Capítulo 17

Hice un esfuerzo sobrehumano para concentrarme en las dos siguientes clases. Primero, para atender a la lección del señor Randolph sobre el proceso de industrialización posterior a la guerra civil, y después, para no dormirme del aburrimiento mientras Madame Bufón repasaba por enésima vez las reglas del subjonctif.

Aunque lo intenté con todas mis fuerzas, no pude evitar pensar en Amanda y en la posibilidad de que nos hubiera dejado una pista en la librería.

Así que al final me salté la última clase y me escabullí por la salida que hay detrás de la cafetería. Los conserjes habían estado limpiando el armario de mantenimiento y se habían olvidado de cerrar la puerta en uno de sus viajes al contenedor de basura. Menuda suerte la mía. Ya en el aparcamiento, me monté en la bici y salí del instituto con una sensación de alivio por estar haciendo lo correcto.

Cinco minutos después, me detuve ante la fachada de la librería, que era aún más pequeñita de lo que me había parecido. El cartel torcido de la ventana me confirmó que la tienda estaba abierta.

Dejé la bici y abrí la puerta, que anunció mi llegada con un chirrido. La estancia olía a una mezcla de moho y humo de puro. Por lo demás, era tal y como me la había imaginado: paredes enteras llenas de libros alineados sobre viejos estantes y una larga mesa en el centro donde se exponían toda clase de baratijas antiguas, como candeleros y grandes piezas de bisutería. Y entonces vi al viejecillo. Debía de tener ochenta años por lo menos. Estaba encorvado y llevaba un audífono en una oreja.

—Buenos días —dijo mirándome a través de sus diminutos anteojos.

Aquel hombrecillo era exactamente igual que en mi visión. Lo mismo ocurría con el mostrador, si es que se le podía llamar así a una mesa plegable de metal con una calculadora y una libreta encima.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó.

—De momento, no. Gracias —dije, ansiosa por empezar a investigar.

El anciano se encogió de hombros y siguió calculando los importes de un puñado de recibos que tenía sobre el mostrador. Mientras tanto, yo me adentré un poco más en la tienda, y estuve a punto de tropezarme con una estatua de cerámica que representaba a un pequeño león agazapado.

Fue entonces cuando la vi: la silla de terciopelo rojo. Me acerqué lentamente con el corazón desbocado. Al lado había una mesita con una pila de libros. Uno de ellos era Las aventuras de Huckleberry Finn.

Cogí el ejemplar y noté que me temblaban las manos. Pasé unas cuantas páginas y de pronto tuve una nueva visión de Amanda, parada frente a la librería con aquel libro bajo el brazo. Estaba contemplando unos pendientes de esmeraldas en forma de lágrima. De pronto, dio un paso al frente y deslizó una nota entre dos libros de un estante.

Se me aceleró el pulso, pero antes de dar nada por hecho, decidí confirmar lo que había visto con el librero.

—Perdone —dije, acercándome al mostrador—. ¿Recuerda haber visto a una chica por aquí hace poco? Es más o menos de mi edad y creo que estuvo sentada en esa silla de terciopelo, leyendo un ejemplar de Mark Twain.

El hombrecillo se quedó pensativo durante unos instantes antes de asentir con la cabeza.

—Humm, sí. Debía de tener más o menos tu edad.

—¿Venía mucho por aquí? —le pregunté y me estremecí al comprobar mis presentimientos—. ¿Le dijo dónde vivía o alguna otra cosa?

—Lo único que sé es que le encantaba cambiar de peinado: un día llevaba el pelo corto y negro, y al día siguiente era largo y rubio. Me resultaba imposible llevar la cuenta de todas sus pelucas —dijo soltando una risita.

—¿Así que venía a menudo?

—Bueno, tanto como a menudo… —el anciano se rascó la cabeza, intentando hacer memoria.

—¿Cuándo fue la última vez que la vio?

—Hará una semana, más o menos. Un día me confesó que le encanta el olor de los libros antiguos. Normalmente se sienta en esa silla de terciopelo y se pasa un buen rato leyendo.

—Y, dígame, ¿le gustaba algún libro en particular? —le pregunté, pensando que quizá el título pudiera darme una pista.

—Pues, ahora que lo pienso… —empezó a recordar el librero, rascándose la barbilla—. Hace unas cuantas semanas me pidió que le buscara una edición concreta de un poemario. Es un servicio que ofertamos aquí, siempre y cuando luego compres el libro, claro.

—¿Qué libro era? —le pregunté, subiéndome casi a la mesa de la emoción.

—Ariel —respondió—, de Sylvia Plath. Recuerdo que quería una primera edición. ¿Sabes lo difícil que es encontrar un ejemplar así? Le dije que le saldría por un pico, pero no pareció importarle. Dijo que era un regalo para una amiga especial.

—Era para mí —dije, separándome un poco de la mesa.

El hombrecillo asintió y se quedó un rato mirándome, como si estuviera pensando si debía decir algo más o no.

—Bueno, si alguna vez quieres revenderlo.

—¿Sabe dónde vive Amanda o dónde podría estar en estos momentos? —le interrumpí—. ¿Le dio algún dato para contactar con ella cuando encargó ese ejemplar de Ariel?

—¿Amanda? —preguntó, bastante sorprendido—. ¿Estás segura de que es así como se llama?

El anciano estaba desconcertado.

—Tal vez se presentó con otro nombre —dije.

El librero se quedó mirando un reloj con forma de gato, de esos que mueven los ojos y la cola de un lado a otro, al ritmo del tic tac.

—Vaya, pero si ya son las dos. Creo que ha llegado la hora de hacer un pequeño descanso —se quitó los anteojos y se frotó los ojos—. En mi trabajo manejo muchos datos, y al final acabo confundiendo unos con otros.

—Por favor —insistí—, necesito su ayuda, de verdad. Amanda ha desaparecido. Hay mucha gente que la está buscando.

El hombrecillo me ignoró, concentrado en ordenar la pila de recibos que tenía sobre el mostrador. Entonces volvió a colocarse los anteojos y siguió contabilizando los recibos, como si yo no estuviera allí.

De camino a la salida, vi un letrero en la pared que decía «Libros antiguos». En el estante que señalaba la flecha había viejas ediciones de Alicia en el País de las Maravillas, La letra escarlata e incluso un ejemplar firmado de Christine, de Stephen King. Pasé los dedos por los lomos mientras los examinaba y, de pronto, mis ojos se detuvieron en el sección de la letra P.

Y entonces los vi. Allí estaban los pendientes de esmeraldas que había visto hacía apenas un rato, en mi visión.

—Amanda —susurré.

Tuve la tentación de probármelos, pero en lugar de eso, inspiré profundamente y me puse a rebuscar entre los libros de Sylvia Plath hasta el lugar donde, colocado por orden alfabético, debería estar el ejemplar de Ariel.

Y ahí fue donde la encontré: una nota de Amanda.

Estaba apretujada entre dos libros. Era un poema, escrito a mano con su inconfundible caligrafía.

En mil pedazos

Bastó una piedra

para hacer añicos la ventana.

Los trozos de cristal han desgarrado las paredes de tu confianza.

No te equivoques,

sé que la percepción que tienes

de mí

se ha roto

en mil pedazos.

Pero algún día,

tarde o temprano, confío en que podamos barrer los cristales rotos y arreglar la ventana.

Y abrirla de par en par para ver más allá de los añicos, para descubrir lo que realmente hay en el interior.

Se me aceleró el corazón con solo leer esas palabras, porque sabía que las había escrito Amanda. Era la versión final del poema que habíamos encontramos en la caja, ese que estaba incompleto. Al final de los versos había un dibujito de un coyote, el tótem de Amanda… el embaucador.

—¿Puedo ayudarte en algo? —me volvió a preguntar el librero, y se levantó de la mesa para ver qué estaba haciendo—. ¿Qué tienes ahí? —inquirió.

—Nada, señor. Y no, no hace falta que me ayude —respondí.

Doblé el papel, me lo guardé en el bolsillo del abrigo y salí de la librería sin mirar atrás.