33
Un hombre pobre acudió a un rabino conocido por el buen juicio de sus consejos.
—Vivo en una mísera casucha con mi esposa y siete hijos —se lamentó el hombre—, y mi mujer está a punto de dar a luz otra vez. Vivimos tan hacinados que casi no tenemos espacio para movernos, y soy demasiado pobre para acceder a una vivienda mejor.
—¿Tienes corral? —preguntó el rabino.
—Mi mujer cría unas pocas gallinas escuálidas y vende los huevos por unos pocos peniques.
—Entonces mete las gallinas dentro de casa.
El hombre hizo lo que le pidió, pero al cabo de una semana volvió, más afligido que antes.
—Rabino —gimoteó—, ¡la vida en nuestra casa es insoportable! Las gallinas corretean por todas partes cacareando, los niños gritan y las persiguen, y el mero hecho de respirar se hace imposible.
—¿Tienes una vaca? —preguntó el rabino.
—Mi mujer cuida de una vaca esquelética, y la poca leche que da la vende por uno o dos peniques.
—Entonces mete la vaca dentro de casa.
Y así fue, semana tras semana. En la casa entraron las gallinas, un caballo que les prestó un vecino, un buey que les dejó un granjero, un perro sin amo y, por último, una oveja descarriada.
—¡Rabino! —suplicaba el pobre hombre—. La vida es peor que nunca. Ya ha llegado el recién nacido, los niños se pelean a codazos por hacerse un lugar y mi infeliz esposa llora día y noche.
—Comprendo —dijo el rabino—. Entonces, ¿vas a hacer lo que te diga?
—Haré cualquier cosa que usted me diga —respondió el hombre en su desesperación.
—Bien. Echa de casa a las gallinas, la vaca, el caballo, el buey, el perro y la oveja. Y cuando hayas hecho eso, vuelve a contarme cómo te va.
El hombre se marchó e hizo lo que el rabino había ordenado.
—¿Y bien? —preguntó el rabino cuando el hombre volvió.
—Rabino, ¡que se derramen sobre usted todas las bendiciones! Gracias a usted nuestra casa es ahora tan amplia y espaciosa como un reino. ¡Ha transformado nuestra choza en un Paraíso en la tierra!
Laura leía en voz alta de un grueso libro para niños, un regalo que les hizo la madre de Leo Coopersmith cuando nació Jeremy, el hijo de los Bienenfeld. Se titulaba Antología de relatos populares judíos y se lo mandó, según rezaba la dedicatoria, en gratitud por la «amabilidad con que trataste a Leo la temporada que pasó con tu familia mientras estudiaba composición musical en Juilliard. ¡Quién iba a saber entonces —había escrito la madre de Leo— el éxito que le deparaba el futuro!». Laura recordaba haber tratado a su primo con respeto reverencial más que con amabilidad, que desde luego no mereció ningún gesto recíproco por parte de Leo, pero ¿eso qué importaba ahora? Desde entonces una generación había vuelto al polvo: los padres de Leo, los de Laura, los de Bea. Y Jeremy pronto cumpliría diecisiete años. Ni siquiera de pequeño le gustaban aquellas viejas fábulas moralizantes.
Laura dijo que había llevado el libro como una especie de broma festiva; el cuento que estaba leyendo, entre las continuas interrupciones de su marido, se titulaba «Cómo hacer una casa grande de una casa diminuta».
Pero Harold Bienenfeld no paraba de burlarse.
—Todo el mundo conoce esa historia, Laura, no hacía falta que cargaras con ese mamotreto. Además, lo que el rabino debería haberle dicho a ese tipo es que tomase algunas medidas para controlar la natalidad.
—En los cuentos populares no existe el control de natalidad.
—También hay otra versión sobre un beduino que mete un camello en su tienda —intervino Bea.
—Claro, y a lo mejor hay una de un esquimal y un iglú —dijo Harold—. ¡Alguna historia judía!
El tema de la velada fue la venta del piano y cómo, sin el objeto monstruoso, el reducido hábitat de Bea se había convertido por arte de magia en una extensión tan despejada y llana como un prado. De pronto hubo espacio para una mesa de comedor amplia y cuatro sillas magníficas, y Bea tuvo la inspiración de celebrarlo con una cena sencilla. Así que allí estaban Laura y el ruidoso, entrometido y vehemente Harold. A Jeremy lo había invitado también, pero se negó a despegarse de lo que Laura llamaba «el ojo de buey», un televisor nuevo con una pantallita redonda coronada con una antena doble de acero. Por extraordinario que pareciese, los Bienenfeld eran los primeros del edificio de la calle Ochenta y cuatro Oeste donde vivían que habían comprado uno de aquellos aparatos.
—Atrae a los chavales del barrio como un perro a las pulgas —alardeaba Harold.
El humo de su habano empezaba a infiltrarse en el elaborado postre de Bea, una tarta de manzana que había preparado según la enrevesada receta que aparecía en el dorso del paquete de harina. Era un hito ceremonial: el ensanchamiento de una habitación puede ser el ensanchamiento de una vida.
—Y, desde que compramos el aparato, Jeremy ni se acerca al piano. No quedó más remedio que soltar a la profesora de piano, aunque es cierto que nunca estuvo satisfecha con Jeremy ni con mi viejo armatoste.
—Yo no daría ni dos centavos por ese pedazo de chatarra —dijo Harold—. Y dime, Bea —la apremió—, ¿cuánto le sacaste a aquel estrafalario elefante blanco que tenías aquí?
—Pues más de lo que esperaba, la verdad —dijo ella—. Estaba en buen estado, teniendo en cuenta que cuando nosotros lo compramos no era nuevo. El comprador estaba encantado.
Aquel díscolo «nosotros» resultó embarazoso. Rara vez hablaba de Leo, ni siquiera con su prima Laura. Y esta tampoco solía mencionarlo, aunque se le ocurrió, demasiado tarde, que aquella noche había sido indiscreta, porque seguro que Bea recordaba quién le había mandado el libro de cuentos y la dedicatoria.
—¡Por como lo dices, te has forrado! —dijo Harold.
Aunque no llegara a forrarse, desde luego un buen dinero le había caído como llovido del cielo. ¡Leo sabía escoger pianos! Nunca había sospechado el verdadero valor del instrumento o cuánto aumentaría con el paso del tiempo. Y si el piano abandonado de Leo valía tanto, ¿cuánto costaría su sacrosanto Blüthner? «Mi premio. Un tesoro.» Bea comprendió, sin embargo, que no se refería al dinero. Tampoco ella pensó en el dinero al deshacerse del piano de cola: había usurpado su boda. Un matrimonio en el que no hubo boda, y al final no hubo nada de nada. Y lo que era peor, el pesado piano de cola había lastrado su vida durante años, limitando su órbita. ¡Ahora era ligera! ¡Ligereza y libertad de acción! ¡Ligereza y amplitud de movimientos, la ligereza del infinito! ¡Era una bailarina que recorría como una pluma un escenario vastísimo, un pez en un mar inconmensurable!
En cambio Harold tenía el dinero metido en la cabeza: siempre quería saber el precio de las cosas. El nuevo televisor ahora costaba una fortuna, dijo; se alegraba de que Laura y él pudieran permitírselo, porque tenían dos sueldos, pero pronto otra gente empezaría a comprarse sus propios aparatos, cada familia tendría uno de propiedad, del mismo modo que en cada casa hay una radio y un teléfono, solo era cuestión de tiempo... En cambio con un piano seguro que era distinto, ahí no interviene la tecnología, nada que ver con los tubos de vacío, más bien se trata de un mueble, así que vamos, Bea, no te lo guardes, ¿cuánto sacaste por él?
Harold era desesperante, pero, según las reglas de la hospitalidad doméstica, era un tedio inevitable si quería invitar a Laura. Bea rara vez aplicaba esas reglas, ¿dónde iba a meter a las visitas? Incluso Iris parecía incómoda la única noche que pasó allí, y para Bea, que ocupó estoicamente la grieta de su viejo y maltrecho sofá cama junto al piano de cola, fue un tormento soportar los débiles olores de rancios agravios mezclados con el aroma a limón de la cera. Había citado a Laura esa noche para que presenciara el destierro de los malos humos de antaño, el destierro de Leo. Laura era la única que sabía que el piano de cola encarnaba a Leo, y también ella había soportado los menosprecios de su primo. Aun así, en aquellos tiempos lejanos, casi recibía con gratitud los zarpazos de Leo, porque creía que a los artistas debía permitírseles todo. Leo era pariente suyo por parte de padre, la rama artística de la familia, aunque Harold cuestionase el valor de las ramas artísticas.
—Ese ex marido tuyo, Bea —volvió a la carga—, probablemente sea uno de esos rojos que corren por Hollywood, al estilo de Dalton Trumbo. McCarthy no da abasto para quitarlos de en medio...
—Basta, Harold —dijo Laura—. Bea no mantiene ningún contacto con Leo desde hace siglos, cómo va a saber esas cosas. Además, Leo es apolítico. Lo único que le ha interesado en la vida es la música.
—Quizá haya cambiado. Esas películas bélicas que solíamos ir a ver, con toda su carga patriótica, estaban hechas básicamente por comunistas. Eran propaganda soviética.
—Pero entonces los rusos eran nuestros aliados, además, ¿qué tenía Van Johnson de soviético, vamos a ver? Aún sigo enamorada de Van Johnson, ¿tú no, Bea? —Laura le lanzó una mirada salvadora y cambió de tema—. Por cierto, ¿has recibido ese aviso en la escuela, lo del mes que viene?
—No —dijo Bea.
—Lo dejaron en todas las taquillas del profesorado.
—No he mirado la mía desde que he vuelto.
—Ay, Bea, últimamente estás muy descuidada. Bueno, pues parece que los profesores tendremos que firmar juramentos de lealtad...
—¡Juramentos de lealtad! —se burló Harold—. Qué pasa, ¿que todos esos rojos no saben mentir? Bea, tendrías que haber mirado debajo del capó antes de deshacerte de él.
—¿Qué capó?
—Bueno, como se llame la parte de arriba. La tapa, ¿no? De ese juguete gigante que vendiste. A lo mejor había un mapa de los espías rusos ahí escondido, nunca se sabe.
Era la idea que Harold tenía de una ocurrencia. Empezó a cortarse otro pedazo de tarta de manzana, pero Laura recogió el bolso y la Antología de cuentos populares judíos y se dieron las buenas noches. «Cuando Harold se marche —pensó Bea—, se marcharán también las gallinas, la vaca, el caballo, el buey, el perro y la oveja.»
Laura se entretuvo en el umbral unos instantes.
—Ese viejo trasto no te hacía ningún bien, Bea —cuchicheó—. En cambio ahora podrías organizar un baile...
En el salón casi desnudo, el pelo de la alfombra seguía cruelmente aplastado en el lugar donde habían estado clavadas tanto tiempo las garras de bronce del instrumento. En el tejido se dibujaba apenas una mancha parduzca, plana como una sombra, en forma de piano.