20
Era otro país. Un clima de pleno verano gobernaba el otoño. Las mujeres paseaban por la calle medio desnudas, con escotes que dejaban la espalda descubierta y pantalones cortos, con las uñas de los pies nacaradas asomando por las sandalias de tacón. El olor a frito salía de las casas de comidas y engrasaba el aire. Torrentes de coches sobre las cintas de las autopistas: Los Angeles caprichoso y fragmentado como si toda una ciudad hubiera caído del cielo para romperse en pedazos desperdigados por doquier, cuyas piezas estaban diseminadas a millas de distancia una de otra. Había esperado ver montañas, conos azulados fundiéndose con un horizonte gris. En cambio, solo aquellos pedazos de ciudades con nombres del Viejo Mundo mezclados con las provocaciones del Nuevo Mundo.
El Centro de Reposo Suite Eyre: una casa solariega de estilo inglés rodeada de un jardín inglés. ¡California, el lugar donde todo era una réplica de algún otro lugar! El aparcamiento quedaba oculto tras un palmeral; lindando con él, una larga extensión de césped bordeada por enrejados poblados de rosas, la hierba de un verdor tan increíble que parecía recién pintada. Los arriates de flores serpenteaban desmañadamente por todas partes, como si las peonías y las zinnias brotaran silvestres. Punteaban el césped bancos de roble, que también pretendían haber envejecido naturalmente en aquel suelo. Y al fondo la mansión, con sus seis columnas georgianas blancas y el ancho porche en sombra donde se alineaban tumbonas de mimbre con mullidos cojines y urnas desbordantes de buganvillas. Sin embargo, nadie paseaba por los jardines, ni holgazaneaba en las tumbonas, ni esperaba en el porche. Un sanatorio sumido en el silencio del letargo que reinaba puertas adentro; o un tropel de esposas de ricachones sumidas en un hechizo.
Pasó junto al mostrador de la recepción —no había nadie, aunque una taza de café medio llena descansaba sobre el libro de registros— y avanzó por un pasillo con puertas a ambos lados, algunas cerradas, muchas abiertas. Mujeres durmiendo. En el sopor de los fármacos, se arrullaban hasta la inmovilidad. La toxina de la desesperación. Quizá un impulso la había llevado allí, pero el impulso era el frágil caparazón de algo largo tiempo calculado.
O, si no calculado, acumulado y a punto. La motivación que la empujaba era un misterio incluso para sí misma.
La puerta de Margaret estaba cerrada. Sobre la jamba, una placa de cerámica en la que alguien había escrito con lápices de colores SRA. M. NACHTIGALL. Giró el picaporte y miró en el interior y... como en uno de esos espejos que reflejan otros espejos hasta perderse en el infinito, vio una sucesión de habitaciones desplegándose una tras otra, hileras de ventanas, cortinas blancas, resplandor por todas partes, cuencos de flores irreconocibles. Un olor impreciso, desagradable, como a medicina; o quizá fueran las flores..., un olor nauseabundo. Las flores eran de seda, difícilmente podían exhalar un aliento tan pútrido. Una mujer con un vestido plisado —más bien un camisón, o un blusón largo— estaba sentada en una silla de respaldo recto frente a un caballete. Sin embargo, fijaba la mirada en la pared blanca del fondo.
—Margaret —dijo Bea.
Los ojos se movieron. La mujer no.
—Soy Beatrice. De Nueva York.
—¿Nueva York? —Aquella voz: el timbre incorpóreo, las sílabas ligeras y rápidas. Agotada, velada, suavizada hasta rozar el umbral auditivo de Bea—. ¿La hermana de Marvin?
Entonces se levantó. Bea había olvidado lo alta que era la mujer de Marvin. En cambio casi pudo rescatar el rostro, sobre todo a través del velo de una o dos fotografías, posiblemente de hacía décadas. Era uno de aquellos rostros perfectos, geométricamente proporcionados y alineados, que en una chica de dieciocho son bellos pero acusan mal el paso del tiempo: el exceso de simetría, al igual que los buenos modales inculcados desde la tierna infancia, se vuelven sosos. El rostro de Margaret, los modales de Margaret, eran perfectos.
—Qué agradable es volver a verte —dijo Margaret, consumada anfitriona. Como si se hubieran reunido para jugar a las cartas la semana anterior. Sin embargo, con la excepción de un único y obligado murmullo y una inclinación de cabeza en un pasillo público, nunca se habían encontrado en circunstancias naturales. Después de casarse, hacía quién sabe cuántos años, Marvin se había llevado a su mujercita a la otra punta del continente y la había mantenido secuestrada desde entonces; porque allí, según decía, estaba el futuro de la aeronáutica y era donde él haría fortuna. En la boda, los infelices Breckinridge acudieron en pleno a la modesta capilla de Nueva Inglaterra, pero no fue ni uno solo de los infelices Nachtigall. La madre de Bea, y su padre después, se habían ido a la tumba sin haber escuchado siquiera las serenas modulaciones vocálicas de su nuera, ni maravillarse al ver su redondeada frente aristocrática y sus cejas horizontales colocadas en el lugar preciso. Tampoco la habían visto de novia, salvo en la fotografía del estudio Bachrach donde posaba serenamente y que mandó en correspondencia al poco elegante regalo de boda de sus suegros: había pasado de largo el registro indicado y llegó maltrecho en un sobre fino. Marvin viajó solo a los funerales de sus padres. Presentó a Margaret y Bea en Nueva York tiempo después, en el club de Princeton, apenas una hora antes de meter a su mujer y a su hijita a toda prisa en un coche alquilado para llevarlas a una reunión de alumnos importantes donde a Marvin lo honrarían en calidad de filántropo y espléndido donante, y en la que no podría saludar a su antiguo compañero de clase y cuñado. El hermano de Margaret había muerto el año anterior cuando el avión privado en el que viajaba tras correrse una juerga alcohólica se estrelló; la mujer que ocupaba el asiento de copiloto había muerto con él. Para entonces, el EMPORIO AMERICANO DE LA FERRETERÍA había expirado y todos los Breckinridge y Nachtigall ancianos, entre ellos las tres tías solteronas de Bea, también habían muerto. Y para entonces hacía mucho que Bea era la señorita Nightingale. Bea suponía que, desde el punto de vista de Marvin, de todos los Nachtigall conocidos ella era la que menos podía ponerle en evidencia. La había llevado aquella única vez, que se grabó en su memoria como el fotograma de una película, para presentarle a Margaret y a su hija deprisa y corriendo. La Margaret de la película sonreía sin cesar y la niñita no era más que el destello fugaz de una cabecita rubia como el sol.
Bea estaba ahora frente a una Margaret llena de temblores y guiños, un motor que bombeaba cortesías mecánicamente.
—¿Te alojas en la casa? ¿Marvin se ha ocupado de todo? Tal vez estaba fuera, siempre va corriendo de un lado a otro, pero claro, la asistenta está hasta las seis...
Se detuvo; un fallo de motor.
—No, no —la tranquilizó Bea—, vengo a verte a ti. Me alojo en un motel, he alquilado un coche en el aeropuerto.
—A Marvin no le hará ninguna gracia. Temerá que me disguste, aunque no estoy disgustada en absoluto. Mi marido tiene la idea de que no estoy bien, cuando estoy perfectamente, tú misma puedes verlo.
Bea siguió la estela del blusón de pintora: caía hasta los tobillos de Margaret y le rozaba los talones desnudos mientras conducía a Bea por una hilera de espacios soleados. Pasaron junto a una cama deshecha y revuelta de almohadas y llegaron a una habitación donde dos sillones flanqueaban una chimenea ornamental. La chimenea era falsa, el hogar inútil se ocultaba tras un gran paisaje sin enmarcar. Instalándose en una de las butacas, con un rápido cálculo mental Bea concluyó que aquel desfile pródigo de estancias a disposición de la enferma podría tragarse tres o cuatro veces fácilmente el apartamento donde ella vivía.
Hizo un gesto hacia la chimenea.
—Ese cuadro, ¿es tuyo?
—No, yo no hago árboles ni cosas. Lo pintó la persona que estuvo aquí antes. No es lo mío, aunque dicen que podría pintar así si lo intentara, que tengo cierto talento. Decir esa clase de cosas es lo que se espera de ellos. Es terapia, ya sabes.
Con Margaret ladeada en el sillón frente a ella, Bea veía solo su perfil, la nariz fina como una oblea, los párpados pálidos truncados, la boca trazada en una línea. En aquel lugar, a cierta distancia de donde había entrado, el hedor no era tan fuerte, pero aun así se sentía irremediablemente frustrada; ¿qué suponía que se ganaba con aquella sospechosa visita, con rehusar o aceptar aquellas insípidas atenciones? La mujer era sosa hasta el tuétano.
—Entonces aquí te sientes satisfecha —dijo Bea.
Pretendió ser una pregunta; no la entonó como tal. No recibió respuesta. Margaret se fue por otros derroteros.
—No me vas a creer, ¿verdad? Pero siempre me he interesado por la familia de mi marido..., aunque te cueste creerlo.
—Bueno, aquí estoy, la familia en pleno. La última de los mohicanos, no hay nadie más. Tú en cambio tienes un clan bastante grande, ¿no es así? Siempre aparecen uno o dos mencionados en las revistas.
—Ahora solo algunos primos. Nos ponemos en contacto en Navidad, aunque últimamente no lo hemos hecho.
—El primo del gabinete. El gobernador. El otro gobernador.
Y el congresista que pilotaba su propio avión.
—Mi pobre hermano. Fue horrible, hace tanto tiempo... Iris era bebé y mi hijo no había nacido, pero sueña con ello, de siempre Julian me ha dicho que sueña con que cae envuelto en llamas.
Había vuelto la cara para mirar a Bea. La voz se le había alterado (¿sería por el avión incendiado, sería por su hijo?); se enronqueció hasta convertirse en un ruido áspero como el trabajo de una sierra.
—Estoy satisfecha, ¡sí! Según Marvin, su mujer se ha fugado, su hijo se ha fugado, la única que no se ha fugado es su hija. ¿Por qué si no crees que vine aquí? ¿Cómo si no crees que ingresé aquí?
¿Y adónde demonios iba a ir si no? —Los ojos se le desorbitaron, los párpados inferiores pintados con sendas medialunas finas de sangre—. ¡No-pue-do-vi-vivir-con-mi-marido!
La loca afable en aquel régimen de cierta reclusión adquiría de repente una especie de cordura; a Bea la recorrió la impresión de que era la cordura de la iluminación. La lucidez despojaba a Margaret del lenitivo de los buenos modales. La boca salvaje y la jungla que escupía impelían una inclinación de la frente y la barbilla: empezaba a cobrar vida tridimensional.
—¿Quieres decir que quisiste ingresar aquí? ¿Que lo elegiste tú? —dijo Bea despacio.
—Conseguí que Marvin accediera. Él cree que consiguió que yo accediera. —Una risa llena de acritud salió de ella—. ¿Te haces una idea de lo que ha hecho de mí? Ah, pero a estas alturas puedo ser más inteligente que él y darle mil vueltas. Si no te das cuenta no te culpo, ¿por qué ibas a verlo? Solo que imagino que su hermana...; tú viviste con él, creciste con él, sois hijos del mismo padre y la misma madre. Siempre he intentado imaginaros a todos juntos, especialmente a esa madre suya, y si en algo te pareces a mi marido debería odiarte. En eso sí es bueno, en odiar. ¿Sabes lo que ha odiado desde que era niño, lo que ha odiado más que nada en el mundo?
—No —dijo Bea, aunque creía saberlo.
—Aquella ferretería. Aquella pútrida ferretería vuestra. Nunca estuve allí, ni sé cómo era, pero Marvin me ha contado que olía a pintura, a queroseno, a espray insecticida y qué sé yo qué más...
Y a todo eso le debo la vida. Mi vida entera, porque Marvin se avergonzaba de aquel lugar, decía que lo había envenenado. Y un veneno necesita un antídoto, ¿verdad?
Se puso en pie de un salto y su largo cuerpo se cernió sobre Bea; hincó los dedos en los brazos de terciopelo del sillón. Los ojos grandes y grises, de pestañas cortas, se acercaron demasiado a ella.
—Cambiaste tu apellido, ¿a que sí?
—Cuando me casé lo cambié por un tiempo. Pero luego lo recuperé.
—Te cambiaste el apellido con el que naciste —insistió Margaret.
—Soy profesora, nadie podía pronunciarlo...
—¿Es alemán? Supongo que más bien yiddish. ¿Así que no me crees capaz de pronunciarlo? ¿Ni crees que ninguno de los míos pueda? Tendrías que hacer gárgaras con la flema para que saliera como es debido. Marvin lo cambió todo, salvo su apellido. Para torturarse, o quizá para impresionar a mi familia con su falso orgullo. Los idolatraba, ¿sabes? Aunque ellos no lo advirtieran.
—Sería difícil ignorar sus éxitos —dijo Bea. ¿Estaba defendiendo a Marvin, acaso era posible? ¿O tal vez quería evitar que hirieran a su bondadoso y modesto padre, que mancillaran el recuerdo de su padre en la trastienda a la luz de una lámpara anticuada, sumergido en alguna novela, mientras su madre atendía el negocio en el mostrador?
—Componentes plásticos de avión —espetó Margaret—. Pacotilla puesta al día, lo llamaba mi hermano... Con Marvin, decía, la manzana no había caído muy lejos del árbol, llevaba al comerciante dentro. Mi marido vale para el dinero, es la gota de judío que queda en él. Todo lo demás es mío. —Se irguió y desde lo alto miró fijamente a Bea—. Se ha convertido en lo que cree que soy. ¡Qué me dices de ese emblema! ¡Todas las pesquisas que hizo hasta dar con el sagrado blasón de la familia! Si Marvin hallara el modo de meterse en mi torrente sanguíneo, lo haría.
—¿Por qué no lo tomas por lo que es? Adulación, aspiraciones... —dijo Bea.
—Estás intentando apaciguarme, reconozco ese tono. Aquí los terapeutas hablan así. ¡No lo entiendes, mi marido no tiene vida! No existe. No tiene personalidad.
Marvin, el egotista, ¿no tenía personalidad? Margaret era inteligente, Bea se dio cuenta. Se había adentrado en un terreno más allá de lo banal. Torció el gesto; las geometrías equidistantes se arrugaron.
—El color verde del emblema —dijo— representa el agua. El agua que James Watt cogió del Clyde. Fue el chico que inventó la máquina de vapor tras observar cómo hervía una tetera, sale en los libros de texto. Los Breckinridge son descendientes de Watt por la rama materna, ¿lo sabías?
—No —dijo Bea.
—Bien, ¡pues mi marido lo sabe! Y espera que sus hijos hagan honor a esos antepasados, a su herencia. Noblesse oblige, deben ser dignos de ella, tienen que destacar. Y en Iris ve la oportunidad de que eso se cumpla. Ella tiene el cerebro que hace falta, dice, si persevera. Tiene a mi pobre hija encerrada en ese laboratorio día y noche. En cambio Julian... No se trata solamente de esas pesadillas, Marvin cree que siente atracción por la atrocidad, piensa que Julian se enamora de cualquier cosa que esté contaminada, ¿puedes dar crédito a palabras tan horribles? La deformidad, la perdición, y allá que va Julian de cabeza, ¡eso dice de su propio hijo!
Así que había llegado el momento; Margaret caminaba hasta la falsa chimenea y volvía, con los hombros encogidos, abrazándose con desesperación: la hora de la verdad. Bea se levantó y tomó la mano de Margaret entre las suyas; un leve temblor en los dedos.
—Tiene miedo, Marvin tiene miedo, ¡por eso lo hace! Aquello que Julian nos mandó, de una revista que se publica por allá, sobre los pájaros inmundos de las calles. Cosas de gueto, dijo Marvin. Le preocupa que Julian sea una especie de regresión...
—Margaret —dijo Bea—, le he visto. En París.
—¿A Julian? ¿Cuándo, cómo? —La mano de Margaret se liberó de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica—. ¿Qué está haciendo mi hijo allí? ¿Por qué no vuelve a casa?
—Ya imaginarás que no se confió a mí. Fue todo tan breve... Parece estar bastante bien, incluso un poco rollizo. Me dio la impresión de que habla francés con fluidez. Hay quien llamaría a eso refinamiento.
¡Refinamiento! ¿Estaba justificado mentir a una enferma? La sinceridad no sabe de misericordia: a Margaret no se le podía decir la verdad. Había encorvado el cuello; tenía los brazos cruzados y los puños encajados en las axilas. Intentaba encogerse hasta hacerse una bola; pero no por pasividad. Era una bala, un cañón, una salva. Los disparos iban saliendo poco a poco.
—A Marvin se le ocurrió aquella idea —dijo— en un intento de que volviera. Fue una capitulación, ¡Marvin cedió, cedió de verdad! Julian no seguirá el camino de la ciencia, no puede dedicarse a la ciencia, no está hecho para eso, así que muy bien, otra cosa, siempre que consiga que vuelva a casa...
Los ojos de Margaret, del color del agua, nadaron hacia Bea como un par de tiburones.
—Fue a ver a aquel tipo... —dijo.
—¿A quién?
—A aquel con el que estuviste casada.
—¿Leo? —exclamó Bea—. ¿Qué tiene que ver Marvin con Leo?
—Mi marido conoce a todo el mundo en Los Ángeles, no me preguntes cómo, tiene muchísimos contactos y habla con gente que a su vez habla con otra gente... Averiguó dónde vive ese tipo, no lejos de nosotros, de hecho, en Bel Air Circle, así que fue a verle, prácticamente está a la vuelta de la esquina...
—¿Vio a Leo? ¿Por qué? ¿Para qué, qué asunto tenía que tratar Marvin con Leo, si puede saberse?
—Es por cómo es Julian, por cómo piensa... Marvin dice que tiene la cabeza llena de pájaros, que solo sabe soñar...
—¿Y eso qué tiene que ver con Leo Coopersmith, por el amor de Dios?
La enferma estaba al mando. Bea había ido a darle sus condolencias, a compadecerla; ¿o acaso había querido poner a prueba su propia osadía, su contención? Movida por la generosidad, en cualquier caso. Pero la visita se estaba convirtiendo en una locura; la descarga de Margaret pasó por su lado a toda velocidad. Bea empezaba a no sentirse generosa.
—El cine. Hollywood. Marvin pensó que podría encontrarle algún trabajo en el que pudiera encajar, algo que le gustara de verdad, y tentarlo con eso.
—¿Y me mencionó a mí? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Que yo fui... su aval, nada más y nada menos?
—Bueno, estuviste casada con ese tipo.
—Y dejé de estarlo. Marvin acudió a Leo en busca de ayuda, ¿es eso? ¿Fue a suplicarle al oboe?
—¿Qué oboe? ¿De qué estás hablando? Está metido en el cine, es un compositor famoso de bandas sonoras, ¿o no? Y mi marido no suplica. Jamás suplica.
—Margaret, escucha —dijo Bea con tono grave—. Julian no va a volver por el momento, no hay indicios de que vaya a hacerlo. Se ha casado. Con una desplazada. ¿Sabes lo que significa eso, lo que es ser desplazado? Y tu hija no está viviendo en el laboratorio, está con tu hijo y su mujer. En París. En estos momentos. Allí los dejé ayer.
El agua se agitó; los tiburones desaparecieron. Las diminutas pestañas blanquecinas temblaron.
—No te creo —dijo Margaret—. Marvin no me ha dicho nada de eso.
—No sabe nada. Soy la espía a la que enviaron tras las líneas enemigas en busca de noticias. Información fresca, Margaret.
—No te creo. Iris está estudiando. Julian es demasiado joven para casarse. Ahora deberías marcharte.
—Sí —dijo Bea.
Caminaron una al lado de la otra, de celda en celda —el sol estaba más bajo, las ventanas ya no resplandecían—, hasta llegar a la habitación donde estaba el caballete. Allí el olor empeoraba.
—Deberías ver mi trabajo —dijo Margaret—. Mi terapia.
Giró el caballete para mostrárselo a Bea. Cielo oscuro, montañas oscuras, un páramo oscuro. En el centro, una mancha que parecía aproximarse a la figura de una mujer, ¿o era un hombre? Todo oscuro, con una aplicación generosa de la textura.
La mujer de Marvin era una maestra en el arte del excremento humano.