Capítulo 1

No bajamos el ritmo hasta que llegamos al centro de Orion. Solo entonces nos atrevimos a parar para recuperar un poco el aliento.

—Creo que estamos a salvo —dijo Callie cogiendo aire.

Eché un vistazo a la calle para asegurarme de que el tipo del coche no nos estuviera siguiendo. No podía quitarme esa inquietante sensación de encima. De hecho, hubo un momento en el que me pareció ver un Sedan oscuro aparcado junto a la oficina de correos. Pero después de frotarme los ojos, me di cuenta de que en realidad no era más que un quiosco. Estaba empezando a perder la cabeza, así que supe que necesitaba un descanso.

—¿Me podéis explicar a qué ha venido eso? —me preguntó Hal escrutándome con sus ojos grisáceos.

—El tío de la agencia, el que nos perseguía… ¿No lo habéis reconocido?

—La verdad es que no. Aunque con tanta artimaña de distracción, tampoco he tenido tiempo de fijarme mucho —aclaró Callie, y sacó un fajo enorme de folletos del bolsillo para corroborar sus palabras.

—Ese tipo estaba en el hospital el día que intentamos ver al señor Thornhill —les expliqué.

Volví a frotarme los ojos para olvidarme del espejismo del quiosco.

—¿Tú lo viste? —preguntó Hal.

Asentí. Me daba rabia que ellos no se acordaran del hombre de la agencia, aunque con todo lo que había ocurrido aquel día en el hospital, tampoco podía reprochárselo. Yo tampoco me habría fijado en él de no ser porque lo vi con el doctor Plummer, el médico de Thornhill, justo después de que este nos hubiera interrogado.

—¿Y no se te ocurrió hablarnos antes de ese tipo espeluznante? — preguntó Hal tras escuchar mi explicación.

y colarme en sitios donde claramente no debería estar, ese detalle se me escapó. Por otro lado, si quieres hacemos una lista con todas las cosas que a ti también se te olvidó comentamos…

—Vale, vale, déjalo ya —dijo Hal, achantado.

—Esto es muy extraño —dijo Callie—. ¿Qué creéis que estaría haciendo el tipo de la agenda de viajes en el hospital? ¿Y qué había en esa carpeta?

Entonces les hablé de las tablas y los gráficos que contenía, y también de los códigos que no había lo grado entender.

—Ojalá me hubiera cabido en la mochila…

—No pasa nada, Nia. Lo importante es que lo intentaste. Eso que has dicho de los códigos me ha recordado a la lista que encontré en el ordenador de Thornhill —dijo Hal.

Se refería a un archivo lleno de datos, números y nombres: los nuestros, los de nuestros padres, los de otros alumnos del instituto y los de otras personas a las que no conocíamos de nada.

—También vi el plano de una pista de aterrizaje en Saint Claude — proseguí.

—¿En Saint Claude? —exclamó Hal, sorprendido—. Me parece que vi un mapa de Saint Claude en el despacho de la señora Bragg. Estoy casi seguro. Tenía una zona marcada con una X de color rojo.

—¿Qué zona? —pregunté.

—Tal vez sea esa pista de aterrizaje —concluyó Callie dejando de abanicarse con uno de los folletos.

—Tenemos que seguir esa pista —les dije.

Aún tenía esa sensación tan rara en el estómago, así que me puse de puntillas para otear los alrededores, pero no vi nada sospechoso.

—¿Encontraste algo más? —preguntó Hal.

—El colgante —asentí.

—¿Qué colgante? —preguntó Hal.

—El de Amanda, el que llevaba esa llave…

—Espera… ¿Qué? —Callie retrocedió un paso, nerviosa—. Amanda nunca se lo quitaba.

—Tienes razón, siempre lo llevaba puesto —coincidió Hal.

—Ya lo sé. Estaba en la carpeta de ese tipo —dije—. Se cayó al suelo y lo recogí.

—¿Estás segura de que era el mismo? —preguntó Hal.

—Segurísima. Lo tuve entre mis manos. Lo toque y…

—¿Y…? —insistió Hal.

Tragué saliva antes de continuar.

—Y tuve… En fin, tuve una especie de visión.

—¿Una qué? —preguntó Hal frunciendo el ceño.

—Sé que os va a sonar muy raro, pero vi imágenes de la llave en distintos lugares: enganchada en un llavero, metida en una cerradura, escondida debajo de un colchón. Y también en la mano de la víctima de un accidente de tráfico.

Sabía que esta última revelación los dejaría noqueados, por todo lo que sabíamos sobre Annie Beckendorf, la madre de Amanda, que murió en unas circunstancias parecidas. Según el artículo de periódico que alguien había subido a nuestra web, cuando la policía encontró su cuerpo, Annie tenía en la mano una llave de plata, idéntica a la que Amanda llevaba siempre al cuello.

—¿Estás segura? —susurró Callie, con los ojos llenos de lágrimas. Tragué saliva otra vez.

—Sí. Y me pasó lo mismo cuando toqué el iPhone de Heidi. Por eso supe lo que había escrito sobre Traci. Y también me ocurrió cuando toqué el ejemplar de Ariel: pude ver todos los lugares por los que había pasado, desde un internado femenino de los años 60 hasta la librería donde creo que lo compró Amanda.

—Pero lo que dices es una locura, Nia —susurró Callie.

—Lo sé.

—Bueno, tranquilidad, tenemos que analizar todo esto con calma — sugirió Callie—. ¿No os parece?

—Antes de nada, ¿por qué creéis que ese tipo tenía el colgante de Amanda? —preguntó Hal—. O, algo todavía más importante: ¿por qué Amanda ya no lo tiene?

—Es evidente que ese hombre sabe algo —dije—. Tiene que estar compinchado con alguien. La cuestión es: ¿con quién? ¿Y por qué?

—Mejor razón aún para investigar esa pista de aterrizaje —dijo Hal.

—¿Estáis libres mañana después de clase? —pregunté.

—Cuenta conmigo —dijo Hal—. Les diré a mis padres que tengo ensayo con la banda.

—Yo también me apunto —añadió Callie—. Tengo la sensación de que mañana habrá una reunión para el torneo de mates a la que no voy a poder faltar.

—Estupendo —dije.

Miré el reloj digital del banco. Eran las cuatro y veinticinco. Hal aún estaba a tiempo de ir a la tienda de música antes de que cerrase, y yo podía pasarme por Tócala Otra Vez, Sam antes de volver a casa. Con un poco de suerte, Louise me daría algunas respuestas.

En cuanto nos separamos, me di cuenta de que no les había contado nada sobre el símbolo del cáliz y la seripente, ni sobre el significado del ojo de ónice. En fin, llamaría a los chicos más tarde.

Avancé a toda velocidad con mi bici hacia Tócala Otra Vez, Sam. De camino, pasé junto al cine donde Amanda y yo habíamos visto El mago de Oz un sábado por la tarde. Después habíamos dado un paseo por el parque Broadskill.

Amanda tenía el rostro radiante y no dejaba de hablar de lo mucho que le gustaban las películas antiguas y el trabajo de Victor Fleming como director.

—No puedes negarlo —dijo mientras hundía la mano en el cubo de palomitas—. El mago de Oz, Lo que el viento se llevó. El extraño caso del doctor Jekyll… Ese hombre era un genio.

—Bueno, no te lo voy a discutir. A ver, es Victor Fleming, ¿qué puedo decir? A mí me fascina George Cukor. Sin él, las grandes diosas de la pantalla no habrían llegado a ser lo que fueron.

—Cierto, muy cierto. Entonces, cuéntame, ¿cuál es tu escena favorita en esta peli tan rompedora? ¿En Kansas? ¿En Oz?

—No estoy segura. Cuando ya la ves por enésima vez, las escenas empiezan a fundirse entre ellas.

Por supuesto, estaba bromeando. Judy Garland era, es y siempre será una de mis artistas favoritas. Cuando tenía doce años descubrí la película Ha nacido una estrella. Me gustó tanto que mi madre me compró la banda sonora. Solía encerrarme en mi habitación y me ponía a imitar Esther Blodgett, cantando sobre amores perdidos con un peine como micrófono.

—¡Ja! Deja de tomarme el pelo —dijo Amanda, que pilló mi farol.

—Vale, está bien —admití—. No es fácil elegir, pero creo que mi escena favorita es cuando el Hombre de Hojalata, el León y el Espantapájaros atraviesan el Bosque Encantado, escalan hasta la guarida de la bruja y consiguen robarle la escoba para llevársela al poderoso mago de Oz.

—Unos héroes en toda regla, ¿verdad? —preguntó Amanda—. Te gusta esa escena porque los personajes representan la valentía y el heroísmo. Habrían hecho cualquier cosa por salvar a su amiga Dorothy, aun a costa de sus vidas. Sobre todo el Espantapájaros, que siguió luchando por lo que consideraba justo incluso cuando le hicieron pedazos y le quemaron el brazo. De hecho, es lo que hace a lo largo de toda la película: pelear por aquello en lo que cree.

—Espera… ¿Estábamos hablando de casas voladoras, animales parlantes y brujas con escoba?

En lugar de responder, Amanda se giró hacia mí clavándome la mirada.

—Sabes que tú eres el Espantapájaros, ¿verdad?

—No desde la última vez que me miré en el espejo. Yo diría que me parezco más bien a Vivien Leigh en El puente de Waterloo.

—Vale, ha llegado el momento de sincerarse —suspiró—. Ya sabes que, aunque a veces duelan, la honestidad y la sinceridad son el alimento del alma.

—¿Qué es eso, otra cita?

—Aquella vez en la biblioteca, cuando nos quedamos embobadas contemplando el libro de Sylvia Plath… No fue un encuentro casual. Lo tenía planeado… porque quería conocerte.

—¿Cómo dices?

—Más o menos una semana antes de eso, estuviste en la zona de dirección del instituto. Yo también andaba por allí. No me viste, pero escuché cómo te enfrentabas a Thornhill, incluso después de que amenazara con expulsarte por levantarle la voz.

Me mordí el labio. Recordaba perfectamente aquel incidente. Estaba en el despacho de Thornhill por culpa del señor Chinski, mi profe de inglés, porque había defendido a Peter Drake, un chico tímido y callado de nuestra clase.

Peter le caía fatal al señor Chinski y este no se molestaba en disimularlo. Le encantaba ridiculizarle delante de todos sus compañeros de clase, burlándose de sus trabajos y sacándole a la pizarra mucho más que a los demás, aun cuando el chico rara vez se presentaba voluntario. La gota que colmó el vaso fue cuando Chinski movió el pupitre de Peter hacia una esquina del aula, porque había estado hablando con María Kitty. Ya éramos mayorcitos como para que nos castigaran de cara a la pared.

Por alguna razón que no logro entender, esa chorrada me sacó de mis casillas. No podía soportar ese estúpido comportamiento ni un segundo más, así que me levanté y le dije a Chinski lo que pensaba: que era un cobarde por meterse con un alumno, que me parecía vergonzoso que abusara de su autoridad para satisfacer su ego y que si alguien tenía que quedarse aislado del resto de la clase tendría que ser él, y no Peter.

Mis compañeros se quedaron de piedra, Peter se irguió un poco en su asiento y el señor Chinski se puso rojo de rabia. Me mandó directamente a dirección, y allí fue cuando le dije a Thornhill lo que pensaba de aquel profesor de pacotilla. Le exigí que tomara cartas en el asunto, o que de lo contrario le iría con el cuento al director del AMPA.

—Me pareció un gesto noble y poderoso, Nia —prosiguió Amanda, lanzando el resto de sus palomitas a una familia de patos—. Fue entonces cuando supe que debía conocerte, porque eras alguien que peleaba por aquello en lo que creía, sin querer nada a cambio.