba apuros para recordar sus nombres. Cuando nació Julian mandó un regalo y la mujer de Marvin acusó recibo cortésmente; «Muchas gracias por la enhorabuena, seguro que el pequeño Julian disfrutará de la preciosa jirafa», o algo por el estilo, en un papel de carta que atufaba a perfume y ostentaba un ridículo blasón en el margen superior izquierdo.
A pesar de todo, Marvin conservó el apellido de los antepasados, mientras que Bea se lo cambió, por deferencia a sus alumnos: no soportaba el maltrato que las laringes de aquellos grandullones de Nueva York le daban a su Nachtigall. Todo fueron graznidos, gárgaras y estornudos hasta que optó por rendirse; a Nightingale, sin embargo, tampoco le faltaron réplicas absurdas. La señorita Piolina. La señorita Lorito. La señorita doña Urraca.
La señorita Petirroja; este mote en concreto suscitó risas por lo bajo, bufidos y silbidos, además del dibujo clandestino en la pizarra de un pájaro gordo con gafas y un par de protuberancias en forma de globo. A modo de sanción, les pidió a los graciosos de turno que memorizaran «A una alondra» y puntuó el recitado. ¡Qué bajo había caído! La poesía convertida en castigo. ¿No se suponía que el viaje de aquel verano había sido un antídoto contra todos esos sinsabores, una indulgencia bien merecida?
«Pero figúrate —le dijo a la señora Bienenfeld—, está insistiéndome para que me marche de nuevo, cuando apenas acabo de volver a casa. Chasquea los dedos y espera que le obedezca sin chistar. Como si yo no tuviera vida propia...»
¡Y el membrete de la carta! De una California aún en mantillas, aquel blasón grandilocuente: un escudo de plata con dos espadas cruzadas elevándose de un río de verdes aguas. Un tributo al linaje de Margaret, que Marvin había encontrado en un libro de heráldica escocesa.