14
Por decisión de Iris, Julian guardaba cama. El resfriado iba a peor. Tenía fiebre; dormitaba, se despertaba, dormitaba de nuevo. Bea apenas lo había visto.
—Tendrías que mantenerte al margen —le dijo Iris—. Está tremendamente irritable, no soporta estar enfermo. En casa era siempre así. Nadie se podía acercar a él.
—¿No debería verle un médico? —Bea en el papel de tía.
—Lili sabe lo que hay que hacer, sabe mucho. Le prepara una especie de ponche de huevo cada noche, para la tos...
Así que se quitaban a Bea de encima, la rechazaban, mientras la otra —Lili— permanecía invisible. Tenía su empleo, pasaba todo el día en el trabajo y volvía por la noche. Su «empleo», su «trabajo», como si Lili fuera de alguna utilidad en aquella deslumbrante metrópolis caracterizada por la impenetrabilidad de sus habitantes. Ella no pertenecía a ninguna parte, estaba perdida, iba dando tumbos. Julian se había unido a ella, o ella a él. Más aún, dependía de ella, ella lo mantenía. Las cosas estaban peor incluso de lo que Marvin imaginaba, porque su hijo vivía a costa del salario de una mujer, por precario que fuera.
—Entonces volveré cuando esté un poco mejor —dijo Bea—. ¿Por la mañana?
—Por la mañana no, es demasiado pronto.
—Pero ¿me avisarás? No voy a quedarme muchos más días. Y pasaré la mayor parte del tiempo en la habitación del hotel.
—Qué pena —dijo Iris—. Estás en París, ¿por qué no sales y ves cosas?
¿Era malicia o indiferencia? ¿Acaso la chica pensaba que había ido allí otra vez de vacaciones?
—Es a Julian a quien quiero ver —dijo.
—Julian está bien.
—Estoy bien —retumbó una voz ronca desde una habitación apartada—. Dile que se vaya, ¿me haces el favor?
Dos hermanos «a partir un piñón». Sin embargo, eso había sido hace mucho. Ahora los unía algo más inmediato, un conciliábulo reciente, un pacto que había que ocultar a Bea por encima de todo.
Era un trastorno. Se sentía agobiada, no soportaba la habitación del hotel y la tarde apenas había empezado. Tenía París a sus pies, todo París, ¿y de qué le servía París en ese momento, a pesar de su historia antigua y sus luminosas calles otoñales?
Le preguntó al joven recepcionista del hotel dónde estaba el cine más próximo. El muchacho rebuscó bajo el mostrador y desplegó un folleto arrugado.
—¿Qué película desea ver, madame?
—Cualquier cosa.
—¿Una película norteamericana?
—No importa.
—Vientos susurrantes es muy popular. La pasan en dos cines: uno en la rué Mouffetard, el otro en el Marais. Al Marais no vaya, madame, no es un barrio agradable.
¿No era agradable? En tal caso casaría bien con su estado de ánimo, con sus furias. Se aferró a esta opción como si un horóscopo hubiera predicho el azote de la recurrencia: inevitablemente Leo volvía a empujarla hacia delante, del mismo modo que en Nueva York la lanzaba de marquesina de neón en marquesina de neón en pos del estado de ánimo de su antiguo marido, en pos de su falsedad. ¡Las furias de Bea allí, y ahora aquí! La repudiaban, ¡cómo la estaban embaucando aquellos dos hermanos, unidos a partir un piñón, para librarse de ella y mortificarla!... Una vez más, los ojos sellados con fuerza en otra caverna sucia, las luces del techo no del todo atenuadas, el gruñido de la cabina de proyección, congestión, sudor humano confinado, crujir de envoltorios, inquietos murmullos alrededor, ¿qué decían? El estúpido barco en tecnicolor se quemaba en alta mar, los amantes se aferraban aterrados a un mástil partido, absurdos gritos galos se les escapaban de la boca segundos después de que sus labios hubieran dado forma a las palabras... En la rué Mouffetard la película no estaba doblada. De golpe los párpados se le abrieron, dejaron de obedecerla, y ya no pudo apartar la mirada de las imágenes llameantes, escenas de colores chillones que estallaban ante ella, mientras la música se disolvía, y los peligros imaginarios de la pantalla se entreveraban con platillos y trompas tempestuosos y con el estrépito de los tambores, ¡las idioteces de Leo!
Se volvió para encararse a la multitud que entre una oleada de risas masticaba y se revolvía en los asientos exhalando olores malsanos; individuos demasiado mundanos, demasiado golpeados para dejarse impresionar por el espanto artificial. Y media docena de filas por detrás de ella vio, o creyó ver, a la mujer del Luxor, los grandes almacenes donde el pasado mes de julio había pasado flotando la etérea maniquí perfumada. ¿Era la misma cabeza iracunda de rizos negros alborotados? ¿O todas aquellas cabezas risueñas y ultrajadas eran iguales?
En la calle comprendió dónde estaba. Había ido a parar al barrio de los desplazados. Saturaban las aceras, discutían, se encogían de hombros, reían. ¡Siempre con aquella risa irónica! Se reían de las películas baratas, se reían del tiempo que hacía, se reían de la grandiosidad, se reían de la ausencia de grandiosidad. Allí no había nada grandioso, todo escaseaba y se agotaba. Eran las cinco y media, el sol aún se reflejaba en los escaparates de las tiendas; de una cafetería no más grande que un tenderete salía un olor a repostería mezclado con el aliento de los insomnes. La calle estaba atascada de coches, con sus pequeñas cúpulas chatas, y entre ellos ni un solo taxi. Había llegado en taxi, ¿cómo si no tratar de descubrir los rincones perdidos de París? Un remolino difuso de lenguas y nadie a quien poder preguntar; pero si seguía caminando, ¿no habría un autobús? Qué perversidad haber corrido detrás de Leo por segunda vez en tan poco tiempo, y más en una ciudad lejana. Qué perversidad por parte de Leo haberla perseguido hasta el otro lado del océano. La había llevado hasta aquel lugar alucinógeno donde la mujer del pelo encrespado del Luxor y los mostrencos que la acompañaban se multiplicaban como locos, echándose a la calle desde las tiendas y apiñándose para charlar formando barricadas en las aceras. Las palomas les aleteaban en los pies y picoteaban en los desperdicios de mondas y cortezas, saltando sin temor: ni siquiera un pisotón repentino las asustaba al punto de echar a volar. Pájaros vagabundos sin hogar, con ojos como los de los peces, alimentándose de sobras. «Las tórtolas del Marais», a años luz de distancia de las tórtolas blancas cebadas de la boda de Laura... Julian conocía estas calles, había visto a estos carroñeros humanos saliendo a hurtadillas de las tiendas con los exiguos botines que les permitían seguir con vida, una col, media hogaza de pan. Los conocía, ¿y qué podía significar eso para un chico como él?
Cuando Bea se acercó, una de las tiendas resultó no serlo. Unas cortinas cubrían las ventanas; encima de la puerta, pintado con letras negras en el dintel, un letrero. En ese momento salió a paso rápido de quickstep... ¿era posible? Si la mujer del Luxor estaba en todas partes, ¿por qué no la maniquí perfumada de largos brazos? O Lili, ¿por qué no? ¿Podía ser Lili aquella partícula concreta en la corriente de humanidad urbana? Era Lili, desde luego; o no, seguro que no era ella, aunque bien mirado..., pero el gentío la engulló como unas arenas movedizas.
Bea avanzó arañando el fondo de su bolso en busca de un lápiz, y en el dorso del resguardo de la entrada del cine copió las palabras escritas en el dintel: CENTRE DES ÉMIGRÉS. RUE DES ROSIERS, 24.