Capítulo 29

Mientras nos dirigíamos al concurso de talentos, no pude dejar de darle vueltas a una de las pistas que habíamos descubierto: la pulsera de hospital. Había algo que estábamos pasando por alto… ¿Pero el qué?

—Girad a la izquierda —dijo Zoe, que nos guiaba hacia el instituto sentada sobre el portaequipajes de Callie.

Justo cuando doblamos la esquina, me vino a la cabeza un recuerdo. Amanda me había hablado una vez de una amiga suya de la infancia, una amiga de otra ciudad en la que había vivido. ¿Podría tratarse de Zoe?

—Lo pasábamos muy bien juntas —me contó Amanda tras un recital poético en la biblioteca municipal sobre el tema de los viajes—. Solíamos pintarnos la cara y disfrazarnos como si estuviéramos en el teatro. Nos hacíamos fotos y después nos íbamos a pedir caramelos por el vecindario, aunque no fuera Halloween.

—Eso es un poco raro, ¿no? —le dije mientras hojeaba algunos de los poemas seleccionados.

—Puede ser, pero era divertido. ¡Y funcionaba! Nos ganábamos un montón de caramelos y las sonrisas de los vecinos más mayores. La verdad es que echo de menos esa ciudad.

Su rostro se ensombreció de repente, pero intentó disimularlo señalando un verso de uno de los poemas.

—Pero supongo que el único viaje que merece la pena es aquel que te lleva hacia adelante, ¿no crees?

—Ya estamos, chicas —dijo Hal, y sus palabras me devolvieron al presente.

Rodeamos el edificio para llegar al aparcamiento trasero.

La pista de la pulsera de hospital seguía atormentándome y se negaba a salir de mi cabeza.

—Voy yendo —dijo Hal, jadeando, en cuanto bajó de la bici—. Le pedí a mi madre que me trajera la guitarra y algo de ropa. Igual me da tiempo a darme una ducha en el gimnasio para quitarme esta peste a sótano mohoso. ¡Deseadme suerte!

Y dicho esto, echó a correr y nos dejó encargadas de su bici.

Entonces Zoe anunció que también iba a adelantarse.

—Tengo que ayudar a los músicos con algunos preparativos. No os importa, ¿verdad?

—No, no, tranqui —dije—. Nos vemos en un rato.

—Vaya, vaya, mira quién está aquí —dijo Callie señalando el Alfa Romeo de West, aparcado cinco coches más adelante—. Deberíamos investigarlo, es posible que haya alguna pista escondida debajo de un faro, en una rueda…

La verdad es que valía la pena echar un vistazo. Así que rodeamos el coche un par de veces hasta que finalmente Callie encontró un mensaje.

—Mira —dijo señalando el parachoques trasero.

Era una pegatina en la que ponía: «Si me sigues, es que vas por el camino correcto». En la esquina inferior había un dibujo caricaturesco de un coyote. El tótem de Amanda.

No me sonaba que hubiera nada en el parachoques la última vez que vi el coche.

Callie extendió un puño para chocarlo con el mío, y aunque era un gesto al que no estaba muy acostumbrada, acabé accediendo. Y me sentí genial.

La verdad es que se trataba de un descubrimiento de lo más emocionante. No solo íbamos por el camino correcto, sino que además tenía la impresión de que estábamos más cerca que nunca.

Echamos a andar hacia el instituto, pero de pronto me detuve en seco.

—Espera —le dije a Callie.

—¿Qué te ocurre, Nia? —me preguntó poniéndome una mano en el hombro.

Inspiré profundamente. Sabía que por mucho que quisiera ignorarla, no podía pasar por alto aquella corazonada.

—Nada. Es solo que tengo que comprobar algo —le dije—. Ahora mismo. Entra tú. Volveré en un rato.

—¿Qué tienes que comprobar? ¿Y tiene que ser justo ahora? —preguntó Callie.

—Sí, pero volveré enseguida. No hay tiempo para explicaciones.

—Vale, ve —accedió Callie mostrándome un voto de confianza.

Por la expresión de su cara, sabía que me entendía. A veces hay cosas que debemos hacer, aunque no sepamos muy bien por qué.

—No tardaré mucho —insistí—. Cinco minutos para ir a casa y otros cinco para volver. No me perderé la actuación de Hal. ¡Lo prometo!

Miré el reloj. Aún quedaba media hora para que empezara el espectáculo.

Callie me dio un abrazo y me deseó suerte. Después agrupó las bicis para engancharlas con el candado.

Yo me monté en la mía y volví a casa a toda prisa. Cuando llegué, subí las escaleras de dos en dos. Olía a churros de canela, pero mi mare ya se había ido a la iglesia, tal y como me había dicho por teléfono. Mi padre no había llegado todavía, así que seguro que se quedaría hasta tarde en la oficina. Y Cisco ya estaría en el concurso de talentos. No había dicho nada en casa de que tenía pensado participar por miedo a que papá intentase quitarle la idea de la cabeza. Y es que mi padre siempre le insiste en que debería recordar sus prioridades, como, por ejemplo, centrar sus energías para convertirse en una estrella del fútbol.

Cisco se había preparado un monólogo de Sueño de una noche de verano. Había ensayado un par de veces delante de mí, y he de admitir que verlo hablar vestido como Puck, con una toga larga y una corona de hojas, me quitaba el aliento.

Ya en mi habitación, saqué la caja de Amanda del fondo del armario y busqué la pulsera. Comprobé de nuevo la fecha: 13 de febrero.

Amanda y yo habíamos estado juntas ese día.

Era domingo por la noche y estábamos sentadas en el Asahi, el restaurante japonés que hay bajando la calle de Endeavor.

—Me encanta este sitio —dijo Amanda mientras observaba cómo los cocineros enrollaban unos maki al otro lado del cristal.

Me sentía algo extraña por estar a solas con ella la víspera de San Valentín. El establecimiento estaba lleno de parejitas felices celebrando su amor antes de que empezara la semana laboral. Normalmente habríamos ido al Taco King o a la pizzería de Luigi, pero Amanda pensó que ese día nos merecíamos algo especial.

—Piensa en el dinero que nos hemos ahorrado hoy —dijo—. Nos merecemos un lujo a base de maki, ¿no crees?

Las entradas del festival literario al que acabábamos de ir costaban 25 dólares, pero a Amanda le habían tocado dos en un sorteo de la biblioteca. Así que nos habían salido gratis.

La cena al estilo japonés me pareció una buena idea hasta que me fijé en las parejitas y en las velas con forma de corazón.

—¿Sabes lo que pienso? —dijo Amanda tras pedir dos tés verdes—. Que hoy es el día perfecto para una celebración.

—Bueno, ya casi es San Valentín —dije señalando a una pareja especialmente acaramelada que teníamos detrás.

—No me refiero a eso —dijo Amanda sin darles la menor importancia—. No vamos a permitir que sea el calendario quien dicte nuestras celebraciones. ¿Por qué no podemos sencillamente… disfrutar del día, del hecho de estar vivas, de pasar tiempo juntas y de probar comida nueva?

—Pues. ¿Por qué es el día de San Valentín? —bromeé.

—La víspera —me corrigió.

—Sea como sea, sigue siendo una festividad para los enamorados. Supongo que habrá que darle las gracias a Chaucer por eso.

—¿A Chaucer? —Amanda enarcó una ceja.

—Claro —dije, deleitándome, como siempre, en los hechos históricos—. A ver, el 14 de febrero pasó a la historia por el santo que fue ejecutado por no renegar de su fe tras haber celebrado numerosas bodas clandestinas, de eso no hay duda. Pero en realidad fue Chaucer quien relacionó ese día con el amor.

Amanda se llevó una mano a la boca, como si acabara de enterarse de una tragedia.

—¿Y cómo es que yo no sabía eso?

Me acerqué a ella, emocionada por poder contarle algo que no supiera.

—En la Edad Media se pensaba que las aves se apareaban el 14 de febrero.

—Y eso explica —dijo Amanda, ya más animada— que en la poesía de Chaucer los pájaros simbolicen el amor.

—Fascinante, ¿verdad?

En ese momento llegó el camarero con nuestros tés y nos preguntó si queríamos saber los platos especiales que tenían por San Valentín. Al parecer, aquel día presentaban el sushi en forma de corazón.

—No, gracias —le respondió Amanda, y se giró hacia mí cuando el camarero se fue—. Marca el 13 de febrero en tu calendario como un día para celebrar la vida. Seguro que a Chaucer le parecería una gran idea.

—Chaucer está muerto.

—Pero sus palabras siguen vivas —añadió Amanda, alzando su humeante taza de té verde.

Yo también alcé mi taza para brindar con ella. Terminamos la velada en un ambiente de lo más festivo, incluso pedimos una tarta de postre con unas copas de champán sin alcohol.

Volví a mirar la pulsera del hospital. Ahora estaba segura de que aquel 13 de febrero que habíamos pasado en el restaurante de sushi había sido su cumpleaños. Era eso lo que estábamos celebrando.

—Ariel Feckerdol —susurré, y de repente me di cuenta de que algunas de las letras de la pulsera se estaban borrando.

Cogí un boli para repasar las partes borrosas y transformé Feckerdol en Beckendorf solo un par de trazos. Pero aun así, por emocionante que fuera haber encajado una pieza más del puzle, seguía desilusionada por no haber tenido ninguna visión al tocar la pulsera. Pasé los dedos sobre el nombre, me la puse como anillo, la sostuve junto a mi frente… Pero nada.

Entonces empecé a rebuscar entre los demás objetos de la caja, decidida a encontrar algo, cualquier cosa, que hiciera que aquella escapada hubiera valido la pena. Revisé un puñado de fotografías, me fijé detenidamente en una bolsa de arena y hojeé un fajo de postales.

Nada.

Fui incapaz de sentir nada.

Ninguna visión.

Inspiré profundamente. ¿Por qué el poder tenía que ser tan selectivo? ¿Por qué al tocar ciertas cosas obtenía imágenes increíblemente nítidas y otras veces no pasaba nada?

¿Acaso la presencia de Hal, Callie y Zoe influía de alguna manera? La mayoría de mis visiones más significativas las había tenido cuando estaba con ellos. O en compañía de alguno, por lo menos.

Volví a guardar las fotos en la caja, junto con las postales y la bolsita de arena. Cuando estaba a punto de cerrarla, algo me llamó la atención.

La parte inferior de la tapa parecía algo abultada.

Pasé los dedos por el forro de terciopelo y me di cuenta de que se hundía ligeramente.

Había algo escondido ahí debajo.

Tiré de una de las esquinas del forro. Las puntadas eran firmes en tres de los lados, pero mucho más flojas en la parte inferior, como si alguien lo hubiera vuelto a coser a mano.

Sin pensármelo dos veces, tiré de las costuras con todas mis fuerzas y en pocos segundos conseguí abrir completamente uno de los laterales. Entonces metí la mano por debajo del forro hasta que mi dedo corazón rozó algo.

Lo saqué.

Era un trozo de tela rosa, no más grande que la palma de mi mano, áspero por un lado y suave por el otro. Parecía el fragmento de una manta de bebé. Tenía los bordes deshilachados por la zona donde lo habían cortado. En la cara suave había dos letras bordadas: una A y la mitad de una R minúscula.

—Ariel —susurré.

Tenía la certeza de que aquel pedazo de manta pertenecía a Amanda.

Deslicé la mano sobre el lado áspero y pude visualizar con nitidez una escena. La pequeña Ariel dormía plácidamente en su cuna debajo de un carrusel con una luna y varias estrellas. La manta con el nombre de Ariel la cubría hasta la barriga.

Cerré los ojos con fuerza.

El nombre estaba bordado con una tipografía juguetona. Habían utilizado un centelleante hilo dorado, que por aquel entonces era mucho más alegre y brillante que ahora. Debajo del nombre estaba la fecha de su nacimiento, el 13 de febrero.

Me concentré todavía más.

Uno de los extremos de la manta estaba doblado hacia dentro, arremetido bajo las regordetas piernecitas de la pequeña Ariel.

Abrí los ojos, sin dejar de pasar los dedos sobre la tela. Me fijé en un bordado amarillo que había junto al extremo rasgado, no más grande que mi pulgar. ¿Sería esa la parte que estaba arremetida bajo las piernas del bebé? ¿Qué podría ser? ¿Un estampado? ¿Más palabras? ¿O acaso una pista esencial?

Ansiosa por reunirme con los demás, me guardé el tozo de manta en el bolsillo, volví a guardar todo lo demás en el fondo de mi armario y salí corriendo por la puerta.