Capítulo 1
Erase una vez una chica llamada Amanda. Tanto física como emocionalmente, era lo más parecido a las burbujas de una copa de champán… Un día, apareció en la vida de Nia, la cambió por completo y la hizo mirar al mundo desde otra perspectiva. Luego desapareció sin dejar rastro y el cuento de hadas de Nia se convirtió en su peor pesadilla.
Hola fieles lectores. Nia al habla. Por fin ha llegado mi turno para contaros cómo sigue nuestra historia. No es que no me fíe de Hall y de Callie, pero… Bueno, ya sabéis quién lleva aquí la voz cantante, ¿no? Mejor empiezo por el principio. El párrafo anterior describe más o menos lo que sentí cuando Amanda se fue. ¿Por qué? Porque puso mi vida patas arriba y luego desapareció sin mirar atrás. Eso sí, me dejó unos amigos estupendos que jamás habría imaginado tener. También hizo que me convirtiera en la persona que soy ahora, una Nia que jamás pensé que llegaría a ser.
Pero volvamos a nuestra historia.
Lugar: Mi habitación
Personajes: Hal, Callie, yo y algunos personajes sorpresa Hora: 16:30h
Aquí estábamos los tres, reunidos en mi guarida. Mi madre había decorado las paredes con pósters de las diosas del cine y los grandes defensores de la libertad de mediados del siglo XX. Mis héroes.
Nadie hubiera podido imaginar esta situación hace apenas unas semanas. ¿El artista solitario y la ex Chica I pasando el rato con la reina de los marginados? Ahora todo era distinto. Gracias a Amanda, la chica que nos había convertido en sus guías.
Y como guías que éramos, estábamos repasando las pocas pistas que nos había dejado dentro de una caja de Pandora llena de misterios, la misma que rescatamos de casa de los Bragg.
—Mirad esto —dijo Callie riendo.
Nos enseñó la foto de una niña de cinco años, seguramente Amanda, disfrazada de duendecillo en Halloween.
Habíamos encontrado la caja junto con otras pertenencias de Amanda en Tócala Otra Vez, Sam, una tienda de segunda mano del centro. La propietaria, Louise, era una mujer imponente y con cierto aire de divinidad griega. Fue ella la que nos condujo hasta la caja, pero no conseguimos sacarle más información.
Al principio no fuimos capaces de abrirla. Hasta que, gracias al trabajo en equipo, apretamos todos los botones a la vez y… ¡voilà! En aquella ocasión tuvimos que revisar su contenido a toda prisa, así que no hubo tiempo para sacar nada en claro y menos aún para saciar nuestra curiosidad.
Amanda era un puzle, y aquel cofre contenía muchas de sus piezas, unas piezas que no tenían sentido por separado, pero tal vez podrían proporcionarnos alguna pista vistas en conjunto.
Entre todos los papeles había una tarjeta de felicitación de esas que se envían a los que acaban de ser padres. Estaba firmada por un tal doctor Joy, el mismo que le dio el alta al subdirector de nuestro instituto después de que alguien le agrediera en su despacho. También apareció el certificado de defunción de Annie Beckendorf y un documento que le otorgaba la custodia de su hija pequeña a Robin Beckendorf, su hija mayor. Del paradero del padre no había el más mínimo indicio.
Justo después encontramos la foto de una mujer con dos niñas. En el reverso alguien había escrito «Las chicas Beckendorf». De ahí dedujimos que Amanda era la hija pequeña de la que hablaba el documento sobre la custodia legal. Annie Beckendorf debía de ser su madre, y Robin, su hermana mayor y su tutora legal tras la muerte de Annie.
Esta historia no tenía nada que ver con lo que Amanda nos había contado sobre su familia, pero a estas alturas de la película, no nos sorprendía en absoluto.
Para rizar más el rizo, nos topamos con otra foto en la que salían varias personas con la cabeza recortada. ¿Por despecho tal vez? No, eso no era propio de Amanda. Seguramente las había recortado para pegarlas en un collage, un dibujo o incluso un medallón.
También encontramos un trozo de papel arrugado con un poema incompleto. Lo había escrito Amanda, sin duda, pero los dos primeros versos estaban tachados y el quinto y último tenía tres opciones entre barras. Parecía que Amanda no se había decidido por ninguna de ellas.
La caja contenía un maremágnum de objetos rarísimos: una bolsita llena de tierra aromática, viejos billetes de avión y de autobús con destinos como Denver y Washington, folletos turísticos de Orion y una pulsera de esas que te ponen en el hospital.
En resumidas cuentas, todo esto no tenía ni pies ni cabeza, pero estaba claro que los objetos eran importantes para Amanda, ya que los había guardado como oro en paño y los llevaba consigo de una punta a otra del país.
¿No es cierto?
Al principio no llevamos el cofre a mi casa por miedo a que la cotilla de mi madre se pusiera a hurgar en mis cosas. No obstante, ahora estaba muy ocupada organizando una subasta solidaria en la parroquia. Y dado que mi casa tenía una alarma de seguridad, el hueco libre detrás de los volúmenes de la Enciclopedia Británica que había en mi armario se convirtió en el escondite perfecto.
—¡Guau! —Exclamó Callie, que sostenía en la mano una foto de Amanda, con unos trece años, el día que la bautizaron de un lago—. No tenía ni idea de que fuera religiosa.
—Una vez me contó que la habían educado en el unitarismo y que sus padres no buscaban las respuestas a los misterios metafísicos de la existencia. Más bien se preocupaban por cosas como la moral del ser humano —recordó Hal sonriendo—. Es curioso lo fácil que resulta acordarse de las palabras de Amanda. ¿Por qué no pasará lo mismo con lo que dicen los profes?
Empecé a mordisquearme la uña del pulgar (menudo disgusto se iba a llevar mi madre al ver mi manicura francesa). Yo también había recordado algo. En una ocasión, Amanda me dijo que estaba buscando una iglesia católica para confirmarse, y yo le sugerí que se uniera a la mía.
—Vamos, que te contó una trola —afirmé frunciendo el ceño.
—Sí, bueno, menuda novedad —añadió Callie soltando un bufido.
En cierto sentido, nunca imaginé que Amanda fuera capaz de mentir.
Siempre parecía tan segura cuando hablaba, que no había razón alguna para desconfiar de ella. Ahora, sin embargo, desde que me había hecho amiga de Hal y Callie, no dejaba de poner en duda todas y cada una de sus palabras.
Hasta ahora, la cosa más surrealista de nuestra historia ocurrió cuando Heidi Bragg, la cabecilla de las Chicas I y la más popular del instituto Endeavor, le puso ojitos de cordero degollado a Hal y le mangó la caja de Amanda. No me lo invento, eso fue exactamente lo que pasó. Fue como si lo hubiera hipnotizado con sus encantos y de repente… ¡catapúm! La caja había desaparecido.
Por suerte, la encontraremos en el despacho secreto de la señora Bragg, junto a una pequeña neverita donde había frascos con muestras de sangre. Todo este asunto estaba empezando a tomar un matiz algo diabólico. A juzgar por los golpes y arañazos que tenía la casa, Heidi y/o su madre habían intentado abrirla sin éxito.
Mientras Callie y Hal seguían ojeando más fotos y papeles, alargué la mano para coger el libro que tenía sobre la mesilla de noche. Ya iba siendo hora de que fuera completamente sincera con ellos. Había encontrado el libro bajo mi almohada, poco después de la desaparición de Amanda, pero hasta ahora no se lo había dicho a nadie.
Era una primera edición de Ariel, el último poemario de Sylvia Plath, y estaba envuelto en varias capas de papel vegetal de color plateado. Inspiré profundamente, convencida de que escondía un mensaje, y empecé a rememorar mi primer encuentro con Amanda.
La sección de libros antiguos y descatalogados de la biblioteca se encontraba al fondo de la sala, oculta tras las firmas columnas del edificio. Era el lugar al que huía cuando quería alejarme del mundo real. Me sentía a gusto entre aquellos tomos viejos y deteriorados, llenos de páginas amarillentas que guardaban multitud de secretos. Siempre podía refugiarme allí si necesitaba un respiro.
Así que ahí estaba yo, pensando en mis cosas, cuando de repente entró alguien.
—Hola, ¿qué hay? —dijo una chica de improviso.
No sé cómo me vio, teniendo en cuenta que estaba escondida estratégicamente detrás de una enorme columna de mármol. Una misteriosa sonrisa se dibujó en su rostro. Parecía la persona más feliz del mundo, algo que a mí, por muchas razones que no lograba explicar, me sacaba de quicio.
Entonces me fijé en ella. Tenía el pelo color azabache, a media melena y con el flequillo al estilo de los años 20. Parecía recién salida de una película en blanco y negro protagonizada por Rodolfo Valentino o Greta Garbo. Su vestido era sobrio y sencillo, pero estaba lleno de flecos de cintura para abajo, como los que llevaban las mujeres modernas de aquella época.
Fue directamente hacia los libros más antiguos, guardados bajo llave a pocos metros de mí.
—Ariel, de Sylvia Plath —dijo—. Una obra poderosa, ¿no crees? Dicen que la poesía es el alimento de alma. ¿Estás de acuerdo? —añadió mientras señalaba el ejemplar del otro lado de la vitrina.
Miré a mi alrededor para asegurarme de que estaba hablando conmigo y no pensando en voz alta o algo así. Después me encogí de hombros, intrigada. No todos los días (ni siquiera todos los años) otro estudiante conseguía que me picara la curiosidad, y mucho menos de esa manera.
—No lo he leído —confesé.
Sentí que me ruborizaba un poco. ¿Cómo era posible que se me hubiera escapado ese libro?
—¿En serio? —preguntó la chica ladeando la cabeza—. Contiene algunos de los últimos poemas que Sylvia escribió antes de suicidarse…
—Lo sé —dije.
Conocía muy bien la historia y casi me sabía de memoria la bibliografía de Sylvia Plath. ¿Habría pasado demasiado tiempo leyendo las obras de Geoffrey Chaucer y Charles Baudelaire? ¿De James Joyce y Henry James? ¿De Jean-Paul Sartre y Pablo Neruda? ¿Acaso había sido por mi obsesión pasajera por los románticos y los victorianos como Jane Austen, Oscar Wilde o George Eliot? ¿O tal vez, aunque me dé vergüenza admitirlo, se debió a aquel ensimismamiento con los poetas de la generación Beat, que duró un poco más de la cuenta?
—Por cierto, me llamo Amanda —se presentó y se dio la vuelta para mirarme.
Creo que esperaba que me levantara a darle dos besos o estrecharle la mano. Pero como podréis imaginar, me quedé quietecita en mi sitio.
—Bonito nombre. Sabes que significa «resplandor» en gaélico, ¿verdad?
—Sí, igual que en galés —asentí—. También significa «propósito». Según mi madre, me pega mucho.
Amanda se rascó la barbilla, pensativa. Fue entonces cuando me fijé en el oscuro lunar que tenía sobre el labio superior. Me pregunté si sería de mentira, tanto el propio lunar como el resto de su aspecto.
—¿Vas a una fiesta o algo? —indagué señalando el modelito que llevaba.
No quería parecer borde, pero en el fondo me daba igual lo que pensara. Por suerte, Amanda no se lo tomó mal.
—Es curioso que lo preguntes… —afirmó, desconcertada.
—Ya, bueno, da igual —dije, y bajé la cabeza para sumergirme entre las páginas de una obra de Sartre en su versión original en francés.
Pero Amanda no tenía intención de dejarme en paz.
—Entonces este ejemplar de Ariel es el de Anne Sexton, ¿no? —me preguntó sin apartar la mirada de la vitrina.
Al final me pudo la curiosidad y me acerqué a ella. Aquel ejemplar me dejó embelesada, y no pude evitar reprocharme no haberlo descubierto antes. ¡Y todo por sentarme siempre al fondo de la sala!
—Anne y Sylvia fueron juntas al instituto —dijo Amanda, con una complicidad que resultaba contagiosa—. Las dos eran poetisas rebeldes con serios problemas depresivos.
—Y las dos acabaron suicidándose —añadí con gravedad.
—Algo trágico e inquietante, ¿no te parece? —añadió poniendo los ojos como platos—. Oye, ¿crees que el bibliotecario nos dejará hojear un poco el libro? He oído que hay anotaciones de Anne en los márgenes.
—No creo que. —Empecé a decir, pero Amanda me interrumpió.
—No perderemos nada por intentarlo, ¿no? —Dijo alzando un dedo lleno de anillos.
vieja llave de plata que le colgaba del cuello y unos bonitos zapatos de tacón alto, a juego con la pluma morada que llevaba en la diadema. Una estética que contrastaba claramente con mi umbrío atuendo formado por una camiseta vieja y raída que me quedaba grande, un impermeable y unos pantalones tan largos que me iba pisando los bajos.
Aquella chica me sorprendió por sus conocimientos, así como por lo mucho que parecíamos tener un común, aunque a simple vista fuéramos completamente diferentes. Al final nos quedamos una hora delante de esa vitrina de cristal, sin alejarnos ni por un instante, compartiendo nuestra pasión por la poesía, el cine clásico y las bandas sonoras de antaño. Así me enteré de que Amanda se acababa de mudar a Orion y de que iríamos juntas al instituto.
Y fue entonces cuando me pidió que fuera su guía.