15

Era un espacio largo y estrecho, con el aspecto de una oficina corriente. Una doble fila de cubículos y en medio un pasillo. Altas mamparas trazaban las particiones improvisadas. Bea no alcanzaba a ver por encima de ellas, pero las voces ocultas ascendían en tropel y componían una fuga de cadencias indescifrables, de súplica y desesperación, desesperación y súplica. Y de pronto un mutismo repentino, como si toda la tripulación de un barco dejara de respirar a la vez y entonces, del corazón del silencio, un sollozo rompía como una ola. El lugar conservaba un olor residual de lo que debió de ser anteriormente: una boucherie, por ejemplo, donde colgaban pedazos de res en hileras sangrientas; así parecía confirmarlo una serie de ganchos de carnicería al fondo del local. ¿O serían simples percheros para los abrigos? Tal vez los cuerpos de quienes pasaban penalidades desprendieran aquel olor. Una cola que un rato antes iba desde el vestíbulo hasta la calle se había quedado reducida a una fila de tres o cuatro personas. Los cubículos iban vaciándose.

Bea había entrado furtivamente, pero no como una espía. Una espía se dedicaría a merodear y observar, y luego se esfumaría. En cambio, ella pensaba abordar a Lili al acabar la jornada, tenderle una emboscada a una hora no requerida... Si aquella oficina de consulta era la guarida de Lili (olía a institución de beneficencia pública de alguna clase), ¡allí estaba Bea para capturarla! ¿Y si no lo era? En ese caso toparía de nuevo por error contra el muro de las lamentaciones de Europa, que había atisbado en el cine, entre los espectadores heridos que se reían, las víctimas, los refugiados. Era el mandato de Marvin, el ucase para que viera la maldita realidad cara a cara, aquella turbamulta de gitanos que habían tomado a su hijo como rehén..., ¡a su hijo!

Aquella mañana Iris le había dicho una vez más que se fuera. Julian se sentía un poco mejor, la fiebre había bajado, pero no tenía ni pizca de paciencia para mantener una conversación... Bea no mencionó lo que había visto en la rué des Rosiers, ¿para qué? Iris lo tergiversaría.

El quejido de una silla que alguien empujaba hacia atrás. El hombre del cubículo del fondo asomó de pronto por encima de la mampara; durante un instante su cabeza apareció, desmembrada del cuerpo. Cuando el hombre salió, Bea vio que llevaba un traje de calle raído con un chaleco que le iba grande. Usaba bastón y cojeaba. O no, no era una cojera, sino más bien una pequeña reverencia arcaica, en la que intervenían los hombros y las rodillas, y que lo dignificaba sobremanera. Le daba un aire de juez o de senador. Pensándolo bien, si era una cojera, al parecer tenía una pierna varias pulgadas más corta que la otra. Tendió una mano ceremoniosa a la mujer del cubículo, murmurando unas palabras que sonaron a alemán. U holandés. O tal vez fuera otra cosa. Le faltaban dos dedos. Habían sido amputados, pero ¿cómo, dónde, por qué?

El hombre fue el último en marcharse. Al ver su espalda repentinamente sumisa, Bea no logró discernir si había sacado algún provecho de su visita, pero desde luego no vio ni rastro del juez o del senador: el traje estaba demasiado gastado.

Un crujido de papeles; se apagó una lámpara; la mujer salió con paso rápido, y Bea le salió al paso.

—Lili —la llamó.

Se preguntó si la reconocería. ¿Era probable, teniendo en cuenta que le habían dado largas apenas minutos después de haber pisado el cavernoso apartamento? Iris fría, Julian hiriente. Poco ayudaba —de hecho empeoraba las cosas— que Iris hubiera aventurado una promesa («En otra ocasión, cuando Julian esté en mejor forma», le dijo), mientras Lili, vestida con su camisa de hombre, permanecía callada; Lili mantenía su paz recóndita. Desde aquel silencio había mirado a Bea fijamente, con aquellas dos ranuras sagaces hundidas en la trinchera que se abría entre sus ojos. Una senda turbulenta que parecía escudriñarlo todo por su cuenta, aunque fugazmente.

Y las manos de Julian cubriéndole los pechos.

—¿Te manda Iris? —Lili contestó con calma—. Pero Julian está bien, ¿verdad? Anoche ya estaba mucho mejor.

Hablaba sin alterarse; qué formada y terminada estaba; qué imperturbable y difícil de sorprender. Estaba acostumbrada a ver de todo y preparada para esperar cualquier cosa. Así era el mundo.

—¿Cómo voy a saber cómo está Julian? Nadie sabe que he venido a buscarte, Iris no tiene nada que ver con esto. No me deja ver a su hermano, desde hace días. —Estaba sin aliento; lista para la pelea—. Si no consigo verle habré perdido el tiempo, nada de esto tiene sentido...

—Ven, siéntate —dijo Lili. Tras la mampara, encendió la lámpara. Una máquina de escribir, pilas de papeles, algo parecido a un libro de contabilidad. El tictac de un pequeño reloj—. Son como niños nerviosos ocultando sus secretos. —Se remangó un poco los puños, como si las mangas de la blusa fueran demasiado largas, y miró a Bea fijamente—. Yo no oculto nada.

—¿Qué clase de sitio es este? He visto el cartel, ¿a qué os dedicáis aquí?

—Vienen aquí tratando de salir, nada más. Has visto en qué estado está ese hombre que acaba de irse. En su país antes era especialista en Goethe. Das Land, wo die Zitronen blühn, «El país donde florece el limonero», ¿lo conoces? Allí los reciben de buen grado.

—Entonces, ¿hablas alemán? —le preguntó Bea.

—Hablamos lo que haga falta. Hay tantas leyes y tantos países; no siempre es posible obtener el permiso. Muchos no dan permiso, y cuando uno permite... —La frente se le arrugó por un efímero instante—. Tu sobrino hace que parezca romántico, lo ennoblece...

No era la conversación que Bea había previsto; de hecho, no entendía del todo lo que le decía. El acento lastrado, un inglés demasiado pensado, rígido, más que tosco. Y de nuevo pensó que era de poco gusto ir en manga larga con aquel calor.

—Pero si le haces vivir con historias de personas así, como la de ese hombre con esos dedos espantosos... —protestó Bea. Y de sopetón le dijo—: Julian es demasiado joven para asimilar tanta tristeza.

—Julian triste, ¡qué va! Teatral, más bien. Y viste qué teatral es, igual que su hermana. Es como un niño en una obra de teatro.

—¿Teatro? Pues su familia piensa que va siendo hora de que se tome las cosas en serio.

El ventriloquismo de Marvin. O no: saltaba a la vista que el chico era pura anarquía.

—Tampoco es que su hermana sea tan seria. Una insensata, un ave silvestre.

—¿No te cae bien? —En cuanto lo dijo, Bea se dio cuenta de que solo una norteamericana falta de tacto preguntaría algo así.

—No debería haber venido. Trae complicaciones. Tampoco tú deberías haber venido.

—Sobre todo si no consigo hablar con mi sobrino. Han pasado los días y he visto a Julian un cuarto de hora, si llega. No es que te culpe por ello. —Un destello imprevisto de franqueza: ¿cómo podía culparse a sí misma por una indiferencia idéntica?—. No nos conocemos —admitió.

—Un sobrino que para ti es un desconocido, y aun así hablas de familia.

—Nueva York y California son continentes distintos —dijo Bea sin mucha convicción.

—¿No tienes marido, ni hijo, ni familia propia? Si no conoces a tu sobrino, ¿por qué corres a él, por qué te interesas por él?

—Te preguntaré lo mismo. —Y se atrevió a hacerlo—: ¿Qué quieres tú de Julian?

Lili agachó la cabeza. Unas pocas canas veteaban la coronilla.

—Antes tenía un marido. Antes tenía un hijo. —Levantó la barbilla como una advertencia, como un muro. No seguiría hablando de eso—. Hoy tengo a Julian.

Un marido, un hijo. Era como aquella otra gente, una de ellos. No había inocencia en aquella mujer.

—Al lado de Julian —dijo Bea— pareces... vieja.

—Tengo cien años, ¡sí! Pero soy para él. Le hago bien, ¿es así como lo decís? Le hago bien.

—¿Y qué bien va a hacerte a ti él? ¡Un niño que representa una obra de teatro! Dices que los dos son crios...

—Julian cada vez es menos niño. Bien mirado, es un hombre.

—Ah, en ese sentido. —Era lo peor que había dicho hasta el momento.

—En todos los sentidos. No te confundas. Es un hombre.

—Un hombre —repitió Bea tontamente.

—Ahora ves por qué no deberías haber venido. Tu sobrina te lo ha dicho. También yo te lo digo. Y tú misma lo ves. Ya está hecho. No fue mi deseo, lo quiso Julian, lo quiso hasta conseguirlo. Así que hecho está.

Impensable. Inconcebible. ¿Hecho? Entonces el chico había accedido. No había salvación ni castigo posibles para él. Se perdería en el abismo insondable de la incoherencia.

Lili se levantó y acercó la mano a la lámpara, pero se detuvo a medio camino, con una palma abierta para que juzgara por sí misma; Bea entendió que era casi una súplica.

—Tienes que creerme, le hago bien —dijo Lili—. Ahora ya no hay nada oculto, ¿lo ves?

Bea pensó entonces que el secreto de los niños nerviosos se había descubierto. Lili había estado casada en el pasado. Ahora volvía a estarlo.