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En la terminal, antes de embarcar, Bea trató de terminar la carta para Marvin, descartando una metedura de pata tras otra. O decía demasiado, o —ciertamente— decía demasiado poco. Del esfuerzo le dolía la muñeca; el fino papel de carta del hotel resbalaba a cada momento por los costados del bolso de viaje, la superficie improvisada e inestable sobre la que escribía, y le preocupaba que la pluma estilográfica se quedara sin tinta. Por último cedió a la acostumbrada brusquedad y lo dejó en un «Carece de sentido seguir aquí. Iris es un enigma y tu hijo no va a ceder». Echó el sobre por la ranura del correo; habían empezado las llamadas para su vuelo. El sello extranjero era grande y llamativo. Iría con el matasellos de París, como debía ser. Llevar la carta consigo, mandarla desde otra ciudad, hubiese sido imprudente.
Había cambiado el billete para aplazar la fecha, pero también eligió otro destino. Marvin no se enteraría, era una temeridad. Un capricho. O más que un capricho, una fuerza que la llamaba. Quedaban algunos días antes de que tuviera que volver a respirar la hediondez asfixiante del aula; Laura estaría impaciente, irritada, esperando a que la liberase de aquellos estudiantes gigantones de largas patillas y bigotes incipientes; debían de estar desternillándose de risa con la señora Defarge y su calceta, aullando en falsetes entrecortados «Esto que hago es mucho, mucho mejor que cuanto hice en la vida», enjugándose el sudor del cuello... ¿Y cómo se las estaría arreglando Laura? Señora Bienenfeld, enséñenos cómo funciona la guillotina, ¡vamos, enséñenoslo con Charlie! Pobre Laura, ¿conseguiría apañárselas para controlar con mirada impenetrable a aquella panda de niñatos crecidos tonteando en sus asientos?
París había sido doloroso, la habían tratado mal, había padecido el rechazo y las ocultaciones de un par de crios. Sin embargo, ahora Bea sabía lo que Iris sabía; ambas compartían ese conocimiento. Ya no era un secreto, Bea lo llevaba consigo. Tenía el poder de divulgarlo o no divulgarlo; poder en cualquier caso.
Fuera estaba oscuro, las cortinas de las ventanillas cerradas. Muchos de los pasajeros dormían, sus caras se aniñaban a la luz tenue de la cabina. El cuerpo del avión vibraba como un diapasón, obediente al impulso del gran cuarteto de motor. En apenas unas horas se librarían de la noche, la dejarían atrás para traspasar la veta rojiza del atardecer. Las cortinas se abrirían con un chasquido, una lengua lánguida de sol despertaría a los durmientes, y abajo, a medida que la panza del avión descendiera, se elevaría hacia ellos un océano famoso. No el Atlántico que la aguardaba en casa, a cuyas orillas se extendía Nueva York. Iban a aterrizar en California.