Capítulo 9

Nía, ¿estás bien? —preguntó Hal, sacándome de mi ensoñación.

Seguíamos frente a la supuesta agencia de viajes. Observé de nuevo el símbolo del edificio, y entonces comprendí cuál era la conexión: el ojo de la tarjeta de Waverly Valentino coincidía con el ojo de ónice que tenía la serpiente.

—¿Entramos o qué? —dijo Callie mirando el reloj—. Si luego tenéis cosas que hacer, hay que darse prisa. Podemos decir que queremos contratar un viaje…

—Por mí, bien —dije—. Pero tened mucho cuidado ahí dentro, ¿vale?

Ya les hablaría del significado del cáliz y la serpiente más tarde; no había tiempo que perder.

—Oye, estás más nerviosa de lo normal… ¿Qué pasa? —me preguntó Callie.

—Ya sabes que siempre tenemos cuidado —añadió Hal, sin dejarme responder—. Al menos, siempre que nos metemos en algo relacionado con Amanda.

—Está bien, vamos allá —dije.

Cuando entramos en la agencia, la chica del mostrador colgó el teléfono. Tenía unos veinte años, el pelo liso y pelirrojo, y llevaba una sombra de ojos oscura.

—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó tras escrutamos de arriba abajo.

—Eh… Hola… Estamos interesados en un viaje —logró decir Hal.

—Entiendo —afirmó sin quitarnos los ojos de encima—. ¿Y adónde os apetecería ir?

Nos miramos sin saber muy bien qué decir, hasta que Callie tomó la iniciativa.

—A las Bermudas —dijo señalando un cartel que había en la pared—. Mi papá me ha dicho que puedo pedir lo que quiera por mi cumpleaños, y lo que más deseo en el mundo es irme con mis amigos lejos del infierno del instituto.

—Entiendo —repitió la chica, todavía un poco recelosa—. ¿Y a tu padre no le preocupará que el precio de cumpleaños sea demasiado… exorbitado?

—El dinero no supone un problema, sobre todo si se trata de mí —Callie soltaba una bola tras otra sin pestañear—. Papi me quiere muchísimo.

Hal estuvo a punto de soltar una carcajada, pero consiguió disimularla con una tos.

—Bueno, ¿qué te parece si te doy algunos folletos para que se los enseñes a tu padre? —dijo la chica con frialdad.

—¡Estaría genial! —exclamó Callie ignorando su tono sarcástico.

Mientras la chica rebuscaba en un cajón, eché un vistazo rápido al lugar. A pesar de la cantidad de mostradores que había, éramos los únicos clientes. Al menos, hasta que apareció un hombre que me sonaba de algo. Estaba segura de que lo había visto en alguna parte. Vestía de oscuro, llevaba una gorra de béisbol negra, andaba encorvado y tenía una cicatriz con forma de relámpago en el cuello. El tipo se dirigió directamente a un mostrador vacío que había en un rincón de la sala. Después abrió una carpeta que traía consigo y empezó a revolver los papeles que contenía.

—¿Va todo bien? —le preguntó uno de los agentes de viaje que pasaba por allí.

—Sí, todo bien —respondió el desconocido con voz quejumbrosa.

Fue entonces cuando recordé dónde había escuchado por primera vez esa voz destemplada: en el hospital, cuando fuimos a visitar a nuestro subdirector. Lo había visto hablar con el médico de Thornhill, ese que nos interrogó de forma amenazadora.

—¿Alguna entrega? —preguntó a continuación.

El chico de la agencia asintió y señaló una puerta que había al otro lado de la oficina. El tipo cerró su carpeta de golpe, visiblemente inquieto, y la cubrió con un par de guías de viajes.

El tipo se encaminó hacia la puerta, llamó dos veces y después dio tres toquecitos rápidos más. Echó un último vistazo en dirección a la carpeta justo antes de que la puerta se abriera ligeramente, lo justo para que el hombre pudiera entrar y cerrarla de inmediato.

Había llegado mi oportunidad para descubrir qué estaba pasando.

Mientras Callie seguía parloteando de nuestro falso viaje, me dirigí al mostrador del rincón, simulando interés por un folleto sobre cruceros por el Caribe. La carpeta del tipo asomaba bajo un libro de recetas para solteros.

Miré de reojo a mi alrededor para asegurarme de se hubiera fijado en mí. El único que me observaba era Hal, y por su cara supe que no entendía qué estaba haciendo. Meneé la cabeza hacia la interlocutora de Callie y, afortunadamente, Hal captó el mensaje. Entonces se dio la vuelta y, para distraer todavía más a la empleada de la agencia, se puso a preguntarle por las atracciones que podríamos hallar en Maui.

Con el pulso acelerado, volví a echar un vistazo a la oficina. La puerta del fondo seguía cerrada.

Con un movimiento rápido, aparté un poco el libro y abrí la carpeta sin levantarla del mostrador.

La primera hoja parecía un plano. En la esquina inferior ponía «Pista de aterrizaje de Casteel», y debajo había una dirección de Saint Claude, una ciudad próxima a Orion.

Al pasar la mano sobre el plano, se dibujó en mi mente un hangar aéreo con toda clase de detalles. Vislumbré un gigantesco edificio de acero con dos rayas azules oscuras en la fachada y los laterales.

Eché otro vistazo a mi alrededor. Seguía habiendo bastante ajetreo en la agencia, los trabajadores hablaban por teléfono y aporreaban los teclados de sus ordenadores.

Nadie se había fijado en mí. Todavía.

Mientras Hal y Callie seguían distrayendo a la empleada que nos había atendido, agarré la carpeta y empecé a hojearla. Había tablas y gráficos de todo tipo, además de códigos extraños que no tenían sentido alguno para mí. Abrí la mochila, pero como la tenía abarrotada de libros y la carpeta era bastante gruesa, no había forma de meterla. Probé a guardármela bajo el abrigo, pero entonces hubo algo que se salió de la carpeta y cayó al suelo. Aunque no hizo mucho ruido, para mí fue como una explosión.

Cerré los ojos con fuerza. El estómago me pegó un brinco.

Pero, por suerte, nadie se había dado cuenta. En un visto y no visto, escondí la carpeta dentro del abrigo y luego me agaché, fingiendo que buscaba algo en la mochila. Y por fin vi lo que se me había caído.

Un colgante.

Un colgante con una vieja llave.

Era de Amanda. Lo habría reconocido en cualquier parte.

Cuando lo recogí del suelo, en mi cabeza se formó un amasijo de imágenes: la llave sujeta a una anilla con otras veinte más, igual de antiguas; la llave escondida bajo un colchón; la llave entre los delicados dedos de una mujer; la llave en la cerradura de un aparador de estilo victoriano con adornos de latón…

Y entonces presencié un accidente. Un coche blanco y un reguero de sangre. La llave junto a la mano de la víctima.

La cabeza empezó a darme vueltas y me sentí un poco mareada. Guardé el colgante dentro de la carpeta y me puse en pie a duras penas. Me ardía la cara y la luz de los fluorescentes me hacía daño en los ojos. Me volví hacia los chicos.

Hal me miraba inquieto, como si pudiera percibir mi angustia. Le dio un toquecito a Callie en el hombro y le susurró algo al oído. Entonces le dijeron algo más a la empleada y al momento Callie se despidió, dispuesta a marcharse con un puñado de folletos bajo el brazo.

Sin decir palabra, me siguieron hacia el exterior. Hal tardó un poco más de la cuenta en marcar la combinación correcta del candado y yo empecé a ponerme de los nervios. Le dije que se diera prisa, y a punto estuve de proponerles que dejáramos allí las malditas bicis y que nos fuéramos a pata, con tal de que nos fuéramos ya.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Callie al verme tan histérica.

—Has cogido la carpeta, ¿verdad? —dijo Hal.

—Venga, daos prisa, vayámonos de aquí —insistí; me temblaban hasta las piernas.

agachó para ayudarle a sacarlo de los radios. ¡Aleluya! Me monté en la bici y eché un último vistazo hacia la ventana de la agencia.

El hombre al que le había robado la carpeta había regresado y parecía muy alterado, casi tanto como yo. Se puso a revolver entre los libros y folletos que había sobre el mostrador en busca de la carpeta, sin duda. Apreté el bulto que llevaba bajo el abrigo. El corazón me latía más fuerte que nunca.

Cada segundo que pasaba, el tipo se ponía más nervioso. Un par de empleados se acercaron a ayudarle, pero este no dejaba de negar con la cabeza, incapaz de comprender lo ocurrido. Pero entonces miró hacia la ventana, como quien no quiere la cosa… y nuestras miradas se cruzaron.

Y entonces comprendió lo que había pasado.

—¡Vámonos! —exclamé.

Hal y Callie se subieron a las bicis y los tres empezamos a pedalear a toda pastilla, al tiempo que se abría la puerta de la agencia.

—¡Alto ahí! —gritó el hombre.

Echó a correr detrás de nosotros y he de confesar que iba mucho más rápido de lo que me habría imaginado. Se quedó a pocos centímetros de la rueda trasera de Callie e incluso estuvo a punto de alcanzarla, pero Callie no aflojó la marcha en ningún momento.

Cuando ya pensé que lo habíamos dejado atrás, oímos el ruido de un motor.

Los músculos de las piernas me dolían horrores, pero no podíamos parar. Debíamos continuar cuesta arriba hasta llegar al parque; solo allí conseguiríamos despistarlo. Callie me adelantó a toda velocidad y yo hice acopio de todas mis fuerzas para seguirle el ritmo. Sudaba como un pollo.

De repente apareció un coche quemando rueda, justo cuando me subía a la acera que conducía al parque.

Segundos después, oí un frenazo.

—¡Chicas, esperad! —gritó Hal.

Me giré y comprendí que el tipo ya no nos perseguía. Se había bajado del coche y estaba recogiendo miles de hojas que revoloteaban en el aire de un lado a otro de la calle. Y entonces caí en la cuenta de que aquellos papeles procedían de la carpeta, y que la carpeta ya no estaba en mi abrigo.

Se me había caído.

—¡Vámonos! —ordenó Callie.

Y se puso en marcha atravesando el carril bici que empezaba en la entrada del parque. Hal y yo la seguimos. No volvimos la vista atrás en ningún momento. Tampoco dijimos ni una sola palabra durante todo el camino de vuelta a casa.