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Marvin al teléfono la mañana siguiente del día de Acción de Gracias, ronco, colérico, acusador, ¿qué demonios le estaba diciendo? Una confusión de elementos imposible de desentrañar. Hablaba de un pleito, los demandaría por inútiles y les sacaría hasta el último centavo, nunca había visto una negligencia así, aunque había averiguado que de todos modos no era la primera vez que aquella idiota desatendía sus obligaciones, ya la habían avisado antes, se suponía que debía supervisar las entradas y salidas de la gente, firmar el registro de visitas, etcétera, la habían despedido en el acto, pero ¿de qué servía ahora? Y sin zapatos, con los pies ensangrentados, era horrible, y el maldito conductor, iba a demandar a la compañía de autobuses, no se librarían tan fácilmente, asesinato puro y duro, y aquella carta que le sacaron del bolsillo, empapada de sangre, debes de estar loca para mandarle a una mujer enferma una carta como esa, desquiciándola para que saliera descalza, por Dios, descalza en medio de la autopista, ¡asesinato puro y duro!

Marvin, ronco de sufrimiento, derramaba la furia precipitada por la angustia.

—Vas a tener que decírselo tú a mis hijos, vas a hacerlo tú, yo no puedo, no puedo, no estoy preparado, ni aunque supiera cómo localizarlos, no he recibido una sola línea de Iris en todo este tiempo, y mi hijo... Bueno, ya sabes que con Julian he terminado, pero hay que decírselo, así lo querría Margaret...

Y Margaret, ¿enferma o cuerda? A medio camino. Sin duda era cordura resistir a Marvin, ver en su interior, incluso negarlo; y ver en su interior era inevitablemente negarlo. Pero ¿qué importaba ya si Margaret había visto, resistido y negado? Un cuerpo despedazado en una carretera californiana.

—¿Y a ti quién te mandaba enviarle a mi mujer esa nota estúpida, que si Julian se ha casado, que si está volviendo a casa, justamente las cosas de las que ha estado hablando en los delirios que padecía de un tiempo a esta parte? Si de todos modos no conocías a Margaret, nunca tuviste nada en común con ella, cómo ibas a tenerlo si has vivido prácticamente toda la vida como una puñetera monja, y para mí que has sido tú y esa maldita notita lo que la ha matado...

—Pensé que le daría una alegría —dijo Bea con un hilo de voz, arrepentida.

—¡Una alegría! Está muerta, Bea, mi mujer está muerta.

Y a continuación un silencio eléctrico atravesó las millas que los separaban.

Una vez más, sin embargo, le había encajado con uno de sus imperativos ineludibles: le tocaba a ella, ¡una vez más!, ser la emisaria de Marvin y llevar un mensaje a sus hijos. ¿Ineludible? Era ya una maestra de la traición, ¡cuántas cosas desconocía Marvin, cuánto le había ocultado! No sabía que había visitado a Margaret, no sabía que había espiado a aquella chica en la piscina, no sabía que había quemado el cheque que le había dado. ¡No sabía que su hija servía a un sinvergüenza! Bea recapituló, barajó y sopesó las consecuencias de una confesión; en el supuesto de que confesara estas cosas a Marvin, al final todo quedaría en lo mismo. Margaret estaba muerta. Muerta, tanto si la exoneraban de sus delirios como si no. Probablemente Marvin era un adúltero. Julian seguiría desterrado por su padre, no había indulto posible. E Iris... En todo esto Bea se consideraba inocente: había tomado partido por el horizonte lejano. En cuanto a las cenizas de la fregadera, se había limitado a frustrar la sinrazón de Marvin con sensatez: ¡lo sensato era frustrar a Marvin! El dinero libera, ciertamente, habría podido hacer de Julian una persona completamente libre, podría haber entregado al hijo la herencia sin revelarle las condiciones impuestas por el padre. Pero el dinero también ata, y si Julian caía en la tentación de aceptarlo, o lo convencían de que lo aceptara (¿quién, Lili?), el dinero hubiera ardido siempre y por toda la eternidad alimentado por el poder supremo de su padre, el desprecio de su padre. Según la lógica de su traición, Bea había impedido que la garra del rencor de Marvin apresara a Julian. ¡Libertad! ¡Destruir a fin de liberar! Eliminar el último vestigio de atadura, el último vínculo...

El exorcismo de Leo Coopersmith y el exorcismo de las cenizas en la fregadera fundidos en una única noche.

Y sin embargo —ay, el tormento del eterno sin embargo—, ¿no había privado así a Julian de la posibilidad de elegir, de aceptar el dinero en caso de que osara hacerlo? Aceptarlo, aun cuando le hubiera hecho comprender el precio que tendría que pagar. Si no hay elección, ¿dónde queda la libertad? Y la terrible acusación de Marvin, ¿era cierta? ¿Había en ella un atisbo de verdad, por insignificante que fuera? ¡Imposible! El dolor es pesadilla, el dolor es gárgola: la impresión de la pérdida reciente había despertado aquellas grotescas ideas de criminalidad. ¡Por un accidente en la autopista! O, Dios no lo quisiera, un suicidio. En aquel suntuoso y desangelado mausoleo para los vivos le había hablado a Margaret con suma dureza, y aun así ¿cómo iba a matar a nadie un pedazo de papel enviado para resarcirla, por remordimiento?