31
El tren del doctor Montalbano llegaba a las dos de la tarde. Lili se negaba a encontrarse con él, no era un tipo honesto.
—Pero si ni siquiera llegaste a conocerlo —protestó Iris—, fue solo Julian...
—No es honesto —dijo Lili.
Eran sus últimas horas en el apartamento del doctor Montalbano.
Las tarjetas blancas que habían encontrado diseminadas por todas las superficies útiles, con sus títulos, o lo que quiera que fueran, en hilera uno tras otro como una fila de hormigas..., no era a eso a lo que Lili se refería. Las necedades y las ridiculeces no hacen daño, como tampoco lo hacen el agua y la cerveza cuando hay sed. Una vez, sin embargo, buscando en un cajón de la cocina un batidor para preparar el ponche (luego a Julian le gustaba chupar la espuma, y también le gustaba que ella lo llamara «el mejunje»), Lili descubrió un papel. Parecía una especie de fórmula con tres ingredientes: agua, cerveza y un tercero indescifrable, en el que por un momento creyó leer «cáscara», aunque no estaba segura. En la parte superior del papel se leía, en mayúscula clara, PARA ENFERMEDADES DE LA SANGRE, y debajo, PARA LIMPIAR LOS PULMONES, y debajo, PARA LA JAQUECA, y debajo, PARA HONGOS ENTRE LOS DEDOS DE LOS PIES. El tercer ingrediente que aparecía bajo cada uno de los apartados variaba.
Inmediatamente fue a enseñarle el papel a Julian, que resollaba en el diván.
—Tu amigo, el doctor Montalbano, es mago —dijo Lili—. Así que estamos viviendo en casa de un mago.
—En realidad no es mi amigo. Era amigo de Alfred, y Alfred me juró que Phillip no era capaz de hacerle daño a una mosca. Simplemente echa una mano a la gente cuando lo necesita.
—Ese Alfred está muerto.
—Pero no por culpa de las pócimas de Phillip. Phillip es legal, Lili, basta con ver cómo nos ha ayudado todo este tiempo. Además, no va a ser por mucho más, pronto tendremos que devolverle la llave.
Y ahora que el momento de devolver la llave había llegado, Lili seguía sin querer ver al doctor Montalbano.
—Entonces, ¿por qué no os marcháis los dos —ofreció Iris— y yo espero a que llegue para devolvérsela? Ya me encargo de hacerlo, no me importa.
Julian no creyó que fuera necesario.
—No hace falta, Iris, seguro que tiene otra llave, esta no es imprescindible. Ponía debajo de la lamparita. O, a malas, la portera puede abrirle...
—¿Y que no encuentre nada ni a nadie, después de que hemos invadido su casa y que lo ha consentido sin chistar? Mi vuelo no sale hasta las seis, aún no he acabado de preparar el equipaje y no tengo nada más que hacer. Debería haber alguien aquí para darle las gracias, ¿no crees?
—Estupendo —dijo Julian—. Bonita manera de decirme que soy un grosero. —Inesperadamente, le dio unas palmadas en la espalda—. Bueno, no te quedes en Babia, ¿de acuerdo?
¿Era el último abrazo que le daba a su hermano? Iris le colmó de besos la frente, las mejillas, bajo la barbilla y, finalmente, los hizo estallar en sus orejas hasta que Julian se echó a reír: era excesiva en todo. Iris, con la cara bañada en lágrimas, le recordó que tenía una conciencia.
Los vio marcharse: su hermano, alto y con aquel cuello inexplicablemente grueso, y Lili, menuda, flaca, rara. Una cancioncilla infantil le vino a la mente.
Gordo y Flaco echaron una carrera
dando vueltas a la nevera.
Gordo cayó cuan largo era
y Flaco sacó la delantera.
Aunque pareciera increíble, no iba a ver a Julian nunca más, Lili se lo llevaría lejos: se reivindicaba su dueña, Julian le pertenecía, haría todo lo que ella deseara. ¡Obstinada Lili! ¿Por qué desairaba al doctor Montalbano? Tenía unas ocurrencias que parecían sacadas de una pesadilla, ¡pensar que alguien anotaba recetas de venenos en un pedazo de papel y las guardaba en un cajón de cocina normal y corriente! O, si no se llevaba a Julian lejos, seguirían tal y como estaban, sin moverse de allí, y entonces, ¿cuándo podría Iris volver a esta parcela incandescente de la tierra y sus atrayentes ciudades desconocidas, selladas, resplandecientes, en las que jamás había que aventurarse? Espléndidas estatuas públicas corroídas por el tiempo, espiras, puentes antiguos sobre ríos antiguos... En cambio, ahora la aguardaba la ciudad recién nacida de Los Ángeles, bullendo en el resplandor tropical, un territorio crudo arrancado con gula de una jungla de valles periódicamente arrasados por incendios primitivos. El destino que le correspondía, el futuro elegido: acabar los estudios, licenciarse, y luego... ¡Obligatorio acabar los estudios y lucir la orla! Esa era su vida y siempre lo había sido. Era lo que siempre había querido. Era lo que quería su padre. Su padre... Iris debería hacer frente con valentía a lo que le deparara el futuro.
Tenía la llave en la mano, sudorosa y cerrada con fuerza en un puño. Al fin la dejó en una de las mesitas —justo en medio, donde Lili había puesto el frasco de jarabe para la tos semanas antes; de pronto cualquier gesto invocaba a su fantasma— y recorrió los espacios conocidos, tratando de poner orden aquí y allá, enderezando los marcos de los cuadros, ahuecando los cojines. En la alfombra, al pie del diván, una circunferencia oscura en forma de lago crecido. ¿No era allí donde Julian había derramado en un descuido el ponche de huevo que le preparaba Lili? Iris colocó una silla encima para ocultar la mancha culpable. Por toda presencia quedaba una ausencia. Un consultorio vacío, a la espera de recibir visitas.
En la otra punta de París, a Julian no le sorprendió que su antiguo cuarto estuviera alquilado. Sin embargo, madame Duval le recomendó a su amiga, madame Bernard, que afortunadamente tenía uno vacante porque su inquilino más fiel, un hombre muy pulcro de noventa y cinco años, había muerto en paz hacía poco mientras dormía. No había de qué preocuparse: habían dado la vuelta al colchón y el cuarto estaba limpio y bien ventilado. Aunque las habitaciones de madame Bernard no eran más espaciosas que las de madame Duval, contaban con la comodidad de disponer de aseo en la misma planta. (En casa de madame Duval había que ir al rellano del piso inferior, y luego hasta el final de un largo pasillo.) Madame Bernard puso una única restricción: nada de gatos. Era alérgica al pelo de gato.
—Okey —contestó Julian (hasta ahí podía entender la señora la lengua que se hablaba en Estados Unidos, ni una sola palabra más), y entró tirando de su sobrecargado petate de lona, un armatoste más lleno de libros que de camisas y calcetines. No consintió que Lili lo ayudara. La otra vez, cuando apenas acababan de conocerse y se marchó de casa de madame Duval, ella había insistido en que la dejara cargar el bulto y él cedió, porque pesaba como una tonelada de carbón. Pero ahora era su mujer.