Capítulo 14
Hal estaba en el centro de su habitación, rodeado de todo su equipamiento musical.
—Siéntate —me dijo señalando un taburete con un montón de libros encima.
—¿Callie viene? —pregunté, sorprendida de que no estuviera allí todavía.
Hal asintió y empezó a afinar la guitarra. Pulsaba cada cuerda, escuchaba las notas y después giraba las clavijas en consonancia.
—¿Cuándo? —volví a preguntar, sin dar crédito a que pudiera pensar en el concurso de talentos con todo lo que estaba pasando.
—Pronto —respondió—. Tiene que estar al caer.
Aparté los libros y me senté. Entonces me fijé en su colección de dispensadores de caramelos de Pez. Tenía al menos doscientos, alineados en dos estantes, desde la versión de Wonder Woman hasta la de Paris Hilton.
—¿Te gustan los caramelos Pez? —me preguntó al verme curiosear.
Creyendo que me estaba tomando el pelo, enarqué una ceja. Pero al mirarle a los ojos, me di cuenta de que hablaba totalmente en serio. Esperaba que yo compartiera su pasión, así que, para no herir sus sentimientos, me limité a encogerme de hombros.
—¿Te pasa algo, Nia? —me preguntó al verme tan inquieta—. Está claro que algo te está rondando por la cabeza. ¿Tiene que ver con Amanda?
Puso cara de pena, como si de repente le entristeciera la idea de que yo no quisiera oírle tocar. Me sorprendió comprobar que, al igual que Cisco, Hal también me tenía calada.
—Puede esperar hasta que llegue Callie —dije sintiéndome un poco culpable por no mostrar más interés por su música—. ¿Cómo se llama la canción que vas a tocar?
—Confía en mí —dijo, centrándose de nuevo en las cuerdas de su guitarra—. La ha compuesto uno de los chicos de mi grupo.
—Guay, a ver cómo suena —dije intentando mostrar algo de entusiasmo.
Hal siguió afinando las cuerdas un ratillo más y entonces empezó a tocar. Su voz sonaba dulce y solemne al mismo tiempo, pero fue la combinación de la letra, el ritmo y los acordes lo que me puso la piel de gallina.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó tras tocar la última nota.
Abrí los ojos con desgana, lamentando que la canción hubiera terminado ya.
—Aún tengo que hacerle algunos arreglos —añadió, sentándose en el suelo con la guitarra sobre su regazo.
—Está genial —dije, todavía conmovida por lo que acababa de escuchar.
No lo había dicho por hacerle la pelota: lo creía de verdad.
—¿En serio? —se sorprendió Hal, y su rostro se iluminó de alegría—. Si te soy sincero, es la primera vez que toco a solas para alguien… sin contar a Amanda, claro. Le gustaba escucharme tocar tumbada en el césped mientras miraba el cielo. A veces sacaba su cuaderno y se ponía a escribir o a dibujar. Suena un poco raro, pero.
—En realidad es muy propio de ella.
Hal asintió y siguió jugueteando con las cuerdas.
—Sea como sea, me importa mucho tu opinión. Sé que no te cortas en decir lo que piensas, así que creo que eres la jueza ideal. Jurado y verdugo al mismo tiempo —dijo con una risita nerviosa.
—Vaya. Gracias —dije, sonriendo ante semejante cumplido.
Entonces me fijé en un cuadro abstracto de la pared. Representaba a una chica tumbada entre la hierba muy alta de un prado. Supuse que sería Amanda.
—Oye, ¿te apetece tocar algo más? —añadí señalando su guitarra.
—¿Lo dices en serio? —me dirigió una sonrisa radiante.
Hal no se esperaba para nada esa petición. Y debo admitir que yo tampoco. Me sorprendió comprobar que la música de Hal había conseguido tranquilizarme.
Al escuchar Angel Eyes, una canción melódica y conmovedora de Frank Sinatra, me acordé de un viaje que hice con mi familia a Barcelona. Estuvimos tomando algo en una terracita junto al mar, donde había un músico callejero tocando la guitarra.
Hal punteaba las cuerdas con mucha habilidad, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Cuando terminó, se quedó mirándome fijamente, como si él también quisiera confesarme algo.
—¿Qué te pasa? —le pregunté al ver que no decía nada.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro —respondí.
—Eso que nos contaste antes… sobre las imágenes que te vienen a la cabeza cuando tocas ciertos objetos. ¿Es algo nuevo o te ha ocurrido siempre?
Aparté la mirada, porque acababa de tener otro recuerdo. Hace unos años, cuando todavía iba al colegio, estuve ayudando a mi padre a buscar algo en el desván. Ese día encontré la vieja gorra militar del abuelo Rivera. Al tocarla me inundó un torrente de imágenes: viejos barracones del ejército, una potente explosión y un módulo hospitalario con filas y filas de soldados heridos. En ese momento creí que me lo había imaginado. Seguro que había oído hablar de la experiencia que tuvo mi abuelo en la guerra, aun cuando mis padres jamás habían hablado, ni hablarían, de ello.
Tras esa historia con la gorra, nunca me había vuelto a ocurrir nada parecido. Hasta que conocí a Amanda.
—Es bastante reciente, supongo —le dije, reacia a contarle los detalles.
Hal asintió. No quiso insistirme más, aunque era evidente que la respuesta le había sabido a poco. Pero antes de que pudiéramos decir nada más, alguien llamó a la puerta. Era la señora Bennett y venía acompañada de Callie.
—¡Hola! —saludó Hal. Sin poder contener el entusiasmo, y su rostro se iluminó como un árbol de Navidad.
—Perdón por llegar tarde —se disculpó Callie.
Se sentó en un puf que había en la habitación, pero, al hacerlo, parte del relleno saltó por los aires aterrizando en su pelo. Callie y Hal soltaron unas risitas. Los ojos de él recorrieron el rostro de la pelirroja, hasta que se posaron sobre sus labios, pintados de un tono frambuesa.
De repente me sentí como la rueda de repuesto del coche de la Barbie Malibú.
—Bueno, chichos, ¿empezamos o qué? —pregunté, pues no tenía intención de seguir ejerciendo de sujetavelas—. Tenemos cosas importantes de las que hablar.
—¿Cómo cuáles? —preguntó Callie inclinándose hacia delante sobre el puf.
Cogí aire y les conté que había encontrado la lista en la carpeta de la subasta de mi madre.
—Es como el archivo del ordenador de Thornhill —susurró Hal.
—Así es —asentí—. La única diferencia es que en la lista de mi madre ponía C-33 en el encabezado. A saber qué significa eso…
—Ahora que lo pienso, creo que también ponía lo mismo en el archivo de nuestro subdirector. A lo mejor no arriba, pero sí en alguna parte del documento —recordó Hal.
—Sea como sea, hay que descubrir lo que significa —añadió Callie.
—Así es —volví a asentir—. Y también tenemos que averiguar por qué mi madre tiene una copia. Una copia que ni siquiera estaba escondida. Mi madre no es de las que van dejando sus papeles desperdigados por ahí, y este documento lo tenía guardado en la carpeta con la que ha estado trabajando últimamente.
—Eso quiere decir que la tiene desde hace poco —dijo Hal quitándome las palabras de la boca.
Agaché la cabeza. De repente, había sentido unas punzadas de ansiedad en el estómago.
—¿Creéis que mis padres están metidos es este asunto? —pregunté, y la voz me tembló solo de pensar en esa posibilidad.
—Puede ser —dijo Callie—. Pero no olvides que nuestros nombres también están en esa lista, y nosotros no somos precisamente conspiradores, ¿verdad?
—Vale, bien, ¿y cómo explicáis que hay visto una foto de Thomhill con la pulsera de hospital en forma de anillo que encontramos en la caja de Amanda?
—¿Estaba en el despacho de tus padres? —preguntó Callie.
—Sí, escondida debajo de una vasija — expliqué.
—¿¡Qué!? —exclamó Hal.
—Lo que oyes —dije—. Estuve a punto de tirarla sin querer y fue entonces cuando vi que tenía una foto debajo. Y pegada con celo, además. ¿Cómo es posible? Ni siquiera sabía que mis padres conocían a nuestro subdirector.
—¿Estás segura de que el de la foto era Thornhill? —preguntó Hal. —Segurísima.
—¿Y crees que el anillo que llevaba era una pulsera de hospital? — preguntó Callie—. Igual por el tamaño de la foto te ha parecido que…
—Se veía perfectamente, chicos —dije, cada vez más histérica—. Era una foto en primer plano de la cara de Thornhill apoyada en su mano. No pude ver qué ponía en la etiqueta, pero, creedme, era evidente que se trataba de la pulsera de un hospital.
—Bueno, pero puede que no sea la de Amanda. Igual pertenece a otra persona —aventuró Hal.
—¿Pero tú te estás oyendo? —exclamé perdiendo la paciencia—. ¿Cuántas pulseras de hospital en forma de anillo has visto en tu vida? Sea como sea, Thornhill está metido en esto mucho más de lo que pensábamos.
—O al menos está conectado de alguna forma con alguien llamado Ariel Feckerdol —dijo Hal citando el nombre que aparecía en la pulsera de la caja de Amanda.
—Y esa tal Ariel también tiene que estar relacionada con Amanda — añadió Callie—. Si no, ¿por qué guardaría en la caja esa pulsera?
Alguien llamó a la puerta y, un segundo después, la hermana pequeña de Hal, Cornelia, se asomó a la habitación.
Sin esperar respuesta ni permiso para unirse a nosotros, se sentó en la cama de Hal y abrió el portátil que llevaba bajo el brazo.
—Hace mucho que no actualizamos la página.
Cornelia estaba en sexto de primaria, pero actuaba como si fuera una detective de esos que salen en CSI. Era un auténtico genio en diseño gráfico y fue ella quien nos ayudó a crear la web del Proyecto Amanda.
—¿Es que no ves que estamos hablando? —dijo Hal.
—Sí, y mientras vosotros perdéis el tiempo hablando, los días pasan y Amanda sigue sin aparecer. Así pues, ¿hay algún comentario, detalle o pista nueva que queráis compartir conmigo?
Y dicho esto, puso los dedos sobre el teclado, lista para transcribir lo que le fuéramos a contar.
—No le hagas caso a tu hermano —le dije, sentándome a su lado—. Me alegro de verte, peque. ¿Qué has añadido a la web desde la última vez que nos vimos?
—Ojeadlo vosotros mismos —afirmó, y giró el portátil para que pudiéramos ver la pantalla—. Ya he puesto el poema incompleto que encontrasteis en la caja y una nota sobre aquella primera edición de Ariel. Nia, necesitaré una foto del libro. Y, por favor —añadió soltando un bufido—, decidme que no habéis borrado del todo el corazón. De ser así, tendré que describírselo a los internautas o reproducirlo de alguna manera, y eso quedará un poco cutre, ¿sabéis? También he añadido información sobre la tarjeta de visita. Cuando podáis, pasadme también una foto, porfa. Además he posteado un aviso para que la gente nos hable de los herbolarios y las teterías que haya por su zona, otro para preguntar por la calle Girasol, y otro más para pedir cualquier detalle sobre la supuesta tía de Amanda… Esa que se hace llamar Waverly Valentino.
—Guau —dije, impresionada.
—Le he ido poniendo al día de nuestros avances —explicó Hal.
—También he intentado localizar por mi cuenta la calle Girasol en internet —añadió Cornelia—, pero de momento no lo he conseguido.
—¿Y sobre las teterías? —preguntó Callie.
—Hay una en Stoughton, más o menos a una hora de distancia —dijo minimizando la página del Proyecto Amanda y pinchando en un archivo de Word titulado Pistas demasiado privadas o incompletas para su publicación —, pero dudo que sea la que estamos buscando. El número no coincidía con el de la tarjeta, y cuando llamé respondieron con el nombre de la tienda: Té-licioso. Les pregunté si tenían una sección como tal de tés e infusiones, pero me da que pensaron que les estaba tomando el pelo. Y, bueno, la cosa empeoró cuando les pregunté por un remedio natural para las pecas —al decir esto, se apartó un mechón de cabello pelirrojo de la nariz, llena de pecas.
—¿Y también has buscado curanderos? —pregunté, medio en broma.
—Yo lo intenté —dijo Hal—, pero no hay ningún apartado de «Magos, brujas y hechiceros» en las Páginas Amarillas.
—Sí que existen personas que practican esas disciplinas —intervino Cornelia—, pero yo optaría mejor por cosas menos extravagantes. Algo como las parafarmacias, la naturopatía o los remedios herbales.
—Qué interesante —dijo Hal con una sonrisa sarcástica.
—Olvídalo —dijo Cornelia soltando otro bufido—. Entonces, ¿no tenéis nada más? ¿Eso es todo?
—No —negué con la cabeza—, hay una cosa más que deberíamos añadir a la web.
Les conté mi visita a la farmacia con Amanda y el misterio que giraba en torno al cáliz, la serpiente y el ojo de ónice.
—¿Veis? —dijo Callie dejándose caer sobre la cama—. Ya sabía yo que esa agencia de viajes era una tapadera.
—Sí, ¿pero de qué? —preguntó Hal.
—No me puedo creer que Amanda se fijase en una diminuta piedrecita en el ojo de una serpiente —dijo Callie—. Al fin y al cabo, esos símbolos están por toda la ciudad.
—O, por lo menos, en todos los edificios que pertenecieron a la Escuela de Farmacia de Orion —les expliqué.
—Sea como sea, la verdad es que nunca les he prestado demasiada atención —dijo Callie.
—Pues a partir de ahora tendrás que hacerlo —intervino Cornelia—. Igual que harán los internautas de la web cuando revelemos todo este asunto.
—Entonces… de ahí viene el ojo de la tarjeta de Waverly Valentino afirmó Callie—. Ella también está en el ajo.
—Y todo apunta a que esa farmacia a la que fuiste con Amanda es el sitio donde está Waverly —dijo Hal dirigiéndose a mí.
—Pero esa farmacia estaba en la calle Rantoul, no en la calle Girasol — repliqué.
—Tal vez la trasladaron —aventuró Callie—, o tal vez la palabra «girasol» encierre una especie de código.
—Tenemos que comprobar si esa piedra de ónice sigue ahí —propuso Hal.
Cornelia estaba tecleando como loca para que no se le escapara nada de lo que decíamos.
—Dadme veinticuatro horas —dijo, y a continuación cerró su portátil—. Para entonces lo tendré todo listo para publicarlo en la web. Mientras tanto, pasadme las fotos que necesito, y mejor que sean en formato jpg y a 300 dpi. Conseguidme también la dirección de algunas de esas serpientes. Y no olvidéis mandarme un e-mail cada vez que tengáis más información nueva.
Dicho esto, se sacó un fajo de tarjetas de visita del bolsillo y nos dio un puñado a cada uno.
—Ah, se me olvidaba: repartidlas entre vuestros amigos y familiares, porfa.
Cuando leí la tarjeta, hice un gran esfuerzo por no echarme a reír.
Pero sé que si me hubiera reído, Cornelia me habría crucificado de por vida
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