Capítulo 16

Al día siguiente, en el instituto, no pude dejar de pensar en todo lo que nos había contado Bea. Ahora, siempre que veía a Heidi pavonearse por los pasillos o maquillarse frente al espejo de su taquilla, me asaltaba la misma pregunta: ¿de verdad tenía la sangre fría como para matar a alguien?

Sobra decir que aquella noche no fuimos a investigar el edificio de la farmacia. Cuando Bea se marchó, tuvimos que hacer un gran esfuerzo para contener toda la rabia acumulada y no ponernos a destrozar las cosas del cuarto de Hal.

Rebosábamos de furia.

Furia y desesperación.

En vista de la situación, decidí aprovechar la clase de trigonometría para hacer unos cuantos experimentos. Empecé a tocar distintos objetos, desde el lápiz que se le cayó a Stew Loicamar hasta la capucha de la sudadera de Tanya Rosegrey que había colocado sobre el respaldo de su silla.

Pero no vi ni sentí nada.

Decepcionada, saqué de la mochila la carta de tarot que nos había dado Bea. Me la llevé la noche anterior de casa de Hal, con la promesa de devolvérsela al día siguiente para que Cornelia pudiera subirla a la web. Pasé los dedos sobre los bordes de la carta y de repente aparecieron en mi mente las manos de Amanda.

Pero esta vez no estaba en el hospital. La imagen representaba un día diferente. De hecho, tenía las uñas pintadas de un color distinto (un tono ciruela) y llevaba un rubí enorme en el dedo corazón.

Se encontraba en una librería diminuta y algo caótica, la misma que vi cuando toqué el ejemplar de Ariel. Estaba sentada en una silla de terciopelo rojo, leyendo un viejo ejemplar de Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Cuando terminó de leer el capítulo en que estaba, metió la carta del tarot entre las hojas a modo de marcapáginas.

La señora Watson estaba agachada en un pupitre situado más atrás, en una fila paralela, corrigiendo los ejercicios de los polinomios.

—No, profe —dije mientras escondía la carta debajo de mi cuaderno.

—¿Entonces estabas hablando sola? —me preguntó.

Aquel comentario provocó una serie de risitas en la clase.

—Estaba pensando en voz alta, lo siento —me disculpe. Es difícilconcentrarse con tanto ruido.

Y no me refería solo al ruido que hacía ella mientras hablaba con mis compañeros para revisar los ejercicios. También me refería al murmullo de fondo, y los constantes susurros de Darryl Coppersmith y Gus Goofball, que estaban compitiendo por ver a quién le olía peor el aliento.

—Como hoy hacemos trabajo individual en el aula, ¿le importaría si termino el resto de los deberes en la biblioteca? —pregunté.

Lo cierto era que había acabado todos los problemas que nos había puesto la profesora en los diez primeros minutos de clase, incluyendo algunos ejercicios extra que había hecho por puro aburrimiento.

—Está bien —dijo la señora Watson, tras meditarlo durante unos segundos.

Al parecer, no encontró ninguna razón para rechazar mi propuesta.

Salí rápidamente de clase y me dirigí a la biblioteca, ansiosa por investigar las librerías antiguas de Orion. Según lo que encontré en internet, había dos: una muy grande que incluso contaba con su propia página web, y otra sin nombre situada junto a la estación de tren. Y digo que no tenía nombre porque en la fachada ponía sencillamente «Librería». Eso sí, parecía acogedora y tenía una iluminación tenue, así que supuse que era la que estaba buscando.

Había pasado por delante muchas veces, pero nunca me había animado a entrar. Mientras contemplaba la pantalla del ordenador, intenté recordar todo lo que había visto cuando toqué el ejemplar de Ariel: aquel hombre frágil y diminuto tras el mostrador, la calculadora y la libreta que usaba para registrar las ventas del día, los abalorios de los polvorientos estantes…

Me sentí aliviada cuando el timbre anunció el cambio de clase. Por fin podría ir a la cafetería para contarles a los chicos lo que había descubierto.

—¿Una silla de terciopelo? —preguntó Callie, extrañada.

—¿Mark Twain? —añadió Hal con una mueca— Eso no parece muy propio de Amanda. A ella le va más la poesía contemporánea y la literatura gótica, ¿no?

—A Amanda le gusta cualquier tipo de literatura —le corregí—, incluyendo los clásicos, entre los que, sin duda, está Twain. Además, ¿cómo vamos a dejar este cabo suelto? Tenemos que ir a esa librería.

—Y también a la farmacia y a la pista de aterrizaje —dijo Hal—. Creo que deberíamos establecer prioridades.

—Todas las pistas son igual de prioritarias —repliqué.

—Está bien, supongamos que eso que has visto sea una imagen real de Amanda —dijo Hal, dejando sobre la mesa su tenedor de plástico—. ¿Qué te hace pensar que has dado con la librería correcta?

—No es que lo piense, es que lo sé —insistí—. Estoy segura de que es esa librería.

—Bueno, pero aunque estés en lo cierto, ¿qué esperas conseguir allí? —preguntó Callie, visiblemente desconcertada.

—No estoy segura. Solo sé que Amanda nos dejó la carta y que al tocarla tuve la visión de ese lugar. Simplemente quiero tirar de este hilo y ver hasta dónde nos lleva. Así pues, decidme, ¿quién se apunta a saltarse la próxima clase? La librería está a cinco minutos en bici —les mostré la dirección que me había apuntado en la mano—. Estaremos de vuelta antes de que suene el timbre.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Callie—. Ya me ha costado bastante librarnos del último castigo. Como nos pillen ahora…

—Nia, si tu visión resulta ser cierta y Amanda tenía la carta del tarot en la librería —añadió Hal—, significa que estuvo allí hace mucho, antes incluso de que visitara a Bea en el hospital.

—Escuchad, yo soy la primera a la que no le gusta nada hacer pellas —les dije—, pero tengo la sensación de que se nos agota el tiempo y aún nos quedan muchos lugares por investigar. Y mientras tanto, Amanda sigue desaparecida… y seguramente en peligro.

—Ya, sí, pero entiéndenos a nosotros, Nia —prosiguió Hal—. Según tú, has tocado una carta y eso te ha generado una visión en la que aparece Amanda. ¿No te parece un poco raro?

¿Por qué tenía que ser tan duro de mollera? ¿Se había olvidado ya de esos presentimientos suyos que habíamos seguido en el pasado?

—Sé que parece una locura —le interrumpí—, pero es posible que nos haya dejado alguna pista en esa librería. Tal vez podamos hablar con el dueño o buscar ese…

—Encontraremos a Amanda —afirmó Hal—, pero tengo que entregar un trabajo en la siguiente clase, así que no puedo faltar, Nia.

En lugar de seguir discutiendo, preferí zanjar el asunto llevándome una ración de pasta casera a la boca. Apenas dijimos nada más sobre Amanda durante el resto del recreo. De hecho, apenas pronunciamos palabra.